viernes, agosto 25, 2006

La línea de la vida


Miré la palma de mi mano y traté de adivinar cual era la línea de la vida: si las dos paralelas que atravesaban de lado a lado la palma o las dos diagonales que nacían cerca de la muñeca y que, como el delta de un río, se desparramaban en la playa de mis callosidades. Aunque, quizás careciera de dicha línea y, ausente de tal, lo estaría de sus obligaciones, por lo que Dios, seguramente, se había olvidado de llamarme a su presencia...
Miré otra vez los surcos de la palma, con más atención, forzando mis dos cansados ojos, y me sonreí ante la idea de que mi línea, de existir, seguramente era ya muy cortita, apenas visible, con el piloto de la reserva mustio y agotado, sin apenas luz.
- ¿Cual es la línea de la vida?
- ¿Qué dice abuelo?
Mi nieta acercó su oreja junto a mis agrietados labios y espero que mi aliento cansino repitiera la pregunta.
- No lo sé abuelo - me respondió con una sonrisa -. ¿Lo dices por lo de tu cumpleaños?
No dije nada. Esa nieta mía, la del pendiente en la punta de la lengua, siempre me responde con otra pregunta, y si no fuera porque tiene unas manos de oro para afeitarme cada domingo ya la habría mandado al carajo.
- ¿Está contento? - me preguntó Manuel, mi hijo más pequeño, el más simpático también de la media docena de críos que trajo a este mundo mi querida Ofelia.
Asentí.
- ¿Y qué le parece? Aquí estamos todos.
- Todos no - lo corregí.
- Bueno... Todos los vivos. Somos veintinueve: entre hijos, nietos, bisnietos, y los dos tataranietos.
- ¿Y ese? - dije señalando a un joven de gafas cuyas entradas en el cabello le llegaban hasta la coronilla.
- Es un periodista, que viene a quitarle una foto.
- ¿Y ese otro? ¿Ese señor tan feo?
- Es el señor alcalde, abuelo - me dijo por detrás una nieta cuyo nombre siempre se me olvida.... Caterina, o Catalina, o Severina... Algo de "ina".
- ¿No será de las derechas?
No me respondió nadie.
- Si es de las derechas, que salga de esta casa - dije con el dedo en alto.
- Pero abuelo...
- Ni abuelo ni ostias. Si es de las derechas que salga de esta casa inmediatamente.
Solo el periodista se atrevió a sonreír. La situación era un poco delicada para todos los presentes y yo no estaba por ceder ni un dedo de mis palabras.
¡A ver si por ser yo viejo no iba a mandar nada!


Entonces, como trasladado por el tiempo, miré para mis cinco hijos: Amparo, Manuel, Rosa, Evaristo, y Miguel.... y me acordé de él, del que faltaba: de José, de mi querido José. El alma de la familia. Mi primogénito, el ser que me descubrió que hay algo mas que uno mismo en la vida. Mi lucero, mi querido José.
Espabilado, inquieto, héroe de todas mis promesas venideras, y que se deslizaba sin remisión por el camino de la gloria.
Sus titubeantes primeros pasos, su cuatro palabras mal puestas durante su primer aniversario, cuando abatía sus palmas tórpemente. Miro hacia mis adentros y aun veo su mochila de cuero, aquella que le regalé un diecinueve de marzo, aunque ya no se cual; su lápiz afilado y la gastada pizarra que le había prestado el cura Manuel, el mismo que había bendecido su primera comunión, cuando José iba vestido como un Gentleman, con su corbata y su traje oscuro, rodeado de hadas y marineritos....
.... Y lloro.... mierda. Se me saltan las lágrimas y no puedo evitarlo
.... se me saltan por mi querido José. Un niño como no hubo otro igual y que se las prometía en un futuro inmejorable, pues era un gran estudiante, un gran muchacho, lleno de nobleza, y nada podía adivinarse sobre un camino distinto.
No obstante, José tuvo muy mala suerte, muy mala. El haber nacido a principios de los años veinte, cuando la consolidación de los grandes inventos de la época, no le garantizó la promisión de su futuro. Yo era un vulgar cabo primero cuyo sueldo apenas alcanzaba para las tres semanas que tenía el mes, pues los siete, ocho, nueve, o diez, últimos días no eran de ninguna semana, no eran ya de nadie, y solo Ofelia, mi mujer, se las entendía con dichos días. Aun así, con los apuros y demás menesteres de la escasez, nos las entendíamos y éramos felices a nuestra manera, con la media docena de mocosos saltando de aquí para allá.
Pero en el 36 cambió todo. Los grandes cerebros de este país decidieron dirimir sus proyectos en el campo de batalla y a mi me toco defender la legalidad: ese estatus que no me daba para vivir, pero que me sostenía durante tres semanas cada mes. Así, tuve que partir para la guerra y abandoné a mi familia, a mi querida Ofelia y a nuestra media docena. Aunque preveía que aquello no podía durar mucho y tras algún que otro escarmiento a los revoltosos, cuatro o cinco tiros al aire, estaba seguro de que volvería muy pronto a la rutina.
Recuerdo aquel día como si lo estuviera viviendo ahora, cuando cogí a José por los hombros y, medio en broma, medio en serio, con mi voz mas profunda, le dije que era el hombre de la casa, el encargado de que todo saliera para adelante.
Dios.... que dolor....
Aquellos ojos claros, serios, tan llenos de responsabilidad. Su rostro dubitativo ante mis palabras... Serio, muy serio... mucho mas que yo.
Y no.. no, no, no... No lo volví a ver nunca mas, nunca... Nunca volví a ver a mi hijo... Nunca.
Dios.... No lo volví a ver..
En el frente guerra, y mas bien debido a las numerosas bajas de mis superiores, fui ascendiendo hasta el grado de teniente, algo impensable en tiempos de paz; y dichos galones fueron una de las causas de mi amargura. Cuando fui capturado durante la batalla del Ebro, los fascistas, exaltados por la victoria, me juzgaron en el mismo campo en donde descansaban mis compañeros, cientos de cadáveres, y me condenaron a muerte con un título que rezaba mi traición a Dios y a la patria... Pero tuve suerte: Un cura se apiadó de mi por entonces y jurando y perjurando sobre una mentira afirmó que éramos parientes y logró que me llevaran hasta Zaragoza en donde un tribunal militar me condenó para el resto de mis días.
Y mientras... mierda... vuelvo a llorar... mientras, mi querido José se olvidó de sus estudios, de su pizarra y su lapicero, y como el hombrecillo que era cumplió mi mandamiento y se puso a trabajar, cargando pescado en el puerto, repartiendo carbón por las casas... aguantando los insultos de quien tenía la camisa limpia por el nuevo régimen.
José, hijo mío, perdóname por aquello que nunca te pude dar. Perdóname.
José, mi primogénito, el dueño de la sonrisa que me convirtió en un hombre, dio de comer a todos sus hermanos durante mi ausencia, sin faltar ni un solo día a su promesa, sin apenas reposo a lo largo de los diez años siguientes, y hasta que un día de crudo invierno desfalleció en su último esfuerzo y acabó muriéndose mientras arrastraba unos sacos de carbón por la calle Real. Nadie acudió a socorrerlo. Nadie se digno en ayudarlo y la tos que llevaba encima acabó por vencerlo. Murió como un perro, tirado en una esquina, reventado por la enfermedad de los pobres y los pordioseros, por una tuberculosis de la que nunca se quejó...
Mi querido José....
Mierda....


- Pero abuelo... que ahora no es como antes - dijo la nieta del pendiente en la lengua.
- ¡Mierda! ¡Qué se vaya!
- Bueno, señor - me dijo el alcalde -. No se porque razones me debo ir de su casa, aunque se que debo hacerlo. Sin embargo, deje que lo felicite por su siglo de vida. Pocos habitantes de este pueblo lo han logrado y ahora, ahora mismo, es usted el único.
Lo miré dubitativamente, temblándomela mano un poco mas que de costumbre. El hombre parecía un buen rapaz y para nada me recordaba a los fachas con los que me había cruzado durante mi vida en el presidio: durante aquellos malditos doce años, y durante mi vida posterior en libertad hasta que murió el marrano. Sin embargo, representaba muchas cosas para mi y no podía darle mi bendición en esta casa.... No, no debía....
No obstante, el alcalde, dada su importante posición, debía aclararme algo:
- Espere un momento - dije.
El alcalde se detuvo junto a la puerta de mi casa y esperó a que yo hablara.
- Por casualidad ¿No sabrá usted sabe cual es la línea de la vida?

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