jueves, septiembre 27, 2007

Habitación 1437


Siete insanos días me han tenido al borde de la muerte:
Tras sufrir un aparatoso accidente de automóvil a doscientos kilómetros por hora, el primero de los días me costó las dos piernas, un bazo, siete costillas rotas, y la visión de mi ojo derecho. El parte médico decía muchas cosas más, pero también había perdido algo de memoria al respecto… o quizás, seguro, me resistía a acordarme de nada.
El segundo día, en la sala de recuperación, fue peor, pues desperté ungido de dolor, entre vómitos sangrientos, y apretado por mil vendas sudorosas. Quería escapar de mí pero me era imposible. Estaba prendido de cuanta astilla rota había, de cuanta deforme inflamación había, de cuanto, cuantísimo, dolor.
El tercero me fui de compras…. Me compré un poco de aliento para seguir respirando, un poco de saliva para enjuagar y sentir la boca. Y comprobé que aun sabía llorar, y gritar como nunca pensé que lo haría.
El cuarto, el cuarto ni siquiera me desperté…. Mejor así. Mejor.
El quinto si, el quinto desperté y le dije a la enfermera que me matara. Se lo dije en serio y me soltó por su boca algo similar al cencerro de un burro en una galería de colores: una sonrisa estúpida y exagerada que daba cuenta de su falta de piedad. Yo, de poder hacerlo, si que la habría matado. Si. Doy fe de ello.
El sexto día fue el día de las visitas. Pero tenía la agenda llena y no pude atender a nadie. Que pena. Ni a papa, ni a mama, ni a Irene, ni a Raquel, ni a Benito, ni a Dios, ni a Jesucristo y todos sus ángeles.
Finalmente, hoy, el séptimo día, me he salido del borde de la muerte.
Si, a un lado estaba la muerte y a otro lado estaba yo: deseosos los dos por bailar, por estrellar nuestros labios en un apasionado gozo de amor en la noche definitiva, en la larga noche sin límite, sin alba.
Y si tengo que decir la verdad, ya no se muy bien quien estaba en el borde: Si ella, con su largo vestido blanco, sus ojos oscuros y profundos; o yo, dubitativo ante su ver, ante su postura altiva y cautivadora.
No se porqué no sucedió lo previsto. Quizás fue la música. Porque yo estaba decidido. Me habría dejado morir entre sus brazos sin dudarlo ni un segundo. Me habría dejado morir en la profunda oscuridad de su sexo. Pero me dilaté en la espera y la canción feneció en si misma, alejándose en el silencio....
Así, cuando una nueva canción sonó en la pista, ella ya bailaba con otro, ciñéndose los dos en el arrumaco mas apasionado que contempló hombre alguno... fiesta, fanfarria, y pasión... y una punzada de dolor y de celos que me hirió con fuerza bajo mis costillas rotas, doblándome como un alfeñique en las manos de un gigante.
Mi compañero de habitación, otro desgraciado como yo, murió en ese mismo instante, tensando sus magullados músculos por última vez, y yo me alejé....
Me alejé del borde de la muerte, allí presente, a dos baldosas de mí, en la otra cama, dibujado en la sonrisa tranquila de mi compañero de habitación.
Que suerte…
- Habitación 1437.
- Si.
- Mi compañero…. No se… Algo le pasa.
- Ahora mismo vamos.

domingo, septiembre 02, 2007

Patriota


Era el día indicado, el día que había estado esperando, y que aparecía marcado en rojo en todos los calendarios de la casa.
Me levanté de la cama y tiré de la persiana hasta inundar de luz la habitación. Mis ojos, doloridos por la repentina exposición a la claridad, se encogieron con fastidio. Miré hacia el pequeño despertador y supe que eran las nueve de la mañana. Buena hora. Hinché los pulmones con fuerza, recordando todo cuanto debía hacer ese día, y me fui por el pasillo adelante, hacia el baño, en donde una ducha de agua fría acabó de espabilarme.
Me hice el desayuno: un simple café oscuro y sin azúcar, y puse un poco de música para ambientarme: una melodía irlandesa, gaitera y alegre, con ciertas reminiscencias épicas: un eco sonoro de lo que yo mismo debía hacer.
En el ropero, entre la media docena de perchas del colgador, encontré mi uniforme: un pantalón vaquero al que le había arrancado la etiqueta de la marca y un polo azul claro manchado de sangre a la altura de mi pecho. La sangre de mí querida Enriqueta.
Mierda.
Una inoportuna lágrima se deslizó por mi mejilla hasta perderse entre los retorcidas líneas de los dibujos de una pequeña alfombrilla.
Mierda.
No, no debía ponerme triste, el recuerdo de Enriqueta no debía entorpecer mi determinado propósito, pues ese era el día indicado, el día para el que me había estado preparando con tanto ahínco. Aunque.... estaba allí. Si. Allí estaba Enriqueta, tirada sobre la acera, sobre mi propio regazo, dejando escapar su vida, que era la mía, en un último aliento de desesperación.
Mierda.....
Abrí la puerta del trastero y en el fondo del departamento de la derecha, detrás de la escoba y la fregona, encontré un abultado fardo. Tiré de él, hasta sacarlo del trastero, y lo coloqué suavemente sobre el terrazo del pasillo. Cogí mi navaja suiza y despanzurré el envoltorio del fardo hasta dejar sus tripas al aire: La culata del FR F1 y su mirilla telescópica brillaron por encima de todo lo demás, y el olor del aceite con que había limpiado dicho fusil inundó el ambiente de mi hogar.
Contemplé el fusil con gran orgullo... El arma. Y sonreí.
Un capitán de la mercante argelino, que antes, en los tiempos de la colonia, había militado en la legión extranjera del ejército francés, y al que le solía comprar el tabaco de contrabando en sus visitas al puerto de mi ciudad, me ofreció el FR F1 por dos mil euros y no lo dudé ni un instante. Y no lo dudé, porqué me hacía falta. Estaba en guerra desde hacía casi un año y no podía seguir escondiéndome mas, ocultándome del enemigo como si fuera un cobarde.
Y no. Yo no era un cobarde. Y aunque estaba rodeado por todas partes, por fin me había hecho con la munición adecuada para el fusil: un buen montón de balas de siete milímetros y medio, y una buena bandera. Si, mi bandera, que había tejido durante mi reclusión invernal con el vestido de noche de mi querida Enriqueta. El mismo vestido que llevaba puesto el día que nos conocimos.
Extendí la bandera en el pasillo y me erguí, contemplando desde mi altura las dos armas: el fusil de precisión del ejército francés y la bandera: un trapo gris plata ribeteado por un verde oscuro que, a modo de hiedra, envolvía el brillo de su interior.
Puse la mano sobre mi pecho, cerré mis ojos, y musitando su nombre, juré fidelidad a mi nueva patria, a mi nuevo país y a mi nueva ley.
-Así pues, yo, Marcos Navas Fernández, reniego de todo el pasado, de todo lo ocurrido, y hoy voy a dar respuesta a quienes sin motivo me han intentado destruir... acabar con mi existencia... y sin conseguirlo.
Cogí el fusil, mi bandera, apagué las gaitas de la música, y salí del refugio de mi casa.
Me subí en el ascensor y pulse el diez, la altura más alta de mi edificio. Mi corazón empezó a acelerarse.
Salí a la azotea, al aire libre, por entre un depósito de agua y el garito de los motores del ascensor. Una barandilla blanca, no muy segura, me sirvió de apoyo para contemplar las vistas de mi ciudad.....
No, ya no era mi ciudad. Todo cuanto veía era territorio enemigo: El este, el oeste..... el norte, el sur..... Todo....
¿Todo?
No. Todo no.
Con dolor, despegué la bandera de mi pecho y la icé con cuidado por entre los cables de la antena colectiva y hasta que el viento la hizo ondear en lo más alto de mi nueva patria.
Si querían guerra, la iban a tener. Desde luego que si.
Así el rifle hasta que este alcanzó la horizontalidad y lo acaricié como si tuviera vida propia. Coloqué el dedo en el gatillo, y me acerqué a la mirilla telescópica. El trafico era fluido, como siempre, y mis enemigos numerosos.
Sonreí. Era el día indicado.
Y apreté... por mi país, por mi bandera… por mi patria.