martes, abril 11, 2006

Marta


Desde que vivo solo he descubierto que el martes es un día ideal para realizar la compra... siempre y cuando no cuadre en primeros de mes. Dispones de todo el espacio del mundo para aparcar el coche y los pasillos del supermercado son amplios y holgados, como debieran ser cualquier día de la semana. Por ello, como otro martes mas, con una lista de productos en el fondo del bolsillo, me dispuse a cubrir mis necesidades básicas en el hiper de la zona, por lo que aparqué mi Renault lo más cerca posible de la entrada, junto a unas largas hileras de encastrados carros de la compra y, cuando me disponía a bajar del coche, me fijé en la mujer que había aparcado su vehículo junto al mío y se me fue el alma al suelo...
Miré de inmediato hacia otro lado y, como si me hubiera caído una cosa en la alfombrilla del co-piloto, me agaché para ocultarme de ella.
Se trataba de Marta, mi ex-mujer, más guapa que nunca y, para mí, tan odiada como siempre: la única culpable de mi calamitoso estado.
Hacía casi un año que había descubierto su engaño con él que consideraba mi mejor amigo: con Damián, y desde entonces, desde que los había pillado por casualidad en una cafe-bar de la ciudad vecina dándose un apasionado arrumaco, yo no había levantado cabeza. No era capaz de digerir su traición y aquella imagen, la de sus finas y hermosas manos trepando cariñosamente por la nuca de Damián mientras lo besaba, me hizo ver la cara de la locura de un modo muy cercano.
Abandoné entonces mi hogar con lo que llevaba puesto, dejé escrita una simple nota con las claves de la cuenta corriente de la que disponíamos en internet, y mas adelante acudí a un psiquiatra con la intención de levantar mis arrastrados ánimos. Me parecía imposible que aquello estuviera ocurriéndome a mí, que mi Marta tuviese unas necesidades ajenas a las que yo podía cubrir y, las sonrisas cómplices, los maravillosos momentos que había convivido con ella, se convirtieron en esperpénticos recuerdos llenos de falsedad, en forma de afiladas agujas del pasado. Quemé todas sus fotos con la esperanza de borrar su existencia, evité sus amistades, sus canciones preferidas, cualquier lugar común que me recordara algo de ella, y decidí no escuchar, ni visitar, ni siquiera vestir aquello que ella me había recomendado. Debía empezar de nuevo, sin la dolorosa rémora de su recuerdo, y me trasladé a vivir en el barrio de Santa Margarita... Si, el barrio que Marta siempre tachó de feo, impersonal, y odiosamente sibarita.
Por lo que, ese martes, cuando la vi después de todo lo que había pasado, el aliento comenzó a espesarse dentro de mis pulmones, el corazón latió encabritado, y la poca sangre caliente que me quedaba se agolpó toda sobre la superficie de mi rostro.
No obstante, el "trágame tierra" fue escuchado por el hacedor del destino y Marta ni se fijó en mí. Parecía demasiado ocupada organizando no se que cosas dentro de su coche y tardó un buen rato en abrir la puerta. Cuando por fin lo hizo y parecía que ya iba bajar, al tiempo que se me agotaba el oxígeno, vi como hacía un esfuerzo por salir y, patidifuso, con la boca abierta de oreja a oreja, contemplé como se colocaba encima de una silla de ruedas, cerraba después su coche y, rodando, se alejaba de donde yo estaba y se dirigía hacia la puerta del centro comercial.
Sin saber porqué, las piernas dejaron de temblarme, comenzaron sin embargo a silbarme los oídos mientras el mundo se detenía en una extraña secuencia digital, y un extraño sentimiento de culpabilidad comenzó a aflorar en la impertérrita seriedad que me había embargado...
¡Cuantas veces había llegado a desearle lo peor a Marta, incluso la muerte...! ¡Cuántas? