viernes, agosto 25, 2006

La línea de la vida


Miré la palma de mi mano y traté de adivinar cual era la línea de la vida: si las dos paralelas que atravesaban de lado a lado la palma o las dos diagonales que nacían cerca de la muñeca y que, como el delta de un río, se desparramaban en la playa de mis callosidades. Aunque, quizás careciera de dicha línea y, ausente de tal, lo estaría de sus obligaciones, por lo que Dios, seguramente, se había olvidado de llamarme a su presencia...
Miré otra vez los surcos de la palma, con más atención, forzando mis dos cansados ojos, y me sonreí ante la idea de que mi línea, de existir, seguramente era ya muy cortita, apenas visible, con el piloto de la reserva mustio y agotado, sin apenas luz.
- ¿Cual es la línea de la vida?
- ¿Qué dice abuelo?
Mi nieta acercó su oreja junto a mis agrietados labios y espero que mi aliento cansino repitiera la pregunta.
- No lo sé abuelo - me respondió con una sonrisa -. ¿Lo dices por lo de tu cumpleaños?
No dije nada. Esa nieta mía, la del pendiente en la punta de la lengua, siempre me responde con otra pregunta, y si no fuera porque tiene unas manos de oro para afeitarme cada domingo ya la habría mandado al carajo.
- ¿Está contento? - me preguntó Manuel, mi hijo más pequeño, el más simpático también de la media docena de críos que trajo a este mundo mi querida Ofelia.
Asentí.
- ¿Y qué le parece? Aquí estamos todos.
- Todos no - lo corregí.
- Bueno... Todos los vivos. Somos veintinueve: entre hijos, nietos, bisnietos, y los dos tataranietos.
- ¿Y ese? - dije señalando a un joven de gafas cuyas entradas en el cabello le llegaban hasta la coronilla.
- Es un periodista, que viene a quitarle una foto.
- ¿Y ese otro? ¿Ese señor tan feo?
- Es el señor alcalde, abuelo - me dijo por detrás una nieta cuyo nombre siempre se me olvida.... Caterina, o Catalina, o Severina... Algo de "ina".
- ¿No será de las derechas?
No me respondió nadie.
- Si es de las derechas, que salga de esta casa - dije con el dedo en alto.
- Pero abuelo...
- Ni abuelo ni ostias. Si es de las derechas que salga de esta casa inmediatamente.
Solo el periodista se atrevió a sonreír. La situación era un poco delicada para todos los presentes y yo no estaba por ceder ni un dedo de mis palabras.
¡A ver si por ser yo viejo no iba a mandar nada!


Entonces, como trasladado por el tiempo, miré para mis cinco hijos: Amparo, Manuel, Rosa, Evaristo, y Miguel.... y me acordé de él, del que faltaba: de José, de mi querido José. El alma de la familia. Mi primogénito, el ser que me descubrió que hay algo mas que uno mismo en la vida. Mi lucero, mi querido José.
Espabilado, inquieto, héroe de todas mis promesas venideras, y que se deslizaba sin remisión por el camino de la gloria.
Sus titubeantes primeros pasos, su cuatro palabras mal puestas durante su primer aniversario, cuando abatía sus palmas tórpemente. Miro hacia mis adentros y aun veo su mochila de cuero, aquella que le regalé un diecinueve de marzo, aunque ya no se cual; su lápiz afilado y la gastada pizarra que le había prestado el cura Manuel, el mismo que había bendecido su primera comunión, cuando José iba vestido como un Gentleman, con su corbata y su traje oscuro, rodeado de hadas y marineritos....
.... Y lloro.... mierda. Se me saltan las lágrimas y no puedo evitarlo
.... se me saltan por mi querido José. Un niño como no hubo otro igual y que se las prometía en un futuro inmejorable, pues era un gran estudiante, un gran muchacho, lleno de nobleza, y nada podía adivinarse sobre un camino distinto.
No obstante, José tuvo muy mala suerte, muy mala. El haber nacido a principios de los años veinte, cuando la consolidación de los grandes inventos de la época, no le garantizó la promisión de su futuro. Yo era un vulgar cabo primero cuyo sueldo apenas alcanzaba para las tres semanas que tenía el mes, pues los siete, ocho, nueve, o diez, últimos días no eran de ninguna semana, no eran ya de nadie, y solo Ofelia, mi mujer, se las entendía con dichos días. Aun así, con los apuros y demás menesteres de la escasez, nos las entendíamos y éramos felices a nuestra manera, con la media docena de mocosos saltando de aquí para allá.
Pero en el 36 cambió todo. Los grandes cerebros de este país decidieron dirimir sus proyectos en el campo de batalla y a mi me toco defender la legalidad: ese estatus que no me daba para vivir, pero que me sostenía durante tres semanas cada mes. Así, tuve que partir para la guerra y abandoné a mi familia, a mi querida Ofelia y a nuestra media docena. Aunque preveía que aquello no podía durar mucho y tras algún que otro escarmiento a los revoltosos, cuatro o cinco tiros al aire, estaba seguro de que volvería muy pronto a la rutina.
Recuerdo aquel día como si lo estuviera viviendo ahora, cuando cogí a José por los hombros y, medio en broma, medio en serio, con mi voz mas profunda, le dije que era el hombre de la casa, el encargado de que todo saliera para adelante.
Dios.... que dolor....
Aquellos ojos claros, serios, tan llenos de responsabilidad. Su rostro dubitativo ante mis palabras... Serio, muy serio... mucho mas que yo.
Y no.. no, no, no... No lo volví a ver nunca mas, nunca... Nunca volví a ver a mi hijo... Nunca.
Dios.... No lo volví a ver..
En el frente guerra, y mas bien debido a las numerosas bajas de mis superiores, fui ascendiendo hasta el grado de teniente, algo impensable en tiempos de paz; y dichos galones fueron una de las causas de mi amargura. Cuando fui capturado durante la batalla del Ebro, los fascistas, exaltados por la victoria, me juzgaron en el mismo campo en donde descansaban mis compañeros, cientos de cadáveres, y me condenaron a muerte con un título que rezaba mi traición a Dios y a la patria... Pero tuve suerte: Un cura se apiadó de mi por entonces y jurando y perjurando sobre una mentira afirmó que éramos parientes y logró que me llevaran hasta Zaragoza en donde un tribunal militar me condenó para el resto de mis días.
Y mientras... mierda... vuelvo a llorar... mientras, mi querido José se olvidó de sus estudios, de su pizarra y su lapicero, y como el hombrecillo que era cumplió mi mandamiento y se puso a trabajar, cargando pescado en el puerto, repartiendo carbón por las casas... aguantando los insultos de quien tenía la camisa limpia por el nuevo régimen.
José, hijo mío, perdóname por aquello que nunca te pude dar. Perdóname.
José, mi primogénito, el dueño de la sonrisa que me convirtió en un hombre, dio de comer a todos sus hermanos durante mi ausencia, sin faltar ni un solo día a su promesa, sin apenas reposo a lo largo de los diez años siguientes, y hasta que un día de crudo invierno desfalleció en su último esfuerzo y acabó muriéndose mientras arrastraba unos sacos de carbón por la calle Real. Nadie acudió a socorrerlo. Nadie se digno en ayudarlo y la tos que llevaba encima acabó por vencerlo. Murió como un perro, tirado en una esquina, reventado por la enfermedad de los pobres y los pordioseros, por una tuberculosis de la que nunca se quejó...
Mi querido José....
Mierda....


- Pero abuelo... que ahora no es como antes - dijo la nieta del pendiente en la lengua.
- ¡Mierda! ¡Qué se vaya!
- Bueno, señor - me dijo el alcalde -. No se porque razones me debo ir de su casa, aunque se que debo hacerlo. Sin embargo, deje que lo felicite por su siglo de vida. Pocos habitantes de este pueblo lo han logrado y ahora, ahora mismo, es usted el único.
Lo miré dubitativamente, temblándomela mano un poco mas que de costumbre. El hombre parecía un buen rapaz y para nada me recordaba a los fachas con los que me había cruzado durante mi vida en el presidio: durante aquellos malditos doce años, y durante mi vida posterior en libertad hasta que murió el marrano. Sin embargo, representaba muchas cosas para mi y no podía darle mi bendición en esta casa.... No, no debía....
No obstante, el alcalde, dada su importante posición, debía aclararme algo:
- Espere un momento - dije.
El alcalde se detuvo junto a la puerta de mi casa y esperó a que yo hablara.
- Por casualidad ¿No sabrá usted sabe cual es la línea de la vida?

lunes, agosto 21, 2006

La ceguera


Oscuridad…
Mi cerebro se hunde, asfixiado por la gravedad de los pensamientos. Abotargado, cautivo de mí, caigo en un remolino triste y gris donde las turbias aguas me envuelven con el celofán de la desesperanza. Poco a poco, casi sin darme cuenta, he ido perdiendo la vista: La canción del horizonte se ha desvanecido melodiosamente hasta silenciarse, y hoy ya no he visto la luz. Así, sin mas, el mundo se ha apagado por completo y todo cuanto lo componía, las personas y lo demás, se han escabullido lejos de mi… muy lejos.
El color y la claridad, el sol…. Tú y la sonrisa, y tú mirada… Las fotografías, el movimiento, los animales… El paisaje.
Todo está ahora apretado en mi mente, en los efímeros y manipulables recuerdos, en mi desbordada imaginación, y tiemblo solo de pensar en que ahora no tengo otra perspectiva que yo mismo. Los detalles que no sea capaz de dibujar sobre mi memoria desaparecerán para siempre, donde el brillo ya no será igual, y lo que es aun peor, infinitamente peor, las nuevas arrugas de tu rostro, esas que irá dibujando el paso del tiempo, tendré simplemente que inventármelas.
Un mundo oscuro, repleto de mil nuevos sonidos, me acoge entre dudas, quizás por simple obligación. Soy un hombre nuevo, que ha cruzado la frontera del arco iris sin luz ni color, y a partir de ahora, de este mismo momento, me entrego entre el miedo a lo único que me queda: mi propia lucidez….
Lucidez…

sábado, agosto 12, 2006

Del cúmulo de los malentendidos.... él más fresquito


No se puede... No se puede salir así, a lo loco.
¿Qué si estaban buenos los langostinos, los percebes, o el soufflé sorpresa?
Pues no lo sé. Ni me acuerdo. El caso es que enganché una talanquera de tal tamaño que cuando quise coger el coche lo confundí con una hormigonera y faltó solo un dedal para que me introdujera por la boca de la misma. Menos mal que me detuvieron mis compañeros, que estaban bastante mejor que yo, y Manolo, el bueno de Manolo, se ofreció para llevarme hasta casa en su coche. No obstante, cayó en la cuenta de que debía estar en la residencia de ancianos en tan solo media hora, pues debía quedarse con su suegro, que estaba un poco pachucho, y tuvo que volverse atrás en su ofrecimiento para transportarme. Los demás compañeros, que de tales tienen bien poco, se hicieron los despistados, desfilando el que mas o el que menos hacia los confines del universo conocido y por conocer, y solo quedó Mayte y su Seat Ibiza para no dejarme allí, en la calle Velazquez, abandonado y a mi atolondrada suerte.
Mi compañera no lo hizo de buena gana: lo de llevarme hasta casa, y en el trayecto no sobró ni una palabra, pues hubo una huelga litúrgica como no recuerdo otra. Cada curva fue un martirio y las luces de los coches con que nos cruzábamos el remate de dicho martirio... aunque, poco sabía yo en esos momentos que incluso eso, el pequeño infierno al que me había invitado el explosivo cocktail de licores, podía empeorar, y que el solo hecho de acercarme hasta la puerta de mi casa fuera el desencadenante de los mil problemas que generan los celos... o el orgullo... o la dignidad femenina.....o...
El asunto es que yo vivo en el campo, en una casa unifamiliar y con un pequeña finca por enfrente, con su césped, sus cuatro matojos de flores, cuatro o cinco chorradas que uno siempre se olvida de recoger: pelotas de tenis, la manguera para lavar el coche, una tumbona... y Mayte me acercó hasta el portal de hierro forjado de la entrada. Mi buena compañera aparcó el coche y, ante mi inoperancia para despegarme del asiento, se las tuvo que ver con la madre de todos los santos, con la mía propia también, para sacarme de su Ibiza; tirando de mi por las axilas, rodeándome con sus brazos por la espalda, pellizcándome mientras para que no me quedara dormido, y soltando mil improperios que evidenciaban claramente que nunca mas me volvería a llevar en su coche. En fin, media hora larga de desesperación hasta que mis pies, no se sabe aun porque milagro, decidieron salirse de la alfombrilla del vehículo.
- ¡Borracho!
- Guapa.
Y mientras, a unos metros de allí, de la hilarante escena que estaba viviendo, se estaba gestando el inicio de un huracán.
- ¡Borracho de mierda!
- Bonita.... Hermosona.... Maciza.... Buenorra... Cacho-femia...
Tras las cortinas del salón de mi casa, mi mujer, que se había despertado con el alboroto... o que quizás yacía ya despierta desde antes de llegar nosotros hasta allí, al parecer había contemplado como me abrazaba a Mayte, como la besaba repetidamente, e incluso, en alguna que otra ridícula postura, como le hacía el amor a las puertas mismas de nuestro hogar.
De nada valió que subiera las escaleras a cuatro patas dando muestras de mi inoperancia mas absoluta, lamiendo la esquina de cada peldaño. De nada. Ni que vomitará media docena de rosados percebes sobre la W del welcome del ruedo. De nada. El caso es que no pude abrir la puerta de la entrada, y nadie me la abrió tampoco. Acabé durmiendo sobre un macetero y, a la mañana siguiente, cuando el sol cruzaba ya la mitad del cielo, me encontré con una nota escrita a mano en la cual se daba por finiquitado mi contrato matrimonial:
"Se acabó".
Así de claro... sin mas explicaciones, y sin el concurso de mi persona para ratificar esas rotundas palabras.
Miré el papelito otra vez, como si no me lo acabara de creer, y estuve así diez o quince minutos, contemplando la enorme "S" inicial, y sobre todo el brusco acento del final, que casi convertía la "o" en la rampa de lanzamiento de un misil.
Carmiña no se andaba con rodeos ni con chiquitas de tres al cuarto para explicar esto o aquello. No. Era contundente y clara:
"Se acabó".
Arrugué el papel hasta convertirlo en una pelotilla y lo deposité en un macetero, junto a un pequeño ficus que yo mismo había trasplantado el día anterior. Expulsé el poco aire que tenía en los pulmones y el pecho se me hundió hasta juntarse con los omóplatos, dejando que mis hombros, desamparados, cayeran hasta convertirse en dos burdos flecos de mis costillas.
A continuación, y lógicamente, baje por las relucientes escaleras, apoyando mi cansada alma sobre el pasamanos, miré el verde césped del jardín, y tras esbozar sobre los labios el dibujo de una sonrisa medio etílica, medio resacosa, conecté los aspersores del riego y me tiré sobre la hierba, dejando que el agua empapara mis ropas y, de paso, refrescara los sudorosos poros de mi piel.
- Uf... que gusto!

viernes, julio 21, 2006

La parábola del amador


En realidad no era gracioso, ni divertido, ni ocurrente. Simplemente estabas tu para reírte de todas cuantas tonterías se me venían a la cabeza. Me hiciste creer que era alguien y siempre estabas a mi lado para halagar la voracidad de mi ego. Llegué a considerarme un ser especial, un tipo tocado con la gracia de la vida, situado un peldaño por encima del vulgar mundo que me rodeaba, por lo que, curiosamente, decidí que sobrabas en el ideal mundo de mi pareja, que a esas alturas ya estabas demás y que una hermosa y capacitada mujer debía ocupar tu lugar junto a mi. Así, si mas, decidí romper, librarme de tu presencia para siempre, y no fue hasta unos meses mas tarde cuando me di cuenta de que yo no era gracioso, ni divertido, ni ocurrente. Ya nadie se carcajeaba conmigo, a nadie le brillaban los ojos cuando sugería mi lúcida idea del momento, y caí de bruces en la vulgaridad que tanto detestaba....
No obstante, era yo.
Con el paso del tiempo, y tras un profundo periodo de reflexión, me di cuenta de que era un inútil social; sin amigos, sin celebraciones, sin aquellas citas tumultuosas que ella siempre se ocupaba de amañar, por lo que decidí recuperar lo que tan estúpidamente había abandonado. Así, navegando sobre un mar de dudas, me vestí para la ocasión, inspiré cien mil bocanadas de aplomo, y me dirigí hacia el pueblo de mi ex-mujer: el lugar en donde se había retirado mi querida Felisa tras nuestra separación.
Había cumplido dos años y dos días sin ella: una cantidad de tiempo considerable, repleta de sorpresas tras cercenar mil lazos con el pasado; un periodo inhabitual para cualquiera que haya vivido en pareja, aunque, en lo físico, en lo mental, pensé que dos años no deberían suponer ningún problema ni ningún desfase entre su vida y la mía, y solo la posibilidad de que hubiera rehecho su vida sentimental con otro hombre alteraba un poco (un poco-bastante) mi decisión de volver a ver a Felisa...
Tras recorrer cientos de kilómetros comprobé que no estaba. Mi querida, mi deseada Felisa, no había durado mucho tiempo entre los suyos, apenas dos semanas, y se había vuelto para la capital.
"... para la capital", me había explicado su hermana, la pequeña Irene, con un desparpajo verbal en el que reconocí algún que otro gesto de Felisa.
La pequeña Irene había mudado su apelativo de pequeña en una plena exuberancia femenina y mi instinto mas rastrero hizo que aceptase la amable invitación para tomar un café cuando debería haberme ido.
Recorrí el estrecho pasillo de aquella casa detrás de Irene y tal y como había hecho en vida de mis suegros para pedir la mano de Felisa y casi pude sentir los ecos del pasado.
- ¿Qué tal te va?
- Bien - respondí.
- ¿Y la visita? ¿A qué debo esta inesperada visita?
- Nada. Asunto de papeles - mentí.
- Sienta - me dijo señalando una enorme y acolchada rinconera -. En un minuto tomamos un café y hablamos un poco.
Se dio la vuelta, para dirigirse hacia la cocina, y no pude contener mi curiosa lascivia al contemplar y saborear el cimbrear de aquellas caderas. La brevedad de la falda no hacía mas que delimitar el perfecto recorrido de sus curvas, por lo que el morbo mas irreverente de mi aburrida vida sexual empezó a tomar forma entre mis piernas.
A partir de ahí ya no se muy bien lo que pasó. No se si fue el recuerdo de Felisa, cuyo parecido se departía en mil similitudes con su hermana, o el ansia por hacerme con algo prohibitivo, con un bocado que hacía poco mas de cuatro veranos hacía de sus trapos vestidos para muñecas, que cuando regresó de la cocina y se sentó enfrente de mí cruzando aquellos hermosos y carnales muslos, se me soltó la lengua como si fuera un caballo desbocado y mis intenciones sexuales, tan evidentes, acabaron por mostrarse abiertamente a los ojos de Irene.
- Pero...
- Si - le dije con la mirada rasgada por la tontería del momento.
Ella sonrió divertida y accedió a lo que mi incontenible ansia mas deseaba en este mundo. Acabamos haciendo el amor por toda la casa, durante todo el día, el siguiente, y hasta decidir que me había enamorado de nuevo, con mas fuerza que nunca, y de la mujer mas maravillosa sobre la faz del planeta.
Me sentía tan bien, tan pleno, tan lleno de lo que uno puede desear que, cuando le propuse que fuéramos pareja y ella, tras un eterno segundo, me respondió con un beso , se me saltaron las lágrimas con la emoción y estuve llorando e hipando como un niño sobre su cálido regazo hasta oscurecerse el día.
Volví a compartir, a ser parte de algo, a ver con otros ojos mi propia vida. Después del naufragio regresé a la vida de la mano de una bella y joven mujer y a punto estuve de esculpir una eterna sonrisa sobre mi rostro.
Sin embargo, lo que son las cosas y lo que es capaz de depararnos el destino cuando uno ya cree que no hay lugar para mas sorpresas, pues, a pesar de que Irene y Felisa se parecían en muchas cosas, en detalles aspectuales, en gestos, en determinadas respuestas o reacciones; había no obstante muchos otros aspectos en que eran absolutamente diferentes. En un principio pensé que dichas diferencias podían ser debidas a la edad: entre las dos hermanas había una distancia temporal de diez años, toda una década de recorrido, pero me equivoqué en tal apreciación y solo un poco mas tarde supe que era una simple cuestión de caracteres. Irene era mucho más natural y directa que Felisa, en su idea de la vida no cabía ningún tipo de contención, por lo que trataba de vivir cada día como si fuera el último, y como si fuera único e irrepetible, y yo, el tranquilo de Amador, fui empujado por su vehemencia hacia mis propios límites... por lo que, me hizo ver mis defectos, mis repetitivos tics de la personalidad, crónicos e insuperables, e intenté escabullirme de mis propios arraigos, algo totalmente imposible. Así, la felicidad del principio desembocó en un malestar conjunto en el que yo era siempre el responsable y empecé a sentirme tan poca cosa a su lado, tan inferior, que ella me pareció una diosa del Olimpo en todos los actos y hasta en alguna de sus estupideces, como cuando empezó a engañarme con el vecino de enfrente...
...Aunque, a decir verdad, nunca me engañó, pues jamás se escondió, y jamas negó ninguna de sus aventuras sexuales:
Era así, del todo perfecta y, si algo fallaba, él que debía mirarse en el espejo era yo.
¿Porqué, porqué? ¿Porqué me había hecho Dios así?
Y llegó el día en que me bloqueé, como un ordenador ante un maremagnum de datos, hice crack y mi pene dejó de tener erecciones. Irene, la bella Irene, tan divina como siempre, no ocultó su desprecio por mi temprana impotencia y, sin denotar el menor atisbo de pesar en su voz, me dijo:
- Me voy.
- No - supliqué, lloré.
- No te aguanto más.
- ¡No me dejes! - le imploré entre sollozos, arrastrando y restregando toda mi dignidad ante su floja compasión.
Y, por supuesto, me dejó, me abandonó tal y como había hecho yo con su hermana años atrás y así, sin mas explicaciones, completé un viaje imaginario para la cara y la cruz de una misma moneda, recibí ambos pagos al contado y en la llaga mas sangrante de mi alma, y en mi soledad, al pairo de estas letras, comprendí que a la hora de entregar y a la hora de recibir, era un tanto incapaz para introducirme en las maravillosas, y a la vez intrincadas, vicisitudes del amor.

miércoles, julio 12, 2006

Breves, cortos, rápidos...

Las cosas claras

Esto se acabó.
Estoy muerto. Acabo de expulsar mi último aliento, el corazón ha dejado de latir para siempre y supongo que estos son mis pensamientos finales.
Ya no hay dolor y eso es algo maravilloso. Después de una semana completa de larga agonía agradezco la calma chicha, el completo reposo en el que ha desembocado la vida de mi cuerpo. No me gustaba ya lo que era, un despojo de mi mismo, y a día de hoy incluso mi cadáver no tendrá un buen aspecto.
Desde que nacemos nos transformamos continuamente: primero hacia la plenitud, confiando en nuestras fuerzas juveniles, y luego, cuando se acaba la inercia vespertina, rodamos en dirección a la decadencia, hacia el fin de nosotros mismos.
Sin embargo, me alegro de haber muerto en el final, en la cama, entre los míos, dejando todos los asuntos aclarados; los puntos sobre las íes y cada papel dentro de su carpeta. Me imagino, desde aquí mismo, desde mi propio óbito, a todos aquellos que mueren de desgracia, en un casual y fortuito accidente, y me sobrecoge la idea de cuantas cosas habrán dejado por comunicar; cuantas palabras de aspecto banal, insustanciales, sin apenas importancia, que le habrán querido decir a sus seres más cercanos, y a los que el golpe del destino cercena para siempre la oportunidad de un "te quiero", un "perdóname", un "ya lo sabía", un "tal vez": Pequeñas frases carentes de discurso, nada grandilocuentes, pero que lo son todo en una vida.
No obstante, no es mi caso y me alegro de ello.
- ... muerto.
Es como un eco.
- Está muerto.
O no.
Quizás, mientras no enfríe del todo, mis oídos funcionan, escuchando aquellas palabras que se dicen en mi derredor.
- Por fin.
Vaya. Esa es Clarise, mi esposa. Por lo visto, está aliviada porque he dejado de sufrir.
Clarise, mi belladona, mi compañera del alma. Clarise. La mujer con la que he compartido la vida durante los ultimos dieciseis años.... maravillosos años. Mi musa.
- Pierre. Marcel ha muerto.
Y ese es Pierre, mi gran amigo desde la infancia, mi alma gemela, con quien he crecido y envejecido, con quien he hecho fortuna tras repartirnos los sudores. Pierre.
- Por fin.
Él, Pierre, también está aliviado.
- Por fin se ha muerto este cascarrabias.
- Si. Yo ya pensaba que también se libraba de esta.
- Duro como un demonio.
¿Qué diablos pasa?
- Así se pudra en el infierno.
No. Esa voz no puede ser la de Clarise.
- ¿Crees qué sabía lo nuestro, Pierre?
Es.... Clarise.
- Ni idea. Marcel estaba tan ocupado con exprimir a sus obreros, con sacar rendimiento a la fábrica, que supongo que no le importabas demasiado.
Esto...
- Aquí no, Pierre. Delante de él, no. No soy capaz.
Esto...
- Venga, Clarise. Hemos estado tantos años escondiéndonos, ideando tantas mentiras, arguyendo cita tras cita en los lugares más inverosímiles que.... - ¿Qué?
- Que te voy a follar aquí mismo, delante de tu difunto esposo.
Esto...
- Te quiero... Pierre.
- Te quiero.... Clarise.

Esto...
- Pero yo encima., Pierre... Los puntos, como decía el viejo, sobre las íes.
Esto....
Esto.... no puede ser.
-... chochito lindo....
Nooooooooooooooooooooooooooo.




De la predestinación


Alvaro acabó diluyéndose en el inmenso océano de la vulgaridad. De vivir como un tipo peculiar, original y divertido, paso a ser un soldado más de la monotonía, un engranaje sin importancia en la frugal sociedad del consumo.
El pelo alborotado de su melena se sumió en la rigida tiranía de la gomina y sus ropas, juveniles de un harto desparpajo, mudaron en respetables trajes de liso corte gris. Incluso su pensamiento, compuesto por ensoñadoras ideas para un mundo de paz, amor, y respeto... para un mundo más humano, se tiñó con el oscuro color de las frías cifras de las facturas, o de los porcentajes fluctuantes, y sus nuevas responsabilidades sustituyeron por completo su antiguo cupo de ilusiones... abotargando el abanico de las esperanzas tras sus párpados en una mirada fría, apagada.
Números, vencimientos, contratos, y, lógicamente, un inoxidable reloj de marca para gobernar su tiempo, repartir el resto de su vida de forma metódica... Una vida que ya no sonreía como antes, cuando cualquier pequeño detalle era el protragonista absoluto de su atención: una cometa, un libro, o un pequeño gesto en el rostro de un niño que lo henchía por entonces hasta saciar los restos del día.
La metamorfosis sufrida cambió su paso hacia el imperio de la lógica y por eso, cuando Alvaro tuvo un accidente en plena nacional y quedó atrapado en el asiento de conducción entre los retorcidos hierros del Volswagen, no comprendió muy bien el nervioso apremio de quienes trataban de liberarlo.
Tranquilos, quiso decir, aunque no pudo.
No es para tanto.
No se consideraba merecedor de tal alboroto y, como si fuera un mero espectador, contemplaba absorto cada movimiento de los bomberos en derredor suya.
Era denoche, llovía con fuerza, y unos focos iluminaban con fuerza su rostro y ocultaban en perfiladas sombras los rostros de sus rescatadores. El repetitivo sonido de un silbato corregía la circulación en el lugar del accidente y un fuerte olor a gasolina inundaba sus pulmones.
Al margen de todo cuanto allí ocurría, un pequeño patito, aquel que una novia había colgado del retrovisor, lo miraba simpáticamente desde su lugar.
- Aguante - gritaba una voz: desconocida y con claro acento andaluz.
¿Porqué?, quiso preguntar Alvaro.
- Aguante, que casi está.
¿.... ?
El pequeño patito frunció su ceño y le dirigió una mirada reprobadora... Una mirada tan profunda y severa que Alvaro acabó por arrugarse.
No, no podía morirse... Tenía un montón de responsabilidades que atender. No podía desaparecer así porque sí... había quien aun requería de su presencia...
- Aguante.
Si. Iba a pelear por su vida.
La tranquildad con que había vivido el suceso hasta ese mismo momento desapareció de repente y los nervios y los miedos afloraron todos juntos en la superficie de su piel haciendo tiritar por entero su cuerpo.
Quería vivir, seguir viviendo... respirando...viviendo....
Sin embargo, cuando por fin lo excarcelaron del coche y lo colocaron encima de una camilla, el corazón empezó a dar muestras de agotamiento y, contradictoriamente, momentos después de que Alvaro había decidido luchar, los latidos de éste se apagaron en el interior de su pecho.
- Aguante....


Horas más tarde, cuando Alvaro era ya solo un recuerdo, dejó de llover.
Horas más tarde, cuando el corazón de Alvaro volvió a latir, lo hizo en otro cuerpo: dió la vida y el aliento necesario a quien realmente lo necesitaba, y el abanico de las esperanzas se abrió por completo ante la alegre mirada de un joven original, peculiar; nada vulgar.




Control remoto


Finales del XIX, principios del XX: Esa era la época favorita de Rubén. Durante tales años se desprendieron de la imaginación de los inventores la mayor parte de las creaciones de la humanidad y no hubo otra étapa más gloriosa ni antes, ni después. Aparecieron todo tipo de máquinas y de utensilios prácticos y los hombres dejaron de ser exclavos de la supervivencia para convertirse en amos de su propio futuro. El más grande, el más olvidado también, Nikola Tesla, inventor de la la radio, las bobinas para el generador eléctrico de corriente alterna, el motor de inducción (eléctrico), las bujías, el alternador, el control remoto... era el favorito de Rubén y en sus ojos de soñador se reflejaba la ilusión de poder emularlo. No obstante, Rubén era un simple zapatero y sino fuera por la deslumbrante aparición de alguna hermosa mujer (como en esos mismos momentos), su vida real, la que tocaba de respirar minuto a minuto, sería una puta mierda.
- Perdone...
- ¿Sí?
- Verá señor: es que se me ha acabado la pila del mando a distancia del coche y a lo mejor podía usted ayudarme.
- Señora, esto es una zapatería... tal y como pone el letrero
- respondió Ruben con un cierto toque despectivo. Si ya las mujeres habían sido creadas con un grado menos de inteligencia que los hombres, él que algunas fueran dotadas de una gran belleza belleza hasta parecía acentuar su estupidez. La historia con sus datos, con sus inventos, todos ellos con apellido masculino, demostraba sin ninguna discusión el pobre nivel con que estaban concebidas las hembras....como si estuvieran guardando en algún lugar de sus redondos cuerpos una bolsita repleta de conocimientos para depositar en su primer vástago varón.
- Perdone.
- Tranquila señora
- tercio Rubén perdonándola, por ignorante-. Pero mas abajo, en uno de esos bazares chinos, puede encontrar lo que busca.
- Pero es que tengo tanta prisa...
La miró de arriba abajo, como solo puede hacer un ser superior, e imaginó lo que pensaría de ella Nikola Tesla, el genio, si se habría siquiera dignado a inventar el control remoto para acabar en manos de semejante mujer.... Tan guapa, tan torpe... tan mujer.
Rubén suspiró. Quizás era el momento de realizar su primera obra de caridad del día.
- ¿Cúal es su coche?
- Aquel Renault Scenic.

Salió afuera de su comerció, miró el vehículo gris plateado, y solo faltó un tris para que se llevase las manos a la cabeza..
- ¿Acaso no sabe qué dentro de la tarjeta que abre su coche hay una llave de las de siempre?
La bella puso cara de sorpresa.
- Es que yo... - trató de disculparse.
- Venga conmigo.
La mujer, algo nerviosa, tropezó con Rubén al querer salir al mismo tiempo que éste por la pequeña puerta de la entrada, y le faltaron palabras para frenar el rubor que decoró todo su rostro.
- Por favor, señora - protestó el zapatero -. ¡Qué no tengo toda la mañana!
Y Rubén salió como un rayo hacia el Renault, desmontó la tarjeta que hacía de llavero electrónico, y con una pequeña llave que descansaba en su interior abrió el vehículo con aires de gran suficencia, se dio la vuelta como un torero, se apoyó sobre el capó del vehículo, y contempló los sensuales y sorprendidos labios de la mujer.
- Gracias.
- No hay de que.
Rubén le dio la tarjeta y la pequeña llave, insufló en el interior de su pecho unos cuantos kilos de orgullo, y con la misma mirada de Rober De Niro en taxi driver, despidió a la damisuela en su viaje hacia el planeta ignorancia.
- Estúpidas... - siseó por entre los labios mientras veía como el Scenic se perdía en el tráfico mañanero.
Estaba convencido de que las mujeres, en caso de no recibir la ayuda de los hombres, acabarían por sembrar todo su ajuar de la vida en un campo lleno de tonterías e insolvencia, no sobrevivirían en el mundo ni a una temporada de rebajas y acabaría suplicando al dios, al dios hombre, que mandasen un fontanero, un mecánico, un doctor, un profesor.... un zapatero, con un par de huevos entre las piernas.
- Estúpidas...
Rubén llegó a la altura de la puerta de su negocio, se acordó del tropezón con la bella mujer y de como había estrujado sus senos en contra de él, se sonrió de tal imagen, frotando su barbilla con la mano, como un perrillo babeante....
- Estú...
Y se le quebró la voz.
La mano, que feliz restregaba su calenturiento rostro, viajó nerviosa desde tal alborozo hasta el bolsillo de la camisa y, antes mismo de notar que le faltaba la cartera, escuchó el golpe de su propio corazón. Aquella mujer lo había engañado como a un inocente cachorrillo, mostrándole todo lo que quería ver, el cuerpo, y la supuesta estupidez que tan alto lo había elevado, y lo que antes era una mirada de Taxi driver se transformó en el huidizo soslayo de Gollum tras recibir una buena paliza.
Le faltó un pelo para mearse encima con la verguenza y, Rubén, el zapatero, no quiso ni imaginarse lo que pensaría de él, Nikola Tesla, el inventor........



Reality


De pequeño, jugando al futbol junto a un paso a nivel de ferrocarril (menudos sitios me buscaba yo para jugar), mi amigo Oscar le pegó un buen zapatazo al cuero caucho de mi balón y éste acabó colándose por el alcantarillado que pasaba bajo el citado paso a nivel.
- Mi pelota... mi pelota....mi pelota...
En los años setenta, una pelota de cuero caucho equivalía a lo que hoy sería una pelota de cuero caucho y el estadio de futbol entero...(exagero, pero poco) y, además de la pérdida, me arriesgaba a probar la zapatilla de mi madre sobre mis asustadas cachas ( menuda era Maruja con el rabo de la escoba y la zapatilla). Por lo que, enfadado, le señalé a Oscar la pequeña y redonda boca del alcantarillado y le dije:
- A por ella.
Me miró socarronamente desde su metro escaso y, el muy cabrito, se negó con un leve gesto lo suficiente rotundo.
- Tu la tiraste - insistí.
Pero se volvió a negar.
Cogí una piedra y la tiré dentro del tubo para ver si la pelota salía con el impacto de tan burdo proyectil. Pero nada. No salió.
Al menos, pensé, habría asustado un poco a las asquerosas ratas del interior.
Un poco mas tarde, sin remedio, resignado, consideré que no me quedaba otra que meterme allí dentro y me agaché de mala gana, metiendo la cabeza en el tubo y reptando como una serpiente hacia el oscuro interior del asqueroso pasadizo. El espacio era demasiado angosto, del diámetro aproximado de la llanta de un coche y pronto, muy pronto, cuando mi cuerpo acabó por ocultar la luz que penetraba desde el exterior, descubrí azorado que no podía avanzar mas.... Ni retroceder...Me había atascado como un tapón en la boca de la botella y durante unos largos minutos que me debieron parecer horas probé personalmente eso que llaman claustrofobia. Una palabra que, por supuesto, desconocía y que, en tales momentos, de poco me habría servido su conocimiento.
Encastrado, sin poder mover los brazos, en la oscuridad, sintiendo el eco de mi respiración a lo largo del tubo de cemento... allí me quedé..

.....y si esperan un final van aviados, ya que no recuerdo nada mas de aquello que me sucedió aquel día. No. No recuerdo como salí de allí, no recuerdo si conseguí siquiera sacar la pelota, y es como si los detalles posteriores se borraran intencionadamente de mi pasado.
Quizás, a estas alturas, debiera hablar con Oscar para saber que sucedió a continuación.... aunque.... aunque debo confesarles que me acojona un montón la historia real que les acabo de narrar.
Me da pánico.... miedo de no haber salido nunca de aquel agujero.


Diario de un ególatra... Pag. 222

Me la estoy follando... Por fin.
Toda una vida imaginando este momento, toda una serie de sueños eróticos en los que ella era la protagonista.... Mil pajas mentales en las que acababa desnudándola.... y ahora, cuando mi polla recorre su interior con un hambre lasciva e impetuosa, pues que se me viene a la cabeza la jodida factura de la lavadora y no acabo de disfrutar como debiera del Momento (con mayúsculas) Histórico.
-¿Qué te pasa?
Mierda.
- Nada. No me pasa nada.
Me lo ha notado. ¿En qué me lo habrá notado?
- Estás algo rigido... tenso.
- Es que te deseaba tanto que...
- Si quieres lo dejamos para otro momento.
¿Déjarlo?
Ésta mujer está algo majara... ¿Cómo voy dejar un trabajo a medias...? ¿Cómo voy a dejar que se me escape esta flor?....................... ¿Cómo lo de la puta lavadora de los cojones...? ¿Dónde coño habré dejado la factura? ¿Y porque leches se me viene la puñetera factura de la lavadora a la cabeza?
- No estoy a gusto Miguel... No se...
- Pero Marujita... Es la ansiedad, bonita. Toda la vida te he deseado....
Meneo la pelvis de forma automática... Pa-lante, pa-tras, pa-lante, pa-tras... Intento darle brío al acto amoroso, pero cada vez es peor... No acabamos de acoplarnos mentalmente y, poco a poco, el fastidio se está instalando entre los dos.
La dureza del falo empieza a dar muestras de hartazgo y empiezo a notar una flácidez pero que muy preocupante.
- Aparta...
- Espera un momento, por favor.

Me concentro... Hago un esfuerzo sobrehumano, me imagino que estoy con La vieja Ninete, la que me estrenó hace veinte años en el Tapadillo de la calle Enriquetas... y acabo eyaculando dentro de Marujita.
Mierda.
Que mierda de polvo.
Y ella.... no dice nada... Comienza a vestirse en silencio... (casi me silban los oidos con dicho silencio) y se va, se marcha sin un simple adios.
- ... susceptible - me digo a mi mismo.
Es entonces cuando recuerdo el sitio en donde dejé la puñetera factura.... en el imprendible ... en el imprendible de la guantera del coche.
-¡Me cago en la hostia!
Y es que a veces, cuando se me mete una cosa en la cabeza.... ¡Seré gilipollas!





Divagas (todo junto), o la divagación un millón.

Un segundo antes de que el jarrón se rompa definitivamente contra el suelo piensas tal tropelía de idioteces que, sin duda, la bella cerámica acabará estampando sus mil trocitos por toda la habitación.
Cavilas, en que podías haberlo evitado, te preguntas que quien coño te mandaría cogerlo de la mesilla, en que nunca te gustó del todo, en que fue ella, siempre ella, la que musito un no-seque sobre el sucio jarrón y, lógicamente, empujó la idea de limpiarlo a fondo. Y circulas, circumbalas hasta llegar a este insalvable extremo de urgencia jarroncina con el tal y tumba en el aire.
Calculas, muy por encima, su valor actual, en lo que va a valer la futura figura que sustituirá su presencia, en que (a cojones) vas a tener que salir afuera, al cajero, con todo lo que llueve, e incluso te da tiempo a fijarte muy someramente en...
¡Leches! Si pone "Made in China" , si (uy que pillines), ahí, en esa pequeña pegatina del fondo.

Sin embargo, haces todo lo posible por evitar la colisión, estiras la pierna hacia un lado, el brazo hacia otro, encoges de forma inaudita la columna vertebral hacia atrás y, como si fueras un equilibrista de un circo chino, agarras el jarrón cuando solo cinco milímetros lo separan del suelo, sonríes triunfal, sientes como crujen todos los huesos del cuerpo y si, si señor, lo has conseguido, durante un segundo eres todo un atleta, un campeón del mundo mundial.

Colocas el feo jarrón encima de la mesita de la sala, lo observas como nunca lo has observado, fijándote en todos sus dibujitos, si aquel es Julio Cesar, aquel otro debe ser Marco Antonio, si la piba está muy buena y se parece a Elisabeth Taylor es...la mismísima; te fijas en los caballos y en sus veloces cuádrigas y casi sientes el ruido del galope, el clamor del circo romano mientras compites por la inevitable victoria....

- ¿Ya lo limpiaste?
Ella, siempre ella.
- Aun no.
- ¿Qué le miras?
- Nada...
- A veces...
- ¿Qué?
- A veces no estás.
- Si tu supieras.
- Si yo supiera, ¿qué?

Si supiera que está ante un gladiador, un luchador imbatible, todo un héroe mitológico.
- ¿No se te parece este romano de aquí a nadie?
- ¿Cual?
- Este mismo - señalas al más esbelto.
- Pues no.
Te pones de perfil, para que compare tu linea natural con la que se dibuja en la panza del jarrón.
- Anda - te dice divertida -. Pero si eres tú.
Sonríes.
- ¿Y ésta?
- ¿Lo qué?

- Esta hembra cachondona de aquí - y le señalas a Cleopatra, la mismísima, o a su prima, o quien diablos sea la que tan poco viste bajo el brillo esmaltado del jarrón.
- No se - ronronea como una gatita.
Le pasas la palma de la mano por el muslamen, por debajo de su ajustada falda, y buscas ansioso lo que esconde entre las piernas. Haces tantas virgerías y aspavientos encima del sofá hasta que, finalmente, golpeas con el talón contra el jarrón y éste, trastabillado recorre la madera de la mesa sobre el canto de su base, como si fuera una peonza sobre el filo de un alambre, de forma vertiginosa, pero, no obstante, Cleopatra, esa pérfida reina que tienes a tu lado, estira su brazo tal como si fuera el buen áspid que busca una presa y, al mismo tiempo en que le clavas la daga, detiene el jarrón en el borde mismo de su lógica muerte, un segundo antes, y....
- Ayyy.... mi querida Elisabeth....
- Ayy ... remedo de Richard Burton
- te dice entre gemido y gemido.

Y, mas tarde, dejas el jarrón empatenado.... ese feo jarrón que nunca te ha acabado de convencer.


En fin, las dieciocho y veintiocho y ya has mojado el bizcocho.





Una moraleja hispánica, pero que muy hispánica de dios....


El tono, apenas irrelevante, se convirtió en una continua secuencia de sonidos envolventes; un torrente de palabras como no había visto en toda mi vida. El joven, preso de alguna extraña maldición, comenzó su perorata dubitativamente, tratando de arrancar las letras de la punta de su lengua. Sin embargo, al llegar a la segunda frase, se gusto de si mismo, de la melodía músical de su acento andaluz, y me leyó mentalmente las tropelías que acababa de hacer él que les habla, yo mismo, desde el volante de mi furgoneta.
- Exceso de velocidad, adelantamiento en línea continua, circular sin llevar puesto el cinturón de seguridad, tiene el permiso de conducir caducado, el coche no ha pasado la revisión obligatoria, las ruedas carecen de dibujo...... Blablablabla...
Escuché muy serio todo lo que me decía, correspondiendo así, con mirada triste, a la gravedad de los hechos. Tantas cosas juntas no eran producto de ninguna casualidad, sino de mi descuidado modo de vivir, y la suma de todas ellas iba a resultar muy, muy, dolorosa.
- Esto... Debo inmovilizar este vehículo. No puede seguir circulando en el mismo. Y voy a redactar un informe de todo cuanto acabo de referirle.
Lo miré. Era un agente de tráfico muy joven, con uno o dos años de prácticas, quizás. Un palo duro de roer, labrado a puro cincel con normas y conducta indeleble en la academia de la Guardia Civil, un verdadero agente de la ley.
Mas, y así a todo, debía intentar salvarme de la que se me venía encima.
Nervioso, deslicé mis dedos dentro del bolsillo de la camisa y busqué algo con lo que endulzarle el día al mocoso que me había detenido. Un billete de cien euros debía de ser suficiente. Podía echar un polvo en el primer club de carretera y a lo mejor aun le sobraba para una cerveza.
Puse el billete encima de la rodilla, de forma que el compañero del joven, un poco más atrás, no pudiera ver lo que le mostraba, pero de forma tan evidente que mis intenciones se reflejaran claramente sobre sus gafas de sol.
- ¿Qué...
El joven Guardia Civil dibujó un muesca de desprecio sobre su joven rostro y a punto estuve de soltar el billete para dejarlo caer sobre la alfombrilla. Quizás había elegido una mala estrategia, un camino ciertamente equivocado, pero ya no tenía escapatoria, y decidí doblar la apuesta, buscando otro billete del mismo color en el bolsillo e insinúandolo junto al otro.
El joven debía tener un precio, al menos unas limitaciones pecunarias, y por muchas películas de hombres con el alma de acero que hubiera visto siempre había algún capricho que cubrir... algún regalo que hacer, alguna celebración pendiente, una buena cámara de fotos que comprar, ropa de marca que colgar en el perchero....
Pero no.
El joven parecía inquebratable, un robocop o algo por el estilo, y lo que antes era simple desprecio, en esta ocasión, tras ver como doblaba la apuesta, se convirtió en indignación y rabia.
- Pero usted.... ¿Está tratando de sobornarme?- me gritó levemente alterado.
- Yo... - traté de decir, de desdecir más bien, encogiendo la cabeza entre los hombros y como si estuviera a puento de desaparecer allí mismo, pero sin conseguir articular ni una sola palabra más.
- Está a punto de ir detenido señor...
- Íñiguez... Íñiguez del Balseiro... - murmuré mi nombre, completando su frase, como tratando de suavizar su ira con mi amable corrección.
- ¡Íñiguez del Balseiro?
- Si, señor - asentí cabizbajo.
- ¿De los Balseiro de Visanzoña?
Se me detuvo el corazón durante al menos medio segundo. El tono del joven había cambiado por completo y me estremecí como un idiota al oir nombrar el pueblo de mi abuelo en labios de aquel mocoso.
- Claro... de Visanzoña de arriba.
El joven levantó las lentes de sus gafas de sol, pude ver sus ojos por primera vez, y una leve señal de alegría en los mismos.
-¿Entonces tú eres el mediano de los de la casa del tejado?
¿La casa del tejado? ¿Y qué diablos sabría el joven Guardia Civil de la única casa con tejado del Visanzoña, de la casa de su abuelo?
- Yo soy Secundino - me dijo alborozado, como tratando de desvelarme una identidad que para nada me sonaba ni, dada la diferencia de edad, me podía sonar.
- Soy Secundino, de los escuchimizados....
¿Escuchimizados?
Lo miré de arriba abajo, como si tratara de ver sobre su cuerpo el sello típico de los escuchimizados, llamados así en el pueblo por su pobre y desmejorado aspecto, pero no vislumbré dicha marca en su robusto caparazón de musculos y tendones.
- Soy el hijo de Amalia.
Del trastero de mi memoria se calleron varios estantes, todos ellos repletos de imágenes de Amalia, mi primera novia, y mi boca, de lelo atorrado e inoperante, se fue abriendo poco a poco hasta alcanzar un éxtasis más propio de la adolescencia que de mi edad madura.
- Amalia - susurré para mi.
- ¿La conoce.... verdad?
- Claro, muchacho... Incluso somos algo parientes - le contesté, mintiendo en el último añadido, pues entre los escuchimizados y los de la casa del tejado no había ningún tipo de lazo sanguíneo.
El joven sonrió.
- Cuando la veas, dale recuerdos, de Íñiguez del Balseiro.
- Así haré.

- En cuanto a la multa, muchacho, tienes razón, soy un desastre y me merezco todo cuanto ahí anotes.
El joven arrugó sus cejas, se disfrazó un instante de agente de la ley, pero..
- La familia es la familia - dijo de repente.

Y la familia, pensé yo aliviado, no es traje de ningún disfraz.
Así, diez minutos mas tarde, prometiendo ser bueno, muy bueno, arranqué el motor de mi ruidosa furgoneta y desaparecí de la vista de aquella pareja de agentes de tráfico.

sábado, junio 17, 2006

Runin saturnal


Como la canción de los Who, me sentía libre. Un ser caprichoso y anárquico, fuera de toda ley, insumiso del mundo entero. No obstante, esa sensación tan placentera y juvenil solo me sucedía cada vez que corría por en medio de aquel bosque de pinos. Me convertía en un pasajero del viento, a salvo de la gravedad, de toda deuda con la física, y creía que nunca saldaría cuentas con las limitaciones de mi propio cuerpo. Era irrompible, un runin saturnal, y durante diez largos años entrené todas las tardes como si fuera un atleta, recorriendo sobre mil zapatillas el suave y serpenteante sendero del monte de Doniños. Las piernas eran de hierro, el corazón un pistón infatigable, y mi piel un continuo manto de sudor... Era tal mi obcecación con el deporte, y llegué a controlar de tal forma el dolor y el cansancio, que no detuve la continua progresión de mis metas creyendo que los límites de mi cuerpo eran infinitos, inalcanzables para mi propio yo.
Sin embargo, un día, cuando corría bajo los enormes árboles del pinar, sentí una ligera debilidad en la rodilla y ésta acabo por ceder unos metros más adelante. En ese momento no le presté gran atención, acostumbrado como estaba a grandes sobre-esfuerzos, pero al día siguiente la rodilla dejó de parecerse a si misma para imitar la redondez de una pelota de fútbol, su doblez natural se transformó en una obtusa rigidez,y por primera vez en diez años dejé de entrenar.
La tarde se convirtió en eterna. Con respiración pausada, contemplé el blanco de las paredes de mi casa. Vi como las rayos del sol se colaban por los traslúcidos visillos de las cortinas del salón. Escuché los pasos de mi vecino de arriba, su andar pausado y, también, pesado.... Afuera, de vez en cuando, pasaba un coche.... o un camión... o una moto.
La canción de los Who empezó a sonar al revés, hacia atrás, perdiendo todo su significado en un comienzo silencioso, sin sonido alguno, aplastada por la nada sideral. Y si la vida tenía un significado, un fin concreto que hacía subir las pulsaciones de mi corazón, o dejé de tener vida ese mismo día o, evidentemente, ésta había mudado de color y de sabor hasta convertirse en algo tan descafeinado y banal que me hacía pensar en simples inutilidades. El faro que me conducía en la oscuridad había dejado de guiarme y mi cuerpo era un vulgar cayuco a la deriva en medio de un océano de barreras infranqueables.
- Soy un mueble.
Silencio.
Crucé los ojos de un modo estrábico, tratando de ver lo que no veía, algo que quizás tenía delante de la nariz y que ningún otro ángulo de visión me permitiría ver.
- Estás ahí...
No veía nada, pero adivinaba una presencia, un estar que apenas formulaba su propia sombra sobre mi tabique nasal.
Se trataba de la quietud, de la pétrea inmovilidad que había dejado de ver a lo largo de mi vida de corredor. La tenía delante de mi, casi pegada a mi cara, y juraría que sentía su pausado respirar.
Sacudí la cabeza con fuerza, tratando de separarla de mí, tratando de alejar su estúpida chulería de mi presencia. No obstante, y a pesar de mi insistencia, cuando me detenía, allí estaba, la puta quietud de los cojones, el diablo que me hacía pensar, el blanco de las paredes, el ruido lejano de la calle, los pasos secos y apagados de mi vecino de arriba, el zig-zag eterno de una mosca que colgaba del techo, la nada inabarcable, la sensación de ahogo infinito, el eco anterior al propio sonido, mis alveolos expulsando el aire.....
No. No podía ser.
Unté con agua, sal, y vinagre, la estirada piel de mi dolida articulación, y me condené en ese reposo, en esa, mi cárcel. Aquello debía curar de una vez.
- Mueble.
- Estás ahí... agazapado.
Pero la inflamación no cedió ni un milímetro.
- Mueble.
Y decidí recurrir a otros métodos mas radicales:
Me acerqué hasta la cocina, abrí una puerta de las alacenas, y en el anaquel superior, en el fondo, encontré lo que buscaba: una pequeña caja que había depositado allí mismo hacía diez años.
Posé la caja sobre la mesa y me senté con sumo cuidado, sin perder de vista la caja, como si cualquier gesto repentino fuese capaz de evaporar la misma pequeña caja de delante mía.
Allí estaba, mas parecido a un neceser de costura que a lo que en realidad era: Una caja infernal, la caja del vicio, de los pecados que había cometido en mi juventud.
- Vamos...
Tiré de la tapa hermética hacia arriba y contemplé extasiado el interior.
Metí la mano y empecé a quitar cosas, pequeños objetos que habían adornado aquella época de desparrame, maledicencia sin límite, y auto-flagelación.... Un par de mecheros, un librillo de papel de liar, etiquetas de mis bebidas favoritas, una jeringuilla, una bala de fusil con mi nombre, las entradas de un concierto de heavy metal... fotografías de mis amigos, de mis amigas, de mi chica, fotografías de un ser que no era yo pero que, sin embargo, era.
Todos mis vicios recluidos en aquella caja. Mis vicios y lo que lo acompañaba: las amistades peligrosas que a punto habían estado de acabar con mi persona.... Drogas, alcohol, sexo, música atronadora, y mi cuerpo convertido en el templo de todos los pecados.
- Pero vencí - me dije bajo la media sonrisa de mi cara.
Hacía diez años que había cambiado el desenfreno por el sin parar de mis dos piernas, convertido en un Forrest Gump de los bosques, un ave Fénix dispuesta a defenestrar el pasado a base de continuas zancadas.
- Vencí... - dije sin mucho convencimiento esta vez, consciente de mi débil estado emocional. La puta lesión había trastocado mi mundo, volviéndolo mas lento, mas pausado, mas blanco, mas....quieto, y éste, el propio mundo, parecía mirarme divertido.
Allí estaba, en el fondo. Lo que andaba buscando: el saca-corchos con forma de mujer de ébano candescente, la llama negra y sexual que tantas y tantas botellas había abierto en la continua y festiva alegría etílica de aquellos años, el mejor arma del buen maestro de ceremonias e imprescindible en los guateques que por entonces gustaba de organizar.
Lo miré sobrecogido. El saca-corchos era una simple pieza en la cubertería de cualquier casa, una herramienta mas. Sin embargo, me traía demasiados recuerdos, demasiadas sensaciones, y así, como todo lo que me sucedía desde hacía una docena de años, como todo, debía cambiar el sentido de la lógica, la función para la que había sido creado y convertirse en un elemento al servicio del bien, de mi bien. Si aquel elemento me había hecho un ser infeliz, al borde de la locura, ahora en una lógica sumisa de la continuación de mis sentidos, el saca-corchos debía purgar su existencia cambiando su función inicial, la clave de su existencia, por las necesidades fundamentales de su dueño. Así, como si dotara de alma al pequeño objeto, y además lo acusara de mis pecados, decidí que el saca-corchos se convertiría en la llave mágica hacia mi curación.
Me dirigí hacia el salón, me senté en el sofá, y me bajé el pantalón del chandal que llevaba puesto. Miré la rodilla, la rodilla hinchada, y miré el saca-corchos. Sonreí complacido, y convencido de lo que iba hacer...
Apoyé la punta del saca-corchos en el lado externo de la rótula y, sin pensármelo mas, empecé a retorcer la mujer de ébano candescente, dejando que su acero helicoidal penetrase bajo la hinchada piel de la rodilla, atravesando ligamentos, músculos, tendones; rozando la rótula, rompiendo meniscos, y viendo como el líquido articular del receso manaba de mi articulación como si fuese una fuente de magma viscoso, mojando mi mano y encharcando la alfombra de el salón tras desbordarse por donde el saca-corchos se hundía en la carne de mi rodilla.
Grité.... Aullé como un poseso de dolor. El techo del salón empezó a dar vueltas, como si las dos lámparas fueran los asientos de las cadenetas de un tiovivo, y me desvanecí sobre los mullidos cojines del sofá.
Cuando desperté era de noche, la oscuridad se había apoderado por completo de mi hogar, y solo una tenue iluminación, proveniente del alumbrado de la calle, dibujaba sus resplandores sobre las paredes. Estaba omnibulado, como si hubiera regresado tras un largo viaje, viendo que los objetos del salón estaban en su sitio, tal y como me lo podía haber imaginado, pero con una sensación extraña, de desapego, aunque pasajera hacia su pronto acomodo en el presente.
Me levanté, fui hasta la cocina, y bebí un vaso de agua.
Miré el reloj, le di un pequeño golpe en el cristal, y el segundero se puso a circular de inmediato. Las dos, las tres, las cuatro... ¡que más daba!
Era la hora exacta: aquella que yo más necesitaba, y fui apurado hacia mi dormitorio, a buscar un pantalón de deporte, la camiseta, y las demás prendas de runin, de runin saturnal.
Me vestí en un plis-plas, bebí otro vaso de agua, y salí a la calle, dispuesto a comérmela, dispuesto a azotarla con la suela de goma de mis botines.
Llovía ligeramente, pero era igual. Nada ni nadie me iba a detener. Las tres dimensiones que envolvían mi ser iban a ser atravesadas de inmediato.
Y, decidido, me lancé.....
Y me caí, como un pesado saco de patatas, carente de voluntad y cautivo de la gravedad del planeta. Por poco me rompo los dientes contra la acera y, como un crío, me quejé lastimosamente del inmerecido golpe que acaba de cobrar de contado. Miré entre las lágrimas de mis ojos hacia la rodilla en donde estaba clavado el saca-corchos y vi que lo que antaño era una enorme bola inoperante, inflada como la barriga de un hipopótamo, ahora era un articulado miembro que rozaba la perfección; solo la sangre, que seca manchaba toda la pierna, ponía un ligero pero a su brillante aspecto funcional.
Así, desde la plana, fría, y mojada acera, y tras cavilar un poco sobre lo que estaba sucediendo, llegué a la conclusión de la traición que había causado el aparatoso descalabro tenía su origen en la otra rodilla, en la rodilla supuestamente sana.
Mierda.
No me lo pensé mucho y, tras aplicar una regla de tres inapelable, concebí que la única solución consistía en repetir la operación del sacacorchos en la maldita rodilla traicionera, por lo que desenrosqué el gancho helicoidal del saca-corchos de entre los tendones y los nervios en donde tan bien había actuado en su maña infiltración, clave la punta afilada del pequeño utensilio ligeramente por encima de la rodilla y hundí el acero dando vueltas y mas vueltas y hasta atravesar y hacer astillas las durezas del interior.
Si el dolor me había hecho veloz, y feliz... si con el dolor venimos al mundo, crecemos y nos desarrollamos, con él, con el amigo dolor acabarían todas mis penas.... rotas las cadenas.... arreglados los problemas.
Y el sacacorchos, convertido en bisturí que regresa del infierno juvenil, cercenaría para siempre la unión entre el oscuro pasado y el futuro, un futuro prometedor, liberándome de toda rémora, curándome definitivamente, para siempre.
Porque sin duda, estaba curado.
Me levanté. De la rodilla en donde acababa de clavar el saca-corchos manaba sangre fresca, muy líquida; de la otra, espesa y mas oscura, como gelatina. El aspecto no era muy gratificante, pero lo único que me importaba eran los resultados.
Así, curado, me eché a correr, y corrí: corrí como un poseso, corrí como un loco, como un loco....



Epílogo:

Daniel Berrande, corredor aficionado a medias maratones, creyó en la casuística como si fuera un físico, o un químico, aplicando principios y fórmulas a todos los estados de su vida, mezclando el pasado, con la salud y las penas de su propia conciencia, y, lógicamente, acabó postrado en una silla de ruedas.
No obstante, Daniel Berrande no cejó de sus empeños ni de sus ideas ni un solo segundo y de sus hazañas en las para-olimpiadas de Pekín, no lo duden, ya oiremos hablar más adelante...



Pues si en vez de piernas, tengo ruedas, será por algo... para correr, correr, correr como un loco....

martes, abril 11, 2006

Marta


Desde que vivo solo he descubierto que el martes es un día ideal para realizar la compra... siempre y cuando no cuadre en primeros de mes. Dispones de todo el espacio del mundo para aparcar el coche y los pasillos del supermercado son amplios y holgados, como debieran ser cualquier día de la semana. Por ello, como otro martes mas, con una lista de productos en el fondo del bolsillo, me dispuse a cubrir mis necesidades básicas en el hiper de la zona, por lo que aparqué mi Renault lo más cerca posible de la entrada, junto a unas largas hileras de encastrados carros de la compra y, cuando me disponía a bajar del coche, me fijé en la mujer que había aparcado su vehículo junto al mío y se me fue el alma al suelo...
Miré de inmediato hacia otro lado y, como si me hubiera caído una cosa en la alfombrilla del co-piloto, me agaché para ocultarme de ella.
Se trataba de Marta, mi ex-mujer, más guapa que nunca y, para mí, tan odiada como siempre: la única culpable de mi calamitoso estado.
Hacía casi un año que había descubierto su engaño con él que consideraba mi mejor amigo: con Damián, y desde entonces, desde que los había pillado por casualidad en una cafe-bar de la ciudad vecina dándose un apasionado arrumaco, yo no había levantado cabeza. No era capaz de digerir su traición y aquella imagen, la de sus finas y hermosas manos trepando cariñosamente por la nuca de Damián mientras lo besaba, me hizo ver la cara de la locura de un modo muy cercano.
Abandoné entonces mi hogar con lo que llevaba puesto, dejé escrita una simple nota con las claves de la cuenta corriente de la que disponíamos en internet, y mas adelante acudí a un psiquiatra con la intención de levantar mis arrastrados ánimos. Me parecía imposible que aquello estuviera ocurriéndome a mí, que mi Marta tuviese unas necesidades ajenas a las que yo podía cubrir y, las sonrisas cómplices, los maravillosos momentos que había convivido con ella, se convirtieron en esperpénticos recuerdos llenos de falsedad, en forma de afiladas agujas del pasado. Quemé todas sus fotos con la esperanza de borrar su existencia, evité sus amistades, sus canciones preferidas, cualquier lugar común que me recordara algo de ella, y decidí no escuchar, ni visitar, ni siquiera vestir aquello que ella me había recomendado. Debía empezar de nuevo, sin la dolorosa rémora de su recuerdo, y me trasladé a vivir en el barrio de Santa Margarita... Si, el barrio que Marta siempre tachó de feo, impersonal, y odiosamente sibarita.
Por lo que, ese martes, cuando la vi después de todo lo que había pasado, el aliento comenzó a espesarse dentro de mis pulmones, el corazón latió encabritado, y la poca sangre caliente que me quedaba se agolpó toda sobre la superficie de mi rostro.
No obstante, el "trágame tierra" fue escuchado por el hacedor del destino y Marta ni se fijó en mí. Parecía demasiado ocupada organizando no se que cosas dentro de su coche y tardó un buen rato en abrir la puerta. Cuando por fin lo hizo y parecía que ya iba bajar, al tiempo que se me agotaba el oxígeno, vi como hacía un esfuerzo por salir y, patidifuso, con la boca abierta de oreja a oreja, contemplé como se colocaba encima de una silla de ruedas, cerraba después su coche y, rodando, se alejaba de donde yo estaba y se dirigía hacia la puerta del centro comercial.
Sin saber porqué, las piernas dejaron de temblarme, comenzaron sin embargo a silbarme los oídos mientras el mundo se detenía en una extraña secuencia digital, y un extraño sentimiento de culpabilidad comenzó a aflorar en la impertérrita seriedad que me había embargado...
¡Cuantas veces había llegado a desearle lo peor a Marta, incluso la muerte...! ¡Cuántas? Y ahora, al verla sobre aquella silla, ver toda su belleza postrada ante mí... se me vino encima un amargor tan fuerte y repentino que, finalmente, me hizo derramar unas lágrimas por quien había jurado mil veces que no lo volvería a hacer.
Giré la llave del contacto, obviando ya la idoneidad del martes para realizar la compra, y me dispuse para salir de allí. Sin embargo, la imagen que acababa de ver se convirtió en una fijación, en inesperada novedad capaz de despertar mi abotargado sentido de la curiosidad, y volví a apagar el Diesel del motor dispuesto a hacer la compra...

No eran las ofertas lo que precisamente buscaban mis inquietos ojos al entrar en el iluminado comercio. No... no eran las ofertas.
Como siempre, me había tocado el carrito más escandaloso del mundo, chirriante y con unas ruedas alineadas puñeteramente hacia la derecha, por lo que, ligeramente irritado, decidí abandonarlo entre una larga exposición de televisores panorámicos en los que David Bisbal retorcía en el aire sus kilométricos rizos y así el asa de una colorada cesta junto a una caja de cobro. Apurado, saludé a un compañero del trabajo y después me colé por entre la cacharrería de cocina hacia el pasillo central. Desde allí, recorriendo dicho pasillo, de lado a lado, empecé a ojear por todos los laterales del mismo con la intención de ver a Marta otra vez... Me podía más él deseo de verla que la sensata idea de no pensar siquiera en ella y, dejando atrás la totalidad de los productos que había venido a adquirir, llegué hasta los estantes de los tés, los cafés, y los cacaos.
Allí estaba Marta.... Marta.
Su oscura melena, inmaculada y lisa como siempre, delimitaba su bonito rostro: el fiel reflejo de Venus y tal y como estaba impreso en mi memoria, con sus ojos negros y profundos revertiendo sobre una delicada naricilla que parecía pedir perdón por existir, unos labios prietos y decididos y, todo ello, en una sedosa piel que se enmarcaba en un perfil ovalado hasta sucumbir en un mentón angelical.
Era... seguía siendo la preciosa Marta: la mujer más linda sobre la faz de la Tierra.
Sin embargo, algo fundamental había cambiado, y no solo en lo referente a sus piernas, sino también en lo personal, en su áurea, magnetismo... o aquello intangible que con tanta fuerza desprendía de sí y que ahora parecía un tanto desvaído, apagado.
No obstante, y como podía comprobar, continuaba siendo una cafetera empedernida, buscando como solía hacer cuando vivía conmigo su querida variedad de café nicaragüense... él que además de saber bien, ayudaba a una cooperativa a realizar sus labores humanitarias.
Pasé junto a ella, de largo.
No tenía ni el valor para decirle "hola" y corrí a refugiarme en el pasillo de al lado, entre las pastas, los dulces, y las galletas.
- ¡Hola Quique! - oí por detrás.
Me volví. Y, de inmediato, traté de ocultar el fastidio que implicaba para mí la visión de quien me había saludado, componiendo mi mejor sonrisa entre los labios. Ni en Martes se podía librar uno de los encuentros inoportunos.
Era Concha, mi psiquiatra, que era tan buena profesional que incluso fuera de la consulta continuaba con su labor pedagógica.
- Hola - respondí.
- ¿Qué tal...
- Bien - dije apurado, demasiado apurado y cortando su pregunta con excesiva rotundidad.
Se dio cuenta de mi nervioso estado de ansiedad y, echándome la mano por el hombro, dijo:
- ¿Te ocurre algo, Quique?
- No - respondí al mismo tiempo que veía como Marta, por detrás de Concha y en el pasillo central, pasaba de largo y desaparecía por una esquina.
Y Concha, como si hubiera visto a Marta reflejada en mis ojos, dijo:
- ¿Es ella? ¿Es ella otra vez? ¿Vuelves a estar obsesionado con tu ex-mujer?
- No....
- ¿...?
- Bueno... si. Sigo obsesionado con ella. Sigo enamorado.... sigo....
- Entonces las etapas que cruzamos... fueron... ¿Estabas mintiendo?
La miré compungido, tratando de ocultar mis labios en la boca y tras los mofletes, como el niño al que han descubierto todos sus secretos, y no supe que decirle.
- ¿Y ahora? ¿Porqué estás tan alterado?
- Por nada...
- ¿Qué? - dijo de forma autoritaria.
- ¡Mierda! - contesté sin pensar, harto de sus observaciones.
- Quique, reflexiona.
Cogí aliento, bajé la cabeza y, mientras aun resonaba la sórdida expresión que había soltado en el interior de mi cabeza, busque la calma donde no la había, hice un chasquido con la lengua en el paladar y me despedí de Concha sin abrir siquiera la boca.
- Pero.... - oí a mis espaldas mientras desaparecía de su visión.
Mi querida Marta estaba paseando sola y en una silla de ruedas y yo no tenía tiempo para explicar todo lo que dicha imagen me hacía sentir.
Volví a recorrer el pasillo central y sus afluentes laterales; me colé por todos los rincones del centro e incluso eché una ojeada por entre los abigarradas perchas de la ropa y los huecos de los probadores. Pero mi búsqueda no obtuvo resultado.
Seguro que Marta había terminado de hacer su compra y ya se hallaba fuera del hiper-mercado.
Las suposiciones sobre lo que le había sucedido para acabar sobre una silla de ruedas empezaron a divagar sobre mi mente mientras salía al aire libre, recordando lo orgullosa que era Marta, incapaz de pedir ayuda a nadie, y me la imaginé sola en el mundo, alejada de la vida social, y refugiada en el mundo de los libros y de la música clásica.
Marta era muy suya, independiente incluso de su propia familia y...acordándome de como era, se me hizo un nudo en la garganta y casi se me saltan las lágrimas.
¿Porqué diablos no me había llamado? ¿ Y Damián? Ese cerdo sin sentimientos.... ¿No había podido siquiera mandarle un mensaje? Seguro que el muy cabrón, después de tirarsela doscientas veces, se había evaporado en cuanto llegaron los problemas... el problema.
Los sentimientos se fueron amontonando todos juntos en la boca de mi estómago y, cuando llegué junto a mi Renault, contemplé extrañado que el coche de Marta seguía allí aparcado: debía seguir en el interior del centro e, incapaz de estarme quieto, volví por donde había venido.
Tenía que hablar con ella de una vez, saber lo que había pasado, y ofrecerme para lo que hiciera falta. Aun la quería y no podía seguir ocultándolo.

No obstante, cuando yo entraba por la puerta principal, vi que ella salía de la línea de cajas registradoras y no lo hacía sola: Alguien se había colocado a la par, en otra silla de ruedas, y los ojos de Marta brillaban, ahora sí, iluminados.
Yo me arrimé contra el escaparate de una zapatería, haciendo que observaba unos deportivos, y esperé a que Marta y su acompañante me sobrepasaran por detrás. Cuando así lo hicieron, me fijé en el reflejo del escaparate y vi que era Damián, él que había sido mi mejor amigo, el mismo que me había robado la vida, y que ahora, al parecer, había compartido la misma suerte que mi anhelada mujer.
Me volví hacia ellos, por detrás, y del mismo modo que los había visto hacía un año, contemplé como se daban un apasionado beso mientras se dirigían a un establecimiento de frutos secos y golosinas. Se rieron al tropezar con una columna y, alegres, continuaron rodando en su camino.
Durante un instante, unos segundos apenas, el tiempo se detuvo y me convertí en estatua. Un extraño silencio, casi sobrenatural, se apoderó de mí y, como bendecido por lo que acaba de ver, mi corazón empezó a encherse de satisfacción y, por un instante, fui el hombre mas dichoso del mundo.
Me di cuenta de cuan engañado había vivido hasta ese día y, el haber visto que Marta no estaba sola y que además era feliz, no provocó en mi ningún sentimiento encontrado, sino que me lleno el alma hasta los topes de tal forma que, cuando me crucé con Concha le di un beso en los labios y, ante su atónita mirada, le quité su carro de las manos para acompañarla durante el resto de esa tarde de martes.

Dillinger, el apoteósico

Dillinger, el apoteósico

Ya está.
Dillinger cerró el manuscrito con suma lentitud y de su boca salió un sentido suspiro de satisfacción.
Había concluido su alegato contra el mundo en él que le había tocado vivir y cerró sus ojillos durante un instante, embargado de placer y libre de todo remordimiento, incluso pena. Su carácter siempre había sido en exceso decidido y el motivo que alumbraba sus últimos días no inspiraba sobre sus actos ninguna clase de duda o vacilación. A pesar del desastre que se cernía sobre él, sabía que había un solo camino, sin diatribas ni contemplaciones, y lo iba a recorrer en ese mismo día.
Era el séptimo de quince hermanos. Una buena posición para quien cree en la suerte, aunque no era su caso. El sol que lo vio nacer descansaba (aun descansa) sobre las verdes praderas de Wisconsin, en una zona rural cuyo único rastro de la civilización son las enormes plantaciones de maíz y algún que otro carril nebuloso que dejan los reactores sobre el azul del cielo. En la tierna niñez ya vio claro que su destino estaba lejos de los suyos, que yacía lejos de aquel ambiente, puesto que sus aptitudes superaban claramente las preocupaciones por el día a día, y en su afán no estaba el desaprovecharlas. El extraordinario talento que demostró desde muy crío y su vocación por lo artístico hizo imposible que continuara viviendo en Wisconsin, por lo que abandonó su hogar en cuanto tuvo posibilidad, al pairo de su desarrollo, y cuando allí ya no había nada que lo retuviera.
Atravesó praderas y montañas, el mismo desierto del Colorado, y durmió sobre el heno e incluso a veces sobre el barro. Sufrió todo tipo de penalidades antes de llegar a su destino, en la soleada California, el mítico estado del Pacífico en plena época de sueños y soñadores, en los tiempos en que la fama y la riqueza eran tan palpables como el aire que se respiraba.
Dillinger sabía que aquel era su territorio natural y corrió apurado hacia sus propios designios: hacia Hollywood, la fábrica de las estrellas, la meca del séptimo arte.
Sin embargo, sus inicios fueron bastante complicados y tuvo que asumir que debía empezar su carrera desde el punto más bajo, subir los escalones de uno en uno. La competencia en la ciudad era feroz y, como él, miles de individuos suspiraban por alcanzar la misma meta, la estrecha y deslumbrante cúspide del cine. Así, trabajó en los oficios más dispares, como extra de mil películas, confundido casi siempre entre las multitudes y sin llegar a ser ni el reflejo de una cámara, sufriendo todo tipo de humillaciones y servilismos mientras iban surgiendo nuevas estrellas en el firmamento. Su optimismo empezó a nivelarse con una contenida rabia, un sentido amargor que se dolía de la evidencia de que nadie lo valoraba como debía, y el cielo empezó a oscurecerse y languidecer; hasta las deslumbrantes sonrisas de las vallas publicitarias que poblaban la ciudad le sonaron como burlas, recochineos dirigidos hacia su persona. Pero él no había hecho tan largo trayecto para nada y, además, el mundo no podía desperdiciar el inmenso talento que se atesoraba junto a sus mil virtudes. Si existía la justicia, Dillinger triunfaría muy pronto y su nombre, su rostro, permanecería entre los eternos más allá de lo simple y cotidiano.
Por fin, un día llegó su oportunidad. Corrían buenos tiempos para la industria cinematográfica y el carácter propagandístico y democrático de la época puso al uso los denominados castings. Se publicaba un anuncio en el periódico con las características personales que deseaban ciertos productores y los mil aspirantes a la fama corrían en la búsqueda del deseado papel. Comenzaba pues una primera selección a sobre vista, fijándose únicamente en el aspecto, y al final, después de unas cuantas pruebas más, seleccionaban a unos pocos finalistas.
Dillinger supo que estaba en el sitio preciso, ante la oportunidad de su vida, y durante una larga semana de abril fue superando a todos sus rivales hasta que, finalmente, solo se quedaron en la selección él y un tal Mick, un tipo de Nueva Orleáns cuyo sexo invertido, se decía, le había abierto muchas puertas, demasiadas en ese caso. A pesar de los favores que otorgaban dichas ventajas, Dillinger tenía claro que el elegido era él mismo, pues sus dotes teatrales interpretando hasta el mismo Hammlet habían provocado el aplauso de cuantos observaban dicho casting, y su rival solo había arrancado unas pocas risas gracias a su hilarante tono de voz, demasiado agudo, y a su aspecto vespertino, ágil y espabilado, y en ocasiones ridículo.
Pero, aciago el día, cuando solo hacía falta oír su nombre por boca del famoso productor de cine, Dillinger se sintió tan satisfecho consigo mismo, embargado totalmente por su egocentrismo, que incluso accedió a realizar una entrevista que lo apuntaba como una nueva y prometedora estrella.
Craso error por su parte.
El diario sensacionalista que público la entrevista se hizo eco de sus frases más inconcretas, aquellas cuyos flecos daban lugar a las peores conjeturas, y el titular de dicha entrevista dejó al descubierto ciertas interioridades del casting, sobre todo las del director y las del productor de la futura cinta:
FAVORES SEXUALES ENTRE BAMBALINAS
Y se acabó.
Dillinger fue expulsado del plató en donde se realizaban las pruebas y Mick, el mediocre, resultó elegido por unanimidad.
Se acabó de verdad. El sueño americano se vio truncado por culpa de un periodista que había tergiversado unas simples apreciaciones y todas las puertas de la ciudad de fueron cerrando para Dillinger, una tras otra, sin tener en cuenta su talento y sin escuchar las mil disculpas que arguyó con su pequeña boca.
En los años posteriores, Mick, el tipo de Nueva Orleáns, se convirtió en todo un fenómeno mundial, mediático y artístico, y Dillinger acabó actuando por los peores teatros del medio oeste americano, interpretando pequeños papeles en casposas comedias sin una gota de arte, y bajo la atenta mirada de los vulgares pueblerinos cuyo gusto por la farándula se mezclaba con el palillo que roían entre sus dientes.
La esperanza y la ilusión de Dillinger se convirtió en odio y rencor, incrementándose con el tiempo, y su juventud se fue apagando sin fulgor alguno.
Ya nada le importó de veras, ni el amor ni la riqueza. La vida perdió todo el valor para él y del más recóndito lugar de su mente surgió una tenebrosa idea que llegó a acaparar toda su existencia, el motivo por el que seguir luchando. Sobre su rostro se dibujo un rictus marcado con toda la acidez y amargura que lo embargaba y la palabra venganza se demostró plena ante todas las demás del vocabulario.
Tomó una decisión, la única que creía que podía tomar después de que la sociedad lo hubiera obligado a ello, y el impulso de su talento artístico se reconvirtió en una malvada maquinación que lo elevaría por encima de los demás mortales.
Dillinger triunfaría de un modo tan sutil que nadie lo olvidaría jamás.
Pero no se iba a precipitar con cualquier acto. Él no iba a despachar a quienes lo habían hundido en la miseria ni iba a hacer tristes alegatos de su desgraciada injusticia. Era mucho más inteligente que eso y, aunque su objetivo era oscuro, muy oscuro, la preclaridad de sus ideas discurrían de maravilla por su cerebro. Quienes se acordaran de él en el futuro lo harían con asombro y estupefacción.
Así, discurrió como vengarse del sueño americano y se detuvo sobre las alternativas que tenía para ello: destruir la estatua de la libertad, echar abajo el Empire State, asesinar al presidente y a toda su familia, contaminar la Coca-cola y a sus millones de clientes... ¿Armas biológicas o químicas? ...¿O un atentado en plena gala de entrega de los Oscar?....
Era complicada la elección. Cualquiera de sus pensamientos causaría la deseada conmoción que andaba buscando y, sin embargo, debía elegir una que fuera posible, realizable, pues su infraestructura destructiva se reducía sobre él mismo, con las citadas ideas como únicos medios, y era consciente de que no podía fracasar... de ninguna de las maneras.
Dillinger envejeció al mismo tiempo que su maquiavélico plan. Las articulaciones de su cuerpo perdieron toda su gracia y soltura, pero no así su determinación, que se asentó y maduró hasta fraguarse en definitiva. El plan dejó de ser un simple futurible y Dillinger abandonó California para llevar a cabo la indómita venganza para la que seguía viviendo, por lo que cruzó todo el país, de oeste a este, y se estableció en una región tan luminosa como la que había abandonado, en la Florida.
No obstante, antes de acabar la historia que él mismo protagonizaba, cayó en la cuenta de que debía darle forma: escribirla, firmarla, y hacer que la misma figurara en los estantes de la posteridad.
¿De qué valdría tanto trabajo y tanto sudor si nadie lo iba a valorar después?
¿Acaso el público no merecía tener la información apropiada sobre su persona?
Desde luego que sí.
Sobre unos folios en blanco empezó a escribir todos su anhelos y experiencias, aquello que el mundo había perdido al despreciarlo y, también, lo soliviantada que quedaría su alma después de tan demoníaca acción. Así, la carta de despedida creció en tamaño y tiempo, y después de varios meses de tinta y de literatura decidió que el gran manuscrito ya albergaba en su interior lo básico y lo fundamental de su periplo; la esencia que envolvía su ser.
No había más que decir: Sólo actuar.
Al acercarse al objetivo, Dillinger atravesó varios controles de seguridad sin contratiempo alguno, y se dispuso a abordarlo.
En su juventud no habría tenido ningún problema, pero los años le habían usurpado la mayor parte de la vitalidad y, consecuentemente, sus pasos eran lentos y breves; el camino, arduo e interminable. Cada escalón era como una gran montaña y, además, Dillinger debía estar muy atento ante el continuo trasiego de técnicos y científicos, pues una simple mirada sobre su figura y el fracaso volvería a teñirlo de gris, enterrarlo para siempre entre el olvido de los desgraciados; por lo que anduvo con sus cinco sentidos y, cada uno de dichos sentidos, despiertos sobre las ascuas de una gran concentración.
El lugar más complicado era en el acceso principal: una larga rampa que estaba bajo una continua vigilancia, con cien cámaras apuntándola sobre otros tantos monitores, tan descubierta como los atriles de los teatros por donde había vagabundeado, y que acabó por decidirlo en una larga espera.
El sol de justicia cedió el paso a la helada de la noche y Dillinger pensó que era el momento apropiado para cruzar la rampa. El camino estaba iluminado por varios focos deslumbrantes, unas sinuosas sombras sin sentido que eran provocadas por los cruces de la luz artificial, y Dillinger se apuró para aprovechar dichos resquicios de aparente oscuridad. Sin embargo, fue imposible. La puerta de la nave estaba cerrada y tuvo que volver sobre sus propios pasos.
Se ocultó detrás de un panel de dígitos cambiantes: cifras y números que informaban de la temperatura, la humedad y, por supuesto, de la hora del despegue, hasta que, pasadas las horas, amaneció un nuevo día y la impresionante visión de Cabo Cañaveral se adueño del moderno espectro del lugar.
El contraste entre la vespertina calma ambiental y su creciente intranquilidad era evidente, y tiritó de frío aun cuando por sus poros se destilaba un sudor espeso y pegajoso. No había demasiada piedad para con sus nervios y aquel primer y fallido intento sumió sobre su determinación una profunda grieta repleta de desconfianza. Nada avalaba ya el éxito que tanto había planificado y quizás debía ir encomendándose a la simple suerte. O desistir. Si, retroceder prudentemente y buscar una alternativa más plausible: una retirada a tiempo que garantizara cuando menos cualquier intento futuro y...
Pero no. Dillinger estaba demasiado entrado en edad como para seguir esperando y dudaba que tuviera fuerzas para empezar de nuevo. Además, ¡qué diantres!, de siempre había sabido que llegar a cumplimentar el plan no iba a resultar nada pero que nada fácil y, sin en algún momento se lo había parecido, simplemente es que se había equivocado. Por lo que Dillinger, en un desastroso estado emocional, se dijo que no había vuelta atrás y apretó los dientes tratando de aplacar su flácido tesón. El odio que fagocitaba por sus adentros debía prevalecer ante cualquier lúgubre pensamiento, sobre cualquier cobarde tentación, y se obligó desde su escondrijo ante la guardia de una mejor ocasión.
Así, a una hora muy determinada, a las ocho p.m., en la antesala de la rampa que llevaba hacia la nave, comenzó a arremolinarse un nutrido grupo de obreros especializados.
Las voces y las órdenes de trabajo se incrementaron a media mañana y unos cuantos periodistas se acercaron hasta el lugar. Algo importante estaba pasando y Dillinger, sin un sitio más seguro en donde esconderse, cerró los ojos y rezó para que la providencia lo resguardase de las miradas. Cuando abrió los ojos, vio como unos astronautas se despedían entre mil resplandores fotográficos, y el primero se dirigía ya hacia el trasbordador espacial.
Era el momento, entre la multitud y el frenesí, en medio de la algarabía de la despedida. Dillinger se confundió entre los técnicos que rodeaban a los astronautas y se introdujo en el oscuro interior de la nave.
Ya está. Suspiró tranquilo. De momento nadie había alertado de su presencia... de momento.
Se deslizó hasta la cabina de control antes de que llegaran los ocupantes oficiales de la nave y busco la esquina más retorcida del habitáculo, calibrando mientras los peligros que aun debía superar.
Las pesadas botas de los astronautas anunciaron la inminente llegada de los mismos y Dillinger reptó por debajo de una consola acribillada de luces, chivatos de mil colores que informaban del estado de las entrañas de la nave. Durante unos segundos perdió la visión y, cuando se habituó a la oscuridad del lugar, vio que estaba rodeado por un sin fin de apretados cables. Era un lugar incomodo, bastante claustrofóbico, pues apenas se podía mover, pero de momento parecía seguro; al menos, la voz tranquila de los astronautas no le demostraba que hubiera ningún problema en el desarrollo del despegue. Aunque no debía fiarse, pues, sin ser un entendido en la materia, sabía que estaba dentro de uno de los aparatos más sofisticados de la ciencia moderna y los datos y los parámetros que debían estar midiendo los ordenadores de Cabo Cañaveral informarían con absoluta precisión de cualquier anomalía.
Sin embargo, llegó la hora y la cuenta atrás se desnudó de sus valores más altos hasta figurarse como un solo dígito:
9,8,7...
Dillinger se acomodó lo mejor que pudo, contra una esquina de la consola.
... 6,5,4 ...
Respiró profundamente, tratando de retener los alocados latidos del corazón.
... 3,2,1 ...
El gigantesco trasbordador espacial hizo un amago, un último intento por amarrarse a la gravedad, y...
0.
Rugieron los motores, envolviendo de humo todos los recovecos del complejo aeronáutico, y el fuego lanzó sus llamaradas contra la base de lanzamiento y la nave espacial se levantó sin remisión sobre su peso, apuntando claramente hacia las alturas; hacia el cielo que, paciente, esperaba.
La atenazadora fuerza del despegue aplastó a Dillinger contra el suelo y solo después de unos segundos pudo concentrarse en lo que había venido a hacer: en su trabajo.
Así, sin dilación alguna, y presto de una sola voluntad, el pequeño Dillinger se apuró en arruinar, en destruir.
Como carecía de herramientas, utilizó las garras tratando de despellejar los cables que lo rodeaban. Pero fue totalmente imposible: era incapaz de causar daño alguno.
Se detuvo un instante, y una elocuente sonrisa se dibujó sobre su rostro.
No fracasaría. Desde luego que no.
Dillinger abrió la boca y mordió con rabia, cercenando un cable, otro cable, y otro más.
El trasbordador se desvió ligeramente de su trayectoria y el rozamiento incrementó en mil grados su calor. La estructura comenzó a ceder y, al cabo de una fatídica milésima, la nave estalló como la erupción de un volcán sobre los cielos. La estela vertical de los propulsores se transformó en una vorágine de humo que crecía más y más sobre sí misma, y devoró toda la materia en una tétrica imagen que se plasmaba en las alturas, la histórica foto para el mudo asombro de todos cuantos aquel día contemplaban el espectáculo.
Los astronautas murieron de inmediato y el sueño americano vivió un triste día de luto.
Dillinger, el pequeño ratón, también murió; pagó con su vida la inmensa frustración que arrastraba desde su juventud y ni siquiera Mick, aquel tipo de Nueva Orleáns que le había arrebatado la gloria, alcanzaría un final tan apoteósico como el suyo. Ni siquiera Mick... Mickey Mouse.

Misterio originario


Bicicleta
Cábala
Gardenia
Quilombo
Tantalio


De la serie: los misterios de la vida, por el maestroTsu Min Tsao.
Misterio 105:
De los ojos rasgados

Como en otras ocasiones, su madre se había precipitado.
Cuando el vagón se detuvo del todo, el pequeño Lin Yong se bajó en el andén y se sentó en uno de los siete bancos vacíos de la estación de Xian-nan. Eran las dos de la madrugada, hacía un poco de frío, y estaba solo. Su madre, temerosa de que perdiera alguna de las enseñanzas sagradas, lo había enviado en una hora equivocada, medio día antes de lo que correspondía, y ahora tendría que esperar allí mismo, solo y aburrido.
Sin embargo, Lin Yong era un joven muy inquieto, conocía de sobras el camino hacia el templo de Ulua-Sur, y empezó a andar por entre los cerros que bordeaban Xian-nan. Serpenteó por el sendero, bosque arriba, pisando las desnudas losas del suelo y esquivando las ramas que la oscuridad no acababa de ocultar del todo. Con once años recién cumplidos, Lin Yong era un chico intrépido y decidido y en su caminar no hicieron ni asomo los miedos propios de su temprana edad. Así, una hora después de emprender la marcha, ya estaba a las puertas del templo de Ulua-Sur, el QUILOMBO de los templos de la enseñanza; el más lejano y el más atípico cuando menos, y se sentó sobre el pilón lateral del puente de piedra: un puente que atravesaba el estanque de la liberación del jardín exterior.
La puerta del templo estaba cerrada y Lin Yong decidió esperar allí mismo, quieto, sentado... escuchando a las ranas y a los grillos.
Por desgracia, el maestro Tsu Min Tsao era un poco dormilón y no abrió la pesada hoja de madera hasta bien entrado el mediodía, ocho horas después de la llegada de Lin Yong.
- ¡Pequeño Sumiki! - gritó su maestro al verlo, con un extraño alborozo.
El maestro salió muy apurado de su hogar, pasó junto al joven como una exhalación, levantó la falda de su durumagi, y se puso a hacer las necesidades lo más cerca posible de los nenúfares del estanque.
- Lin Yong, maestro - le replicó el joven, haciéndole saber quien era... una vez más.
- ¿Lin Yong....? - hizo un último esfuerzo de esfinter y añadió:- ¿El hijo de Sumiki?
El joven no respondió. Era completamente inútil discutir sobre su identidad con el maestro Lin Yong. Él era su único discípulo desde hacía dos años y acudía durante varios días al acabar la primavera y al comienzo del otoño. Aun así el viejo maestro seguía confundiéndolo con sus anteriores alumnos: los honorables miembros de la familia Sumiki que, aun no sabía porqué, habían abandonado las necesarias enseñanzas de la vida.
- ¿Y a qué se debe tan grande honor pequeño Sumiki? - le preguntó el anciano tras apretar el cinturón.
- El saber, maestro.
- Ahhhh.....
- Los misterios, maestro.
El anciano olisqueó el ambiente, cayó en la cuenta de cuan desagradables eran los aromas de sus propios excrementos, y dijo:
- Caminemos pues.
Con aire despistado, el maestro miró a su alrededor e invitó al joven a que lo siguiese por la senda que rodeaba el templo: el camino hacia el arroyo del bosque.
- Un día maravilloso.
- Lo es maestro... Pero....
- ¿Qué?
El ruido que hacían las tripas del muchacho era una respuesta mas que evidente: parecía que los intestinos se estuviesen matando entre sí , a punto de convertirse en serpientes antropófogas, clamando alborotadamente por un simple bocado. No obstante, el joven Lin Yong decidió silenciar de palabra su hambre y persiguió el lento paso de su maestro.
- ¿Cual fue nuestro último misterio, Sumiki?
- El del rabo, maestro.
- ¿Rabo?
- Si, maestro. De como los hombres se desprendieron de su retorcido rabo al cambiarlo por el morro del jabalí.
- ¿Jabalí?
- Si, maestro. Un enigma que solucionaba otro anterior: El porqué nuestros antepasados solo comían trufas.
- Ahh... ya recuerdo...
- Creo maestro pues, que ha llegado la hora de que me explique el misterio del amor.
El anciano Tsu Min Tsao se detuvo para coger aliento. Habían llegado junto al arroyo sagrado, junto al cual se encontraba el único lugar del bosque en donde los árboles desaparecían en un extenso claro: un prado en donde el sol inundó de luminosidad sus rostros.
- No estás preparado, Sumiki.
- Pero...
- Antes debes conocer todos los misterios originarios.
- Pero...
- ¿Acaso sabes porqué los occidentales tienen los ojos redondos como la luna llena?
- No - dijo el joven de mala gana, dispuesto ya a escuchar otra CÁBALA sin fundamento mientras su estómago proseguía aquejado de un vacío inquieto.
- Los occidentales no saben leer.
- ¿... ?
- Si. Descienden directamente del buey.
- ¿Y por eso no saben leer, maestro?
- Exacto. El buey es un animal que apenas levanta la cabeza del suelo. Está mirando continuamente el suelo en busca de alimento y abre los párpados hasta casi volcar las órbitas de sus ojos.
- Sigo sin comprender, maestro.
- Nosotros, sin embargo, somos los hijos del muflón.
- ¿Muflón? - preguntó el joven Lin Yong estupefacto, pues aun no hacía ni dos misterios que había descubierto que estaba emparentado con el águila real.
- Claro, Sumiki. De quien sino podíamos heredar la obstinación... la típica cabezonería del valiente pueblo de Corea.
El joven asintió sin convencimiento alguno. Estaba empezando a comprender el porque la familia Sumiki había abandonado las enseñanazas del anciano.
- ¿Porqué vive el muflón en la montaña?
- No lo sé, maestro.
- Para poder leer.
- ¿Leer qué, maestro?
- En el cielo, Sumiki. En el cielo. De ahí la fina belleza de nuestra mirada, que permite discernir claramente los enigmas escritos en el manto que cubre el día.
- Pero maestro - protestó Lin Yong -, yo no puedo leer en el cielo.
- ¿Cómo que no?
- No, maestro - respondió convencido, pero sin levantar mucho la voz.
- ¿Qué ves allí? - le preguntó el maestro señalando con su mano hacia arriba, en dirección a una algodonosa nube.
- Yo...
- Fíjate bien.
El joven comprendió el juego al que había sido abocado y dijo lo primero que se le ocurrió:
- Un cucurucho de helado.
- No.
- ¿Un árbol?
El maestro le dio un coscorrón en la cabeza y, enfadado, dijo:
- ¿Es qué no ves que se trata de una flor?
El joven miró hacia la nube, que rápida se desplazaba hacia el oeste, y dijo:
- Una.... rosa.
- ¡Rosa! ¡Pero tú no serás uno de esos cabezas cuadradas!
- ...amapola... ?
- ¡Idiota! - gritó el anciano, propinándole un segundo coscorrón - ¿ No ves acaso que se trata de una GARDENIA?
El joven Lin Yong abrió la boca como un idiota. Si su viejo maestro esperaba que acertará en alguna de sus elucubraciones... pues iba a cansarse de golpear sobre su cabecita.
- ¿Y aquello qué es?
El joven se volvió hacia el norte. La nube que ahora le señalaba estaba tan deshilachada que solo parecía lo que realmente era: una nube.
- No lo sé, maestro.
- Piensa un poco.
Inutilmente, pensó.
- No lo sé, maestro.
- ¡Eres el peor discípulo que he tenido a lo largo de toda mi vida!
El joven, apesarado, bajo la cabeza.
- Lo siento, maestr....
- ¿Es qué no ves la BICICLETA?
El alumno escudríñó con atención la citada bicicleta, pero le fue imposible ver nada.
El maestro, sin embargo, por su mirada, parecía ver hasta la marca de la misma, si tenía pinchada alguna rueda o no, e incluso si el cuadro era de aleación de titanio, de TANTALIO, o hecha con una vulgar caña de bambú.
- Tiene razón, maestro - mintió el joven alumno antes de recibir un nuevo golpe.
El maestro Tsu Min Tsao pareció entonces satisfecho de su enseñanza, sonrió ligeramente, y dijo:
- Es que nosotros, al igual que el muflón, sabemos leer en el cielo.... y de ahí nuestra bella mirada.
- Claro, maestro.
- Y ahora...
- ¿Si, maestro?
- ¿Quieres que te explique el misterio del amor?
El joven Lin Yong se sorprendió por la pregunta. La ceremonia del amor era el misterio mas esperado por cualquier joven . El enigma que resolvía él de la vida misma y que daba lugar a la existencia.
- Claro, maestro - respondió nervioso.
El maestro escuchó entonces el reconocible sonido de un estómago vacío: Qqqqrrrcrhhenchhhhhhhh....solo que esta vez esta vez era el suyo propio, claramente, y dijo:
- Pero bueno.... Ese es un asunto que ya aprenderás a su debido tiempo.
Y ambos, el maestro y su alumno, retornaron hacia el templo después de haber desvelado un misterio originario mas.
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