jueves, septiembre 27, 2007

Habitación 1437


Siete insanos días me han tenido al borde de la muerte:
Tras sufrir un aparatoso accidente de automóvil a doscientos kilómetros por hora, el primero de los días me costó las dos piernas, un bazo, siete costillas rotas, y la visión de mi ojo derecho. El parte médico decía muchas cosas más, pero también había perdido algo de memoria al respecto… o quizás, seguro, me resistía a acordarme de nada.
El segundo día, en la sala de recuperación, fue peor, pues desperté ungido de dolor, entre vómitos sangrientos, y apretado por mil vendas sudorosas. Quería escapar de mí pero me era imposible. Estaba prendido de cuanta astilla rota había, de cuanta deforme inflamación había, de cuanto, cuantísimo, dolor.
El tercero me fui de compras…. Me compré un poco de aliento para seguir respirando, un poco de saliva para enjuagar y sentir la boca. Y comprobé que aun sabía llorar, y gritar como nunca pensé que lo haría.
El cuarto, el cuarto ni siquiera me desperté…. Mejor así. Mejor.
El quinto si, el quinto desperté y le dije a la enfermera que me matara. Se lo dije en serio y me soltó por su boca algo similar al cencerro de un burro en una galería de colores: una sonrisa estúpida y exagerada que daba cuenta de su falta de piedad. Yo, de poder hacerlo, si que la habría matado. Si. Doy fe de ello.
El sexto día fue el día de las visitas. Pero tenía la agenda llena y no pude atender a nadie. Que pena. Ni a papa, ni a mama, ni a Irene, ni a Raquel, ni a Benito, ni a Dios, ni a Jesucristo y todos sus ángeles.
Finalmente, hoy, el séptimo día, me he salido del borde de la muerte.
Si, a un lado estaba la muerte y a otro lado estaba yo: deseosos los dos por bailar, por estrellar nuestros labios en un apasionado gozo de amor en la noche definitiva, en la larga noche sin límite, sin alba.
Y si tengo que decir la verdad, ya no se muy bien quien estaba en el borde: Si ella, con su largo vestido blanco, sus ojos oscuros y profundos; o yo, dubitativo ante su ver, ante su postura altiva y cautivadora.
No se porqué no sucedió lo previsto. Quizás fue la música. Porque yo estaba decidido. Me habría dejado morir entre sus brazos sin dudarlo ni un segundo. Me habría dejado morir en la profunda oscuridad de su sexo. Pero me dilaté en la espera y la canción feneció en si misma, alejándose en el silencio....
Así, cuando una nueva canción sonó en la pista, ella ya bailaba con otro, ciñéndose los dos en el arrumaco mas apasionado que contempló hombre alguno... fiesta, fanfarria, y pasión... y una punzada de dolor y de celos que me hirió con fuerza bajo mis costillas rotas, doblándome como un alfeñique en las manos de un gigante.
Mi compañero de habitación, otro desgraciado como yo, murió en ese mismo instante, tensando sus magullados músculos por última vez, y yo me alejé....
Me alejé del borde de la muerte, allí presente, a dos baldosas de mí, en la otra cama, dibujado en la sonrisa tranquila de mi compañero de habitación.
Que suerte…
- Habitación 1437.
- Si.
- Mi compañero…. No se… Algo le pasa.
- Ahora mismo vamos.

domingo, septiembre 02, 2007

Patriota


Era el día indicado, el día que había estado esperando, y que aparecía marcado en rojo en todos los calendarios de la casa.
Me levanté de la cama y tiré de la persiana hasta inundar de luz la habitación. Mis ojos, doloridos por la repentina exposición a la claridad, se encogieron con fastidio. Miré hacia el pequeño despertador y supe que eran las nueve de la mañana. Buena hora. Hinché los pulmones con fuerza, recordando todo cuanto debía hacer ese día, y me fui por el pasillo adelante, hacia el baño, en donde una ducha de agua fría acabó de espabilarme.
Me hice el desayuno: un simple café oscuro y sin azúcar, y puse un poco de música para ambientarme: una melodía irlandesa, gaitera y alegre, con ciertas reminiscencias épicas: un eco sonoro de lo que yo mismo debía hacer.
En el ropero, entre la media docena de perchas del colgador, encontré mi uniforme: un pantalón vaquero al que le había arrancado la etiqueta de la marca y un polo azul claro manchado de sangre a la altura de mi pecho. La sangre de mí querida Enriqueta.
Mierda.
Una inoportuna lágrima se deslizó por mi mejilla hasta perderse entre los retorcidas líneas de los dibujos de una pequeña alfombrilla.
Mierda.
No, no debía ponerme triste, el recuerdo de Enriqueta no debía entorpecer mi determinado propósito, pues ese era el día indicado, el día para el que me había estado preparando con tanto ahínco. Aunque.... estaba allí. Si. Allí estaba Enriqueta, tirada sobre la acera, sobre mi propio regazo, dejando escapar su vida, que era la mía, en un último aliento de desesperación.
Mierda.....
Abrí la puerta del trastero y en el fondo del departamento de la derecha, detrás de la escoba y la fregona, encontré un abultado fardo. Tiré de él, hasta sacarlo del trastero, y lo coloqué suavemente sobre el terrazo del pasillo. Cogí mi navaja suiza y despanzurré el envoltorio del fardo hasta dejar sus tripas al aire: La culata del FR F1 y su mirilla telescópica brillaron por encima de todo lo demás, y el olor del aceite con que había limpiado dicho fusil inundó el ambiente de mi hogar.
Contemplé el fusil con gran orgullo... El arma. Y sonreí.
Un capitán de la mercante argelino, que antes, en los tiempos de la colonia, había militado en la legión extranjera del ejército francés, y al que le solía comprar el tabaco de contrabando en sus visitas al puerto de mi ciudad, me ofreció el FR F1 por dos mil euros y no lo dudé ni un instante. Y no lo dudé, porqué me hacía falta. Estaba en guerra desde hacía casi un año y no podía seguir escondiéndome mas, ocultándome del enemigo como si fuera un cobarde.
Y no. Yo no era un cobarde. Y aunque estaba rodeado por todas partes, por fin me había hecho con la munición adecuada para el fusil: un buen montón de balas de siete milímetros y medio, y una buena bandera. Si, mi bandera, que había tejido durante mi reclusión invernal con el vestido de noche de mi querida Enriqueta. El mismo vestido que llevaba puesto el día que nos conocimos.
Extendí la bandera en el pasillo y me erguí, contemplando desde mi altura las dos armas: el fusil de precisión del ejército francés y la bandera: un trapo gris plata ribeteado por un verde oscuro que, a modo de hiedra, envolvía el brillo de su interior.
Puse la mano sobre mi pecho, cerré mis ojos, y musitando su nombre, juré fidelidad a mi nueva patria, a mi nuevo país y a mi nueva ley.
-Así pues, yo, Marcos Navas Fernández, reniego de todo el pasado, de todo lo ocurrido, y hoy voy a dar respuesta a quienes sin motivo me han intentado destruir... acabar con mi existencia... y sin conseguirlo.
Cogí el fusil, mi bandera, apagué las gaitas de la música, y salí del refugio de mi casa.
Me subí en el ascensor y pulse el diez, la altura más alta de mi edificio. Mi corazón empezó a acelerarse.
Salí a la azotea, al aire libre, por entre un depósito de agua y el garito de los motores del ascensor. Una barandilla blanca, no muy segura, me sirvió de apoyo para contemplar las vistas de mi ciudad.....
No, ya no era mi ciudad. Todo cuanto veía era territorio enemigo: El este, el oeste..... el norte, el sur..... Todo....
¿Todo?
No. Todo no.
Con dolor, despegué la bandera de mi pecho y la icé con cuidado por entre los cables de la antena colectiva y hasta que el viento la hizo ondear en lo más alto de mi nueva patria.
Si querían guerra, la iban a tener. Desde luego que si.
Así el rifle hasta que este alcanzó la horizontalidad y lo acaricié como si tuviera vida propia. Coloqué el dedo en el gatillo, y me acerqué a la mirilla telescópica. El trafico era fluido, como siempre, y mis enemigos numerosos.
Sonreí. Era el día indicado.
Y apreté... por mi país, por mi bandera… por mi patria.

viernes, agosto 31, 2007

Defraudadores categóricos


Si compañero. Hemos defraudado al mundo. Entre los dos podíamos haber hecho grandes maravillas: convertir lo banal en extraordinario; y lo mezquino, miserable y ruin, en una gesta heroica sin precedente alguno.
Si compañero…. Unidas nuestras sinergias nada habría podido con ambos los dos. Seríamos los reyes del mundo.
Sin embargo, ya ves: ni hemos tenido hijos con los que prolongar la estirpe de la patria, ni hemos estudiado lo suficiente como para inventar una mísera vacuna. Nuestro afán por la política jamás pasó de la barra del bar y esas ideas tan prometedoras fenecieron entre las colillas del suelo. Si, incluso aquella novela que ambos escribimos y que tú ibas a llevar al cine acabó por perderse en el disco duro de un viejo ordenador en blanco y negro…. y el sol brillante y esplendoroso de aquellos tiempos se entumeció hasta dormirse en el mas ridículo y prometedor de los fracasos.
Tú te dedicaste a lo tuyo y yo…. Y yo me convertí en Rapatundas.

Bienvenido... otra vez.

martes, julio 03, 2007

Cuestión de equilibrio


Tocar el órgano en aquella iglesia era lo único que me invitaba a seguir respirando. Todos los fines de semana, recorría más de cien kilómetros hasta encontrarme en aquella aldea perdida en los montes de Lugo. Por contra, y para poder disponer de la llave de la vieja iglesia románica, el cura me había hecho la oferta de tocar en cuantas celebraciones o funerales se ofreciesen en el templo. Así, si quería accionar aquellos fuelles, recorrer con la vista los enormes tubos que se perdían en el cielo, debía ambientar con mi órgano las despedidas funerarias, las bodas, y las comuniones.... Y a veces lo hacía con tanto entusiasmo, con tanto ardor, que el cura tosía tres o cuatro veces con fuerza para que el órgano y yo volviésemos de nuestro viaje a "ningures" y así, tras la vuelta al silencio, él pudiera continuar con la homilía.
Sin embargo, lo que parecía un hobby, un simple pasatiempo para derrochar mi capacidad musical, acabó convirtiéndose en una obsesión, en un amor desatado por hacer circular el aire por el interior del dichoso instrumento, por lo que llegué a pasarme noches enteras tocando música barroca, o romántica; e incluso probando ciertas piezas que llegué a componer en alguna de esas largas vigilias.
Con el tiempo, mi mujer acabó mandándome al carajo, señalándome la puerta de atrás, por supuesto. Igual que mi jefe, que se hartó de darme permisos y de mis torpes disculpas para no trabajar, por lo que, después de ser despedido, acabé instalándome cerca de la iglesia, para lo que arrendé una vieja casa con un buen terreno de labradío en su derredor en el que, mas mal que bien, planté algunas coles, algunos grelos, y algunas otras legumbres. Así, de ser un urbanita con las manos tan finas como las de una baronesa, pasé a conocer las durezas de la tierra en forma de callos en la palma de mis manos, y de la calefacción o el aire acondicionado de una oficina me acordé en cuanto llegó el rigor del invierno, o el derroche agónico del verano. Todo por tocar un viejo órgano de viento, convertido en una pasión como nunca había tenido otra en mi vida, ni siquiera en mi época moza en mis andares con las mujeres.
Los vecinos de la aldea empezaron a mover la cabeza cada vez que se cruzaban conmigo. No comprendían mi afición y quizás dudaban de mi cordura. No obstante, era muy buena gente y en ningún momento me dijeron nada al respeto. Simplemente, sabían que el órgano estaba funcionando mas ahora que en los últimos tres siglos y que, en sus celebraciones eclesiales, iban a tener la música gratis.
Pero un día todo cambió.
La normalidad es normal porque no sucede nada extraordinario. Si el sol sale por allí, se oculta por allá.... Si la marea sube, la marea baja.... Y si todo el mundo se comporta como es debido, las cosas funcionan. Es una lógica inapelable, las buenas gentes lo saben, incluso las malas también. Por eso, cuando apareció el lobo después de tres lustros sin hacerlo y mató cuarenta ovejas, entre los más sabios del lugar se arqueó la ceja de la sospecha y sobre sus entrecejos nació una profunda arruga que no era nada “normal”.
Cuarenta ovejas de una tacada después de tres lustros: Todas tiradas por la hierba en dantesca imagen de una ferocidad desproporcionada.
Y, mientras los lugareños enterraban los animales, surgió una conversación que en apariencia no tenía mucho que ver con el lobo:
- Lucita abortó el pasado lunes.
- ¡No me digas! Igual que Begoña, a filla de Xan da Revolta - respondió sorprendido Armando.
- Vaya.... Hay pocos niños en la aldea, y las dos últimas en empreñar....no lo logran.
- Vaya... vaya casualidades.
Sin embargo nadie cree en las casualidades. Acuden a ellas para explicar lo inexplicable, pero en el fondo, donde nacen los razonamientos, saben que todo tiene una causa, una motivación, una razón de ser.
- Lleva sin llover seis meses - comentó Miguel tras un corto silencio.
- Si, ya no hay pasto. Menos mal que tengo una poca hierba en el silo, que sino iba a tener que enviar las vacas a comer a casa del alcalde.
- No se como voy hacer. Tengo el pozo en las últimas. Ayer bajé a limpiarlo y no me cubría ni el tobillo.
- Ya verás como todo cambia en Octubre y después llueve a mares.
- A ver...
Porque, razonan, que si ahora falta el agua, después vendrá toda junta, como si en el cielo se almacenara en una especie de pantano y al menor descuido se pudiesen abrir sus compuertas.
Sin embargo:
- Merda!!! - dijo Armando veinticuatro horas después al ver como las llamas devoraban gran parte de la masa forestal de la aldea.
- Todo el monte queimado... Arrasado desde el río hasta la carretera.
- Y con los pinos de cuatro años – añadió Miguel.
- Merda.... merda, merda, merda....
Lo que estaba pasando no era normal.
Por lo que, sin saberlo, sin ser consciente de nada, los despropósitos se acumularon en mi derredor poco a poco, piedrecita a piedrecita.
No obstante, continuaba enamorado de mi órgano y que murieran cien o mil ovejas y se quemaran un millón o dos millones de robles, pues, la verdad, no me inquietaba demasiado. Era feliz, o creía serlo, y los problemas, desde que el mundo era mundo, siempre habían existido.
Sin embargo, unos días después se produjo un suceso que agravó por completo la situación:
Durante el funeral por la muerte de un emigrado en Argentina, sin el cuerpo presente, el párroco comenzó a tener unos ligeros principios de vómito mientras contaba la historia del hijo pródigo. Las arcadas fueron a más y el párroco se murió cuando todos pensaban que hacía los típicos gestos para que yo dejara de tocar.
Por supuesto, no acabó la historia del hijo pródigo.
Una hora más tarde, mientras los camilleros recogían su cuerpo yo noté como algunas miradas se posaron sobre mí. La gente murmuraba por lo bajo ciertas cosas de las que yo no era partícipe y un ligero escalofrío recorrió mi espina dorsal.
La suerte, la mía, estaba echada.

El resto de la historia quizás sobra. Si, porque volvió a llover, naturalmente; y no ardió mas monte ese año, pues no había mucho que quemar, y el otoño enfrío los tojos y las silveiras. Además, Lucita empreñó y tuvo una preciosa niña al año siguiente... Del lobo, no se volvió a saber. y el nuevo cura, el nuevo cura hacía las misas sin coro ni órgano y era un buen tipo, organizador de excursiones por todas las tierras de España, Andorra incluida.
En cuanto a mi, ya lo saben, tuve que irme de la aldea. No porque me echaran o me dijeran algo al respeto. Simplemente, unos días después del aciago suceso del párroco, el órgano apareció completamente destrozado, de arriba abajo, con las trompeteras convertidas en gravilla y ya no tuve ningún motivo para seguir viviendo en aquella aldea perdida en los montes de Lugo.

jueves, junio 14, 2007

El canto de un mendigo

Distingidos señores y bellas damas elegantes y de suave tez, dignaos echarme una mirada, y en vano no sonarás, organillo.

Fausto.

jueves, abril 05, 2007

Un cambio de aires


Con un destornillador marca Still me quité los cuatro tornillos que sujetaban la tapa de mis sesos y dejé que las ideas se airearan durante un buen rato. Además, introduje unos cuantos acertijos con los que entretenerme más tarde y, también, una calculadora que me ayudara en los quehaceres de cada día.
No obstante, al intentar cerrar la cabeza, perdí uno de los tornillos y al agacharme para buscarlo bajo el sofá, perdí dos más que hicieron que me fuera imposible cerrar la sesera.
Así, con la frente desencajada de su lugar y con una patilla inclinada hacia la mejilla, salí a la calle y me encaminé hacia una ferretería en donde comprar los dichosos tornillos. Para mi desgracia, y como si no tuviera ya bastante, llovía a cantaros y por el agujerito de la rosca de los tornillos se empezó a colar un poco de agua. Al principio unas gotitas, que me refrescaban, pero al rato, con la acumulación, mis ojos empezaron a llorar sin ganas y comprendí que tras los mismos había tanta agua como en la pecera que adornaba mi salón.
La fría humedad penetró por entre las sinuosas curvas del cerebro y fue empapando todas y cada una de mis ideas… Mis recuerdos se cubrieron de lluvia, las travesías por las arenas del Sahara no resultaron tan secas y calurosas como creía, y Mary, aquella chica tan calentita y acogedora que olía tan bien, y a la que me follé en un Fiat Panda, resultó sudar igual o más que Michael Jordan en una final de la NBA.
Mis miembros se des-coordinaron, todo lo veía borroso, y la boca se me hacía agua, literalmente, cayendo de mis labios a borbotones, impidiendo que respirara con la soltura habitual.
De la susodicha humedad pasé a empantanarme por completo y la confusión reinó con anarquía sobre lo que antes era yo….
…. O tú, o él, o nosotros, pues los palabros se mezclaron, la configuración y el orden de mi persona ya no tuvo sentido alguno y todo lo que hasta ese momento había sido un conjunto de imágenes, deseos, anhelos, ideas, emociones, esperanzas, recuerdos…se licuo bajo la tapa de mis sesos y cuando llegué a la ferretería no supe muy bien a porque había ido, por lo que me vine para casa con una tijera de podar, un sobre de semillas de buganvillas, un saco de tierra abonada, y cuatro macetas en donde plantar tan bonitas plantas trepadoras.
No se lo que me pasa últimamente. No se si es el estrés o la vejez, pero cada vez que salgo de casa vengo cargado con tonterías, con cosas que no me hacen puta falta, como si fuera un comprador compulsivo, y quizás va siendo hora de que haga un viaje o algo parecido que me aclare las ideas.

Angel de colamina


Soy un ángel de colamina, el as de espadas en la mano del demonio: el látigo, el azote de los nudos que atan los sentimientos en el alma de los desesperados, y desde que me compré una moto enorme, gigantesca, de super-acojonante cilindrada, no paro quieto ni un solo minuto.
Alejandra, mi novia, ha comprado otra moto muy parecida a la mía. No obstante, yo tengo trucado el traga-carburador y no es capaz de ponerse a mi altura. Cuando salimos a la carretera, la miro por debajo de la viserilla del casco, le guiño mi precioso ojo brillante y gris plateado, hago el gesto de jódete morena con el pulgar vertido hacia abajo, y acelero por en medio los torpes turismos que inundan la nacional. Por el retrovisor, la veo venir haciendo eses, agachándose sobre el depósito de su máquina, y aunque no le veo la cara, imagino su rictus cabreado al tiempo que retuerce la manilla…Y vuelo, vuelo por la meseta a doscientos cincuenta, doscientos sesenta, doscientos setenta kilómetros por hora, cortando el aire como si fuera una línea incandescente sobre la superficie de un planeta, la vibración de la cuerda de una guitarra loca.
El astro Sol, a lo lejos, se oculta ante mi presencia, se esconde tras la montaña, y el ruido atronador del tubo de escape inunda la noche oscura de mi alma hasta reinar en solitario sobre todos los grillos del universo. Freno, decelero hasta detenerme, y aparco a la viera del asfalto, sobre la crujiente gravilla del arcén. Me quito el casco y saco un cigarro rubio del fondo del bolsillo de la cazadora. Lo enciendo, aspiro, y fumo. Las virutas de humo se elevan en el aire dibujando una clara grieta sobre la negra noche. No se donde estoy ni me importa. Tres, cuatro, o cinco horas de velocidad imposible, y quizás me halle en Francia, o en Inglaterra....
No obstante, ella me encontrará.... En la ciega ira de su tempestad, me verá, y dará conmigo. Alejandra es así, imperturbable, invencible, indomable... la cruz que se clava más y más en mis entrañas.
Tiro la colilla, y la veo, la veo venir.... Es ella convertida en lejana luciérnaga antes de deslumbrar la negritud.
Me quito la ropa rápidamente: el mono, los pantalones la camiseta, los mocasines de goma.... y desnudo, sobre la fría superficie del asfalto, me coloco sobre la discontinua línea del medio de la carretera y levanto los brazos como si fuera un náufrago perdido en el océano...
Aquí, aquí, grito con fuerza. Sin embargo, ella no se detiene, no reduce ni un gramo la presión de su mano sobre el acelerador y pasa rozándome con su bólido. Me doy la vuelta, y la veo desaparecer... en la noche. La lucecita roja de su piloto trasero acaba feneciendo tras una lejana colina. Maldigo su desvergüenza, su carácter rugoso y cruel, y me subo en mi moto enorme, gigantesca, de super acojonante cilindrada.... Me olvido de mi desnudez y hasta del casco: El ángel de colamina vuela sobre la carretera y persigue, iracundo, a su demonio. Primera, segunda.... quinta, sexta... Las revoluciones convierten el gorgoteo en un afilado rugido sin fin, y mis dientes se muerden entre si...
Allí está. Ya la veo. Alejandra ha reducido su velocidad. Quiere jugar conmigo, que me acerque un poco.... Ajá. Tenía razón. Ahora que me ha visto acelera. Adelanto un camión trailer, adelanto otro camión trailer, y la pierdo.... Miro por el retrovisor y la veo. Se ha escondido tras el remolque de uno de los Volvo, y, sibilinamente, se me ha pegado por detrás, a mi estela.
Cuando veo que está lo suficientemente cerca, freno de golpe, y ahora si, me embiste con su moto, lanzándonos a ambos por entre las estrellas y hasta acabar en el fondo de un barranco.
Y así, antes de morirnos, antes de convertir nuestras motos en simple chatarra, me pego a Alejandra en el aire, la abrazo por última vez, y sus ojos, en cuyo iris se refleja la Luna, me sonríen bajo la viserilla de plástico fino.....

viernes, febrero 23, 2007

Mi personaje favorito


Yo vivía tranquilamente en mi mundo. No tenía que dar explicaciones a nadie y era libre para hacer lo que me viniera en gana.... Era quizás el personaje de novela mas feliz de cuantos haya inventado el ser humano en sus viajes por la literatura.
Me levantaba cuando picaba el sol en lo alto, cuando las legañas ya se habían aburrido hasta de mi cara; carecía de calzado y de ganas de tenerlo, y mi posesión mas preciada era un simple sombrero de paja medio roído en su coronilla. Aun así, era la envidia del mundo de entero y cualquier niño del mundo habría cambiado todos sus ahorros de la infancia por vivir una tarde a mi lado en el Mississippi, de la mano de mi amigo Tom, o simplemente pescando conmigo mismo, con Huck.
No obstante, un día todo cambió. Las musas decidieron desprenderme de mis peculiaridades y por culpa de un arco-iris primaveral en cuya base se reflejaron mil chocolatinas fui a parar a otra época mucho mas disparatada. Me lancé como un loco a por aquellas relucientes chucherías y cuando quise llevármelas a la boca comprendí que la feliz imagen era una simple alucinación. Sin embargo, tras darme cuenta de mi error, de lo tonto que había sido, caí en la cuenta de que los frondosos árboles de la orilla del río habían desaparecido bajo los brillantes rayos del sol y que unos muelles grises, ataviados con una niebla espesa y oscura, ocupaban por completo el horizonte de mi propia visión. La alucinación en la base del arco-iris había sido un simple cebo para que atravesara una puerta hacia otro mundo y ahora, desamparado, me encontraba en un lugar que nunca había visto.
No comprendía nada. Mark Twain siempre había sido muy bondadoso conmigo... y más que bondadoso, desprendido. Me había creado para entretener a Tom Sawyer en sus curiosas aventuras y desde entonces, aparte de ponerme una caña de pescar en la mano, se había despreocupado de hacerme trabajar o de mandarme a la escuela como al resto de los demás niños. Y sin embargo ahora, cuando ya casi hacía un siglo que se había muerto el viejo, resulta que algún espabilado me estaba utilizando en un experimento literario con un absurdo arco-iris repleto de chocolatinas de mentira.
En aquel muelle de piedra, los barcos no eran a vapor como en el Mississippi, y alrededor del muelle, por encima del pavimento, circulaban ruidosos vehículos que mi nuevo padrino se había inventado para la nueva historia.
- Aparta neno...
Me aparté. Estaban descargando pescado de las bodegas de un barco pesquero y el hielo que se desprendía de las cajas hizo que por primera vez en mi vida echara de menos un buen calzado.
Aterido por el frío, salí de los muelles y me dirigí hacia donde pintaban las casas: unos edificios más altos que ningún árbol y cuadrados como las tapas de un libro. Por en medio de dichos edificios, se hallaban unas calles repletas de gente y de bullicio, de frenéticos movimientos plenamente orquestados: unos para un lado, otros para otro, una anciana muy despacio, un señor muy apurado, unos a voces para hacerse oír, otros saliendo de un bar... Y el caos ante mis desorbitados ojos, que eran incapaces de seguir todo cuanto allí ocurría, que jamás había visto tantas personas juntas, siendo imposible hacer memoria de cuanto ocurría.
- Aparta neno...
Y me apartaba.
Deambulé como un tonto por entre la multitud. Estaba ciego de tanto ver y ni siquiera me di cuenta de los mil inventos que jamás había visto, pues mis ojos se obcecaban sobre aquellos rostros tan decididos, tan marcados y resolutos, atrayendo mi total atención.
- Hola.
- Hola - le respondí a un niño tan gordo como un tonel.
- ¿Porqué no tienes zapatos?
Miré los suyos, manchados del barro por la puntera, y dije:
- Prefiero ensuciar los pies.
- ¿Y abrigo.... no tienes frío?
- Yo no.... Nunca tengo frío - mentí.
- ¿Y tu papa?
Abrí la boca para contar otra mentira, pero una mujer, que debía ser su madre, apareció voluntariosa de dentro de un comercio y, como si yo fuese un apestoso, agarró a su gordo hijo de la mano y se lo llevó de mi presencia antes de que le dijera que mi papa estaba matando indios con el séptimo de caballería.
Fue entonces, tras ver como se balanceaba aquel grasiento trasero al alejarse de mí, cuando sentí el reconocible sonido de mis tripas.
Tenía hambre, por lo que me dejé llevar por mi instinto y al cabo de unos minutos acabé metiendo mi mano por donde el brillo de unas coloradas manzanas.
- Al ladrón - gritó alguien al ver mi atrevida apetencia.
Escapé por en medio de la multitud, acabando en una oscura callejuela, y disfruté de las tres manzanas que había podido conseguir.
- Eh... – oí decir.
Miré hacia una ventana sin cristales con las bisagras medio desvencijadas por la herrumbre, situada al fondo del callejón. Una mano me hacía seña de que me acercara hasta allí.
- Eh... ¿Tienes un cigarro?
- No.
- ¿Me puedes dejar un par de euros?
- No tengo.
- ¿De donde eres?
- No soy de ningún lado.
- ¿Te han robado los zapatos?
- Si.
- Acércate aquí.
Me acerqué muy lentamente. Aquella voz tan estropeada no era muy de fiar.
- Yo soy de Logroño... ¿Y tú?
- De ningún lado - repetí.
- Ja. Que gracioso.
Al llegar junto a la ventana pude verle la cara. A pesar de la voz cascada, su rostro era joven, de facciones muy marcadas, moreno y de afilada quijada.
- Puedes venirte para dentro - me dijo abriendo una hoja de la ventana.
- Yo.... no quiero molestar - dije.
- No seas idiota muchacho.... Te has metido tanta mierda la pasada noche que no te das cuenta ni del frío ni de cómo vas.
Subí por la ventana y una vez dentro tarde un buen rato en hacerme a la oscuridad del interior.
- ¿No hay lámparas? - pregunté.
- El otro día enganché la luz.... pero vinieron los cerdos y me la cortaron...
En la habitación solo había dos colchones y unas cuantas mantas.
- ¿Cómo te llamas?
- Huck.
- Anda.... ¿Eres irlandés?
- Si - dije por decir.
- Yo me llamo Antonio y ya ves, voy tirando de aquí para allá, dando tumbos, pidiendo por las estaciones, y durmiendo donde me pilla la noche. Aquí llevo una semana y en cuanto mejore el tiempo me piro para el sur.... Hasta los cojones del agua y del frío.
- Yo quiero ir hasta el río Mississippi - dije.
- ¿Y a qué? Allí en cuanto te vean te van a meter cuatro tiros... No ves que no quieren vagabundos.
- ¿Vagabundos?
- Si.... Yo vi una película en donde la policía se cepillaba a los vagabundos como si fueran simples sanguijuelas.... Son muy brutos los americanos. Lo arreglan todo a base de ostias.
- ¿Y esto? ¿Aquí?
- ¿En Coruña? También... No te creas. Solo que no hay tantas pistolas y por tanto se ahorra mucho en balas.
- ¿Curuña?
- Oye... Tu estás zumbao, zumbao... A mi me gusta el vino una barbaridad, pero aun tengo sentido de la orientación... ¿Qué mierda te tomas tú?
Muchas de las palabras se me estaban escapando... Curuña, zumbao.... No obstante, estaba satisfecho de la conversación con aquel simpático caballero que además me había acogido en su casa.
- ¿Me dejas coger una manta? - pregunté.
- Claro.
Me envolví hasta parecer una mortaja y poco a poco, al entrar en calor, me fui abandonando al cansancio y al sueño. Por un momento creí que estaba otra vez a orillas del río, esperando por Tom, o tirando de un pez tan grande como la burra de la tía Polly, cuando el humo de la hoguera hizo que me despertara.
- Vaya.... Ya despierta la bella durmiente. ¿No te apetece un chorizo a la brasa?
- ¿No hay cocina en esta casa? - le pregunté al ver el fuego en medio de la habitación.
- Oye, no vaciles.... y tómate este chorizo. Ahí tienes el pan. Está un poco enmohecido, pero puede comerse.
Hinqué el diente en lo que aquel hombre me ofrecía y me acerqué un poco al calor de la hoguera.
- ¿Qué.... está bueno? Y toma neno, un trago de vino.... Como si fuera papaito... eh... Ya me podías dejar que te diera un poco por el culo.
- ¿Qué... culo?
- Tranquilo rapaz.... que era broma.
Probé aquello que Antonio llamaba vino y a punto estuve de devolver cuanto había comido. Nunca había probado una cosa tan amarga.
- ¿Qué pasa? ¿Está chungo el clarete?
- Quiero regresar - dije tras recuperar el aliento.
- ¿A dónde, neno? ¿A Irlanda?
- Quiero volver a mi casa.
- Eres menor de edad... Con ir hasta una comisaría ya está. Te devuelven a tu casa con todos los gastos pagos.
- No es tan fácil. Debo encontrar un arco-iris.
- Claro, por supuesto - se río Antonio.
- Yo no debía estar aquí. Debía estar en la orilla del Mississippi, tumbado, durmiendo la siesta, construyendo cabañas por el bosque, o balsas de troncos para navegar río abajo... Debía estar disfrutando de la vida.
- Y yo muchacho. Yo tampoco debía estar aquí.
- Entonces....
- Yo debía estar en una isla del caribe, bajo unos cocoteros, y discutiendo con Viernes por culpa de un tonel de ron.
- Entonces... ¿Tú también fuiste atraído por las chocolatinas?
- Por supuesto, Huck. A mi también me engañaron las chocolatinas.... Siempre engañan las putas chocolatinas.
- Pues tenemos que hacer algo. Buscar un arco-iris para regresar. Yo al Mississippi, y tú a tu isla.
Me miro con algo de pena.
La hoguera, reflejada en sus ojos, se apagaba poco a poco.
- Pues bébete el vino.
- ¿Cómo?
- El vino es la solución. En cuanto lleves bebido ese cartón de vino empezará a salir el arco-iris.
- ¿De verdad?
Antonio bajó la cabeza.
- ¡Qué mierda, chabal! - gritó - ¿¡Me estás vacilando?!
- No - dije.
- Entonces... ¡Largo de aquí!
- Pero....
- Ni pero ni ostias... ¡Fuera de aquí!
- Pero es que.... soy Huckleberry Finn, el amigo de Tom Sawyer, el famoso personaje de Mark Twain...
- Vale. Y yo soy Antonio López Sabucedo. No soy amigo ni personaje de nadie y esa ventana que ves ahí, esa misma, es la puerta por donde te vas a ir.
Miré el lugar que me señalaba, y con cierta pena, abandoné el calor de aquella pequeña lumbre.
No se cual habría sido mi pecado en el olimpo de los personajes ficticios, pero una endiablada pluma que no era de mi tiempo parecía dispuesta a hacerme sufrir todo cuanto antes había disfrutado a orillas del Mississippi.
- ¿Porqué, porqué?
Y hacía frío…. Mucho frío.
Miré mis pies descalzos y añoré la presencia de mi creador. Si Mark Twain guiase ahora mi destino, si viviese, ya me habría puesto unos buenos zapatos.

