sábado, enero 20, 2007

El relevo


Después de seis años en la misión, de trabajar a diario en el cuidado de los enfermos terminales de sida, Jorge comprendió que se le había agotado el ánimo, que finalmente se había extenuado con su trabajo en la isla, y que por eso estaba allí, a punto de regresar a su casa, junto a los suyos.
La ilusión con la que había llegado a Dili parecía truncarse al mismo tiempo que la joven democracia timoresa, pues ahora los enfrentamientos entre los pro-indonesios y los católicos eran continuos y las peleas parecían ser la antesala de una temida guerra civil. Quizás, pensó Jorge, no era el momento adecuado para abandonar su puesto en la misión, ya que aparte de los problemas derivados de la violencia, los casos de sida eran dos veces superiores a los de hacía un lustro y el personal que atendía a aquellos pobres desgraciados seguía siendo el mismo: el padre Isaac, la hermana Marianinha, Andrea, y él mismo, un voluntario civil con un título de enfermero que hacía de médico tratando de mitigar el agotamiento final de unas vidas castigadas por el maldito VIH.
Jorge cerró los ojos un momento y contempló el desfile de rostros que había despedido en su viaje hacia la muerte....sintiendo que era un desfile demasiado pesado. Algunas caras, como la de la joven Dulzura, la primera paciente que había atendido en la isla, empezaba ensombrecerse en su recuerdo. Quiso definir alguno de sus rasgos, pero le fue imposible, como si aquella chiquilla tan menuda se hubiera convertido en una fotografía humedecida por la lluvia y su última existencia se fuera a diluir. Por lo que, con rabia, abrió los ojos, y una sensación de abandono se apoderó de todo su ser, dolido por la dejadez que había hecho del recuerdo de aquella joven.
Si, quizás era un iluso, un idiota romántico que creía en la perdurabilidad de los sentimientos, en la solidaridad humana. Se había educado con la humanidad de dichos principios y el hecho de que empezara a olvidar a sus pacientes, olvidar sus manos, sus ojos deseosos de vida, sus dolores y sus suspiros, era quizás la razón fundamental de su renuncia a seguir en Timor. No quería convertirse en una máquina, por mucho bien que le hiciera a su propia causa, a la lucha contra la desesperación, y además ya no había vuelta atrás: la decisión ya había sido tomada.

Jorge estaba en el pequeño aeropuerto de Dili esperando por un avión que, vía Darwin, lo llevara hasta Lisboa. Al mismo tiempo, esperaba poder ver a su relevo que llegaba en ese mismo vuelo.
- ¿Jorge?
Se volvió. Era la joven que esperaba... Aunque no era tan joven. La mujer que tenía delante era una atractiva cuarentona, demasiado abrigada para el clima tropical que le esperaba, y lucía una sonrisa espectacular entre sus prominentes y sonrojados pómulos. En su mano derecha llevaba una pequeña maleta y en la izquierda sujetaba un bolso, un par de libros, una pequeña cartera repleta de papeles, y un par de gafas de gruesa montura.
- Perdona. Estaba pensando sobre cierto asunto..... ¿Cómo me has reconocido?
- Eres el único occidental de toda la sala.
- Ah - asintió Jorge -. Yo - añadió -, esperaba...
- Una jovencita idealista recién salida de la universidad - le interrumpió la mujer.
- Jorge - dijo entonces Jorge, un poco desconcertado, pero soltando una pequeña carcajada y extendiendo la mano a modo de presentación.
- Dulce... Dulzura - dijo la mujer haciendo caso omiso de la mano de Jorge y estampando dos sonoros besos sobre sus mejillas.
- ¿Dulzura?
- Si... Veo que le sorprende un poco.
- Un poco si. Hace unos momentos estaba pensado en una Dulzura.
- Algo agradable, supongo - dijo la mujer con una cierta picaresca.
Jorge sonrió.
- Muy agradable - dijo - Aunque nada que ver con... Bueno, fue mi primera paciente en esta isla.
- Anda... Lo siento, Jorge... Ya debí suponer, al verte tan abstraído, que podías estar haciendo un balance de tu estancia en este país.
- Si, son seis años. Seis largos años.
- Mucho tiempo, desde luego.
- ¿Eres doctora?
- Si, soy doctora... Una doctora divorciada con un par de hijos que han crecido demasiado pronto.
- Vaya.... ¿No habrá venido hasta aquí para hacer una cura de soledad?
- No.... Pero... Pero, ¿porque lo dice?
Jorge cogió aliento y dijo:
- Porque este trabajo no es ninguna tontería. No es un segundo plato con el que curar posibles frustraciones.
La doctora Dulzura mudo su alegre rostro hasta remarcarlo con una gran seriedad y dijo:
- ¿Porqué me dice eso?
- Perdone.... Perdona. Pero lo que dejo aquí no es un puesto en la misión, no es una vacante o como diablos lo llamen. Lo que dejo en Timor, en el lugar mas maravilloso del planeta, es un cacho de mi propia alma y quiero que quien ocupe mi lugar se entregue con toda la fuerza de la suya, de su propia alma.
- Entonces... ¿El abandono? ¿Porque se va?
Por la mejilla de Jorge discurrió una resbaladiza lágrima, que era el asomo de los sentimientos que ahora lo atenazaban, y entre el dolor de su sentir, débilmente, musitó:
- Me voy porque estoy agotado.
Dulzura asió a Jorge por el hombro y, a un palmo de su cara, le dijo:
- ¿Y tu crees que con cuarenta y cinco años que tengo, con la vida resuelta en Portugal.... tu crees que vengo a Timor a curar mis frustraciones, o a hacer turismo?
Jorge levantó su mirada. La doctora tenía unos ojos muy vivos y a la vez profundos, chispeantes, llenos de vida y a la vez serenidad.
- No - respondió finalmente -. Y perdona..... Solo que a veces, con la entrega, nos llegamos a creer un poco... totalmente imprescindibles.
- Lo entiendo - y añadió: - Pero ahora hazme un favor.
- ¿Cual?
- Dame un abrazo y... vete de una vez. Vete ya si no quieres esperar quince días por el siguiente vuelo.
Jorge se dio cuenta de su despiste con la hora, imbuido como estaba con las responsabilidades de su trabajo, y tras abrazar efusivamente a Dulzura, echó a correr hacia el lugar de embarque, un único y solitario puesto de aduanas. Entregó los documentos, y, satisfecho, miró hacia atrás y saludó a su relevo con total serenidad.

Si, Jorge podía ir tranquilo.