sábado, agosto 12, 2006

Del cúmulo de los malentendidos.... él más fresquito


No se puede... No se puede salir así, a lo loco.
¿Qué si estaban buenos los langostinos, los percebes, o el soufflé sorpresa?
Pues no lo sé. Ni me acuerdo. El caso es que enganché una talanquera de tal tamaño que cuando quise coger el coche lo confundí con una hormigonera y faltó solo un dedal para que me introdujera por la boca de la misma. Menos mal que me detuvieron mis compañeros, que estaban bastante mejor que yo, y Manolo, el bueno de Manolo, se ofreció para llevarme hasta casa en su coche. No obstante, cayó en la cuenta de que debía estar en la residencia de ancianos en tan solo media hora, pues debía quedarse con su suegro, que estaba un poco pachucho, y tuvo que volverse atrás en su ofrecimiento para transportarme. Los demás compañeros, que de tales tienen bien poco, se hicieron los despistados, desfilando el que mas o el que menos hacia los confines del universo conocido y por conocer, y solo quedó Mayte y su Seat Ibiza para no dejarme allí, en la calle Velazquez, abandonado y a mi atolondrada suerte.
Mi compañera no lo hizo de buena gana: lo de llevarme hasta casa, y en el trayecto no sobró ni una palabra, pues hubo una huelga litúrgica como no recuerdo otra. Cada curva fue un martirio y las luces de los coches con que nos cruzábamos el remate de dicho martirio... aunque, poco sabía yo en esos momentos que incluso eso, el pequeño infierno al que me había invitado el explosivo cocktail de licores, podía empeorar, y que el solo hecho de acercarme hasta la puerta de mi casa fuera el desencadenante de los mil problemas que generan los celos... o el orgullo... o la dignidad femenina.....o...
El asunto es que yo vivo en el campo, en una casa unifamiliar y con un pequeña finca por enfrente, con su césped, sus cuatro matojos de flores, cuatro o cinco chorradas que uno siempre se olvida de recoger: pelotas de tenis, la manguera para lavar el coche, una tumbona... y Mayte me acercó hasta el portal de hierro forjado de la entrada. Mi buena compañera aparcó el coche y, ante mi inoperancia para despegarme del asiento, se las tuvo que ver con la madre de todos los santos, con la mía propia también, para sacarme de su Ibiza; tirando de mi por las axilas, rodeándome con sus brazos por la espalda, pellizcándome mientras para que no me quedara dormido, y soltando mil improperios que evidenciaban claramente que nunca mas me volvería a llevar en su coche. En fin, media hora larga de desesperación hasta que mis pies, no se sabe aun porque milagro, decidieron salirse de la alfombrilla del vehículo.
- ¡Borracho!
- Guapa.
Y mientras, a unos metros de allí, de la hilarante escena que estaba viviendo, se estaba gestando el inicio de un huracán.
- ¡Borracho de mierda!
- Bonita.... Hermosona.... Maciza.... Buenorra... Cacho-femia...
Tras las cortinas del salón de mi casa, mi mujer, que se había despertado con el alboroto... o que quizás yacía ya despierta desde antes de llegar nosotros hasta allí, al parecer había contemplado como me abrazaba a Mayte, como la besaba repetidamente, e incluso, en alguna que otra ridícula postura, como le hacía el amor a las puertas mismas de nuestro hogar.
De nada valió que subiera las escaleras a cuatro patas dando muestras de mi inoperancia mas absoluta, lamiendo la esquina de cada peldaño. De nada. Ni que vomitará media docena de rosados percebes sobre la W del welcome del ruedo. De nada. El caso es que no pude abrir la puerta de la entrada, y nadie me la abrió tampoco. Acabé durmiendo sobre un macetero y, a la mañana siguiente, cuando el sol cruzaba ya la mitad del cielo, me encontré con una nota escrita a mano en la cual se daba por finiquitado mi contrato matrimonial:
"Se acabó".
Así de claro... sin mas explicaciones, y sin el concurso de mi persona para ratificar esas rotundas palabras.
Miré el papelito otra vez, como si no me lo acabara de creer, y estuve así diez o quince minutos, contemplando la enorme "S" inicial, y sobre todo el brusco acento del final, que casi convertía la "o" en la rampa de lanzamiento de un misil.
Carmiña no se andaba con rodeos ni con chiquitas de tres al cuarto para explicar esto o aquello. No. Era contundente y clara:
"Se acabó".
Arrugué el papel hasta convertirlo en una pelotilla y lo deposité en un macetero, junto a un pequeño ficus que yo mismo había trasplantado el día anterior. Expulsé el poco aire que tenía en los pulmones y el pecho se me hundió hasta juntarse con los omóplatos, dejando que mis hombros, desamparados, cayeran hasta convertirse en dos burdos flecos de mis costillas.
A continuación, y lógicamente, baje por las relucientes escaleras, apoyando mi cansada alma sobre el pasamanos, miré el verde césped del jardín, y tras esbozar sobre los labios el dibujo de una sonrisa medio etílica, medio resacosa, conecté los aspersores del riego y me tiré sobre la hierba, dejando que el agua empapara mis ropas y, de paso, refrescara los sudorosos poros de mi piel.
- Uf... que gusto!

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