sábado, enero 20, 2007

El relevo


Después de seis años en la misión, de trabajar a diario en el cuidado de los enfermos terminales de sida, Jorge comprendió que se le había agotado el ánimo, que finalmente se había extenuado con su trabajo en la isla, y que por eso estaba allí, a punto de regresar a su casa, junto a los suyos.
La ilusión con la que había llegado a Dili parecía truncarse al mismo tiempo que la joven democracia timoresa, pues ahora los enfrentamientos entre los pro-indonesios y los católicos eran continuos y las peleas parecían ser la antesala de una temida guerra civil. Quizás, pensó Jorge, no era el momento adecuado para abandonar su puesto en la misión, ya que aparte de los problemas derivados de la violencia, los casos de sida eran dos veces superiores a los de hacía un lustro y el personal que atendía a aquellos pobres desgraciados seguía siendo el mismo: el padre Isaac, la hermana Marianinha, Andrea, y él mismo, un voluntario civil con un título de enfermero que hacía de médico tratando de mitigar el agotamiento final de unas vidas castigadas por el maldito VIH.
Jorge cerró los ojos un momento y contempló el desfile de rostros que había despedido en su viaje hacia la muerte....sintiendo que era un desfile demasiado pesado. Algunas caras, como la de la joven Dulzura, la primera paciente que había atendido en la isla, empezaba ensombrecerse en su recuerdo. Quiso definir alguno de sus rasgos, pero le fue imposible, como si aquella chiquilla tan menuda se hubiera convertido en una fotografía humedecida por la lluvia y su última existencia se fuera a diluir. Por lo que, con rabia, abrió los ojos, y una sensación de abandono se apoderó de todo su ser, dolido por la dejadez que había hecho del recuerdo de aquella joven.
Si, quizás era un iluso, un idiota romántico que creía en la perdurabilidad de los sentimientos, en la solidaridad humana. Se había educado con la humanidad de dichos principios y el hecho de que empezara a olvidar a sus pacientes, olvidar sus manos, sus ojos deseosos de vida, sus dolores y sus suspiros, era quizás la razón fundamental de su renuncia a seguir en Timor. No quería convertirse en una máquina, por mucho bien que le hiciera a su propia causa, a la lucha contra la desesperación, y además ya no había vuelta atrás: la decisión ya había sido tomada.

Jorge estaba en el pequeño aeropuerto de Dili esperando por un avión que, vía Darwin, lo llevara hasta Lisboa. Al mismo tiempo, esperaba poder ver a su relevo que llegaba en ese mismo vuelo.
- ¿Jorge?
Se volvió. Era la joven que esperaba... Aunque no era tan joven. La mujer que tenía delante era una atractiva cuarentona, demasiado abrigada para el clima tropical que le esperaba, y lucía una sonrisa espectacular entre sus prominentes y sonrojados pómulos. En su mano derecha llevaba una pequeña maleta y en la izquierda sujetaba un bolso, un par de libros, una pequeña cartera repleta de papeles, y un par de gafas de gruesa montura.
- Perdona. Estaba pensando sobre cierto asunto..... ¿Cómo me has reconocido?
- Eres el único occidental de toda la sala.
- Ah - asintió Jorge -. Yo - añadió -, esperaba...
- Una jovencita idealista recién salida de la universidad - le interrumpió la mujer.
- Jorge - dijo entonces Jorge, un poco desconcertado, pero soltando una pequeña carcajada y extendiendo la mano a modo de presentación.
- Dulce... Dulzura - dijo la mujer haciendo caso omiso de la mano de Jorge y estampando dos sonoros besos sobre sus mejillas.
- ¿Dulzura?
- Si... Veo que le sorprende un poco.
- Un poco si. Hace unos momentos estaba pensado en una Dulzura.
- Algo agradable, supongo - dijo la mujer con una cierta picaresca.
Jorge sonrió.
- Muy agradable - dijo - Aunque nada que ver con... Bueno, fue mi primera paciente en esta isla.
- Anda... Lo siento, Jorge... Ya debí suponer, al verte tan abstraído, que podías estar haciendo un balance de tu estancia en este país.
- Si, son seis años. Seis largos años.
- Mucho tiempo, desde luego.
- ¿Eres doctora?
- Si, soy doctora... Una doctora divorciada con un par de hijos que han crecido demasiado pronto.
- Vaya.... ¿No habrá venido hasta aquí para hacer una cura de soledad?
- No.... Pero... Pero, ¿porque lo dice?
Jorge cogió aliento y dijo:
- Porque este trabajo no es ninguna tontería. No es un segundo plato con el que curar posibles frustraciones.
La doctora Dulzura mudo su alegre rostro hasta remarcarlo con una gran seriedad y dijo:
- ¿Porqué me dice eso?
- Perdone.... Perdona. Pero lo que dejo aquí no es un puesto en la misión, no es una vacante o como diablos lo llamen. Lo que dejo en Timor, en el lugar mas maravilloso del planeta, es un cacho de mi propia alma y quiero que quien ocupe mi lugar se entregue con toda la fuerza de la suya, de su propia alma.
- Entonces... ¿El abandono? ¿Porque se va?
Por la mejilla de Jorge discurrió una resbaladiza lágrima, que era el asomo de los sentimientos que ahora lo atenazaban, y entre el dolor de su sentir, débilmente, musitó:
- Me voy porque estoy agotado.
Dulzura asió a Jorge por el hombro y, a un palmo de su cara, le dijo:
- ¿Y tu crees que con cuarenta y cinco años que tengo, con la vida resuelta en Portugal.... tu crees que vengo a Timor a curar mis frustraciones, o a hacer turismo?
Jorge levantó su mirada. La doctora tenía unos ojos muy vivos y a la vez profundos, chispeantes, llenos de vida y a la vez serenidad.
- No - respondió finalmente -. Y perdona..... Solo que a veces, con la entrega, nos llegamos a creer un poco... totalmente imprescindibles.
- Lo entiendo - y añadió: - Pero ahora hazme un favor.
- ¿Cual?
- Dame un abrazo y... vete de una vez. Vete ya si no quieres esperar quince días por el siguiente vuelo.
Jorge se dio cuenta de su despiste con la hora, imbuido como estaba con las responsabilidades de su trabajo, y tras abrazar efusivamente a Dulzura, echó a correr hacia el lugar de embarque, un único y solitario puesto de aduanas. Entregó los documentos, y, satisfecho, miró hacia atrás y saludó a su relevo con total serenidad.

Si, Jorge podía ir tranquilo.