viernes, julio 21, 2006

La parábola del amador


En realidad no era gracioso, ni divertido, ni ocurrente. Simplemente estabas tu para reírte de todas cuantas tonterías se me venían a la cabeza. Me hiciste creer que era alguien y siempre estabas a mi lado para halagar la voracidad de mi ego. Llegué a considerarme un ser especial, un tipo tocado con la gracia de la vida, situado un peldaño por encima del vulgar mundo que me rodeaba, por lo que, curiosamente, decidí que sobrabas en el ideal mundo de mi pareja, que a esas alturas ya estabas demás y que una hermosa y capacitada mujer debía ocupar tu lugar junto a mi. Así, si mas, decidí romper, librarme de tu presencia para siempre, y no fue hasta unos meses mas tarde cuando me di cuenta de que yo no era gracioso, ni divertido, ni ocurrente. Ya nadie se carcajeaba conmigo, a nadie le brillaban los ojos cuando sugería mi lúcida idea del momento, y caí de bruces en la vulgaridad que tanto detestaba....
No obstante, era yo.
Con el paso del tiempo, y tras un profundo periodo de reflexión, me di cuenta de que era un inútil social; sin amigos, sin celebraciones, sin aquellas citas tumultuosas que ella siempre se ocupaba de amañar, por lo que decidí recuperar lo que tan estúpidamente había abandonado. Así, navegando sobre un mar de dudas, me vestí para la ocasión, inspiré cien mil bocanadas de aplomo, y me dirigí hacia el pueblo de mi ex-mujer: el lugar en donde se había retirado mi querida Felisa tras nuestra separación.
Había cumplido dos años y dos días sin ella: una cantidad de tiempo considerable, repleta de sorpresas tras cercenar mil lazos con el pasado; un periodo inhabitual para cualquiera que haya vivido en pareja, aunque, en lo físico, en lo mental, pensé que dos años no deberían suponer ningún problema ni ningún desfase entre su vida y la mía, y solo la posibilidad de que hubiera rehecho su vida sentimental con otro hombre alteraba un poco (un poco-bastante) mi decisión de volver a ver a Felisa...
Tras recorrer cientos de kilómetros comprobé que no estaba. Mi querida, mi deseada Felisa, no había durado mucho tiempo entre los suyos, apenas dos semanas, y se había vuelto para la capital.
"... para la capital", me había explicado su hermana, la pequeña Irene, con un desparpajo verbal en el que reconocí algún que otro gesto de Felisa.
La pequeña Irene había mudado su apelativo de pequeña en una plena exuberancia femenina y mi instinto mas rastrero hizo que aceptase la amable invitación para tomar un café cuando debería haberme ido.
Recorrí el estrecho pasillo de aquella casa detrás de Irene y tal y como había hecho en vida de mis suegros para pedir la mano de Felisa y casi pude sentir los ecos del pasado.
- ¿Qué tal te va?
- Bien - respondí.
- ¿Y la visita? ¿A qué debo esta inesperada visita?
- Nada. Asunto de papeles - mentí.
- Sienta - me dijo señalando una enorme y acolchada rinconera -. En un minuto tomamos un café y hablamos un poco.
Se dio la vuelta, para dirigirse hacia la cocina, y no pude contener mi curiosa lascivia al contemplar y saborear el cimbrear de aquellas caderas. La brevedad de la falda no hacía mas que delimitar el perfecto recorrido de sus curvas, por lo que el morbo mas irreverente de mi aburrida vida sexual empezó a tomar forma entre mis piernas.
A partir de ahí ya no se muy bien lo que pasó. No se si fue el recuerdo de Felisa, cuyo parecido se departía en mil similitudes con su hermana, o el ansia por hacerme con algo prohibitivo, con un bocado que hacía poco mas de cuatro veranos hacía de sus trapos vestidos para muñecas, que cuando regresó de la cocina y se sentó enfrente de mí cruzando aquellos hermosos y carnales muslos, se me soltó la lengua como si fuera un caballo desbocado y mis intenciones sexuales, tan evidentes, acabaron por mostrarse abiertamente a los ojos de Irene.
- Pero...
- Si - le dije con la mirada rasgada por la tontería del momento.
Ella sonrió divertida y accedió a lo que mi incontenible ansia mas deseaba en este mundo. Acabamos haciendo el amor por toda la casa, durante todo el día, el siguiente, y hasta decidir que me había enamorado de nuevo, con mas fuerza que nunca, y de la mujer mas maravillosa sobre la faz del planeta.
Me sentía tan bien, tan pleno, tan lleno de lo que uno puede desear que, cuando le propuse que fuéramos pareja y ella, tras un eterno segundo, me respondió con un beso , se me saltaron las lágrimas con la emoción y estuve llorando e hipando como un niño sobre su cálido regazo hasta oscurecerse el día.
Volví a compartir, a ser parte de algo, a ver con otros ojos mi propia vida. Después del naufragio regresé a la vida de la mano de una bella y joven mujer y a punto estuve de esculpir una eterna sonrisa sobre mi rostro.
Sin embargo, lo que son las cosas y lo que es capaz de depararnos el destino cuando uno ya cree que no hay lugar para mas sorpresas, pues, a pesar de que Irene y Felisa se parecían en muchas cosas, en detalles aspectuales, en gestos, en determinadas respuestas o reacciones; había no obstante muchos otros aspectos en que eran absolutamente diferentes. En un principio pensé que dichas diferencias podían ser debidas a la edad: entre las dos hermanas había una distancia temporal de diez años, toda una década de recorrido, pero me equivoqué en tal apreciación y solo un poco mas tarde supe que era una simple cuestión de caracteres. Irene era mucho más natural y directa que Felisa, en su idea de la vida no cabía ningún tipo de contención, por lo que trataba de vivir cada día como si fuera el último, y como si fuera único e irrepetible, y yo, el tranquilo de Amador, fui empujado por su vehemencia hacia mis propios límites... por lo que, me hizo ver mis defectos, mis repetitivos tics de la personalidad, crónicos e insuperables, e intenté escabullirme de mis propios arraigos, algo totalmente imposible. Así, la felicidad del principio desembocó en un malestar conjunto en el que yo era siempre el responsable y empecé a sentirme tan poca cosa a su lado, tan inferior, que ella me pareció una diosa del Olimpo en todos los actos y hasta en alguna de sus estupideces, como cuando empezó a engañarme con el vecino de enfrente...
...Aunque, a decir verdad, nunca me engañó, pues jamás se escondió, y jamas negó ninguna de sus aventuras sexuales:
Era así, del todo perfecta y, si algo fallaba, él que debía mirarse en el espejo era yo.
¿Porqué, porqué? ¿Porqué me había hecho Dios así?
Y llegó el día en que me bloqueé, como un ordenador ante un maremagnum de datos, hice crack y mi pene dejó de tener erecciones. Irene, la bella Irene, tan divina como siempre, no ocultó su desprecio por mi temprana impotencia y, sin denotar el menor atisbo de pesar en su voz, me dijo:
- Me voy.
- No - supliqué, lloré.
- No te aguanto más.
- ¡No me dejes! - le imploré entre sollozos, arrastrando y restregando toda mi dignidad ante su floja compasión.
Y, por supuesto, me dejó, me abandonó tal y como había hecho yo con su hermana años atrás y así, sin mas explicaciones, completé un viaje imaginario para la cara y la cruz de una misma moneda, recibí ambos pagos al contado y en la llaga mas sangrante de mi alma, y en mi soledad, al pairo de estas letras, comprendí que a la hora de entregar y a la hora de recibir, era un tanto incapaz para introducirme en las maravillosas, y a la vez intrincadas, vicisitudes del amor.

No hay comentarios: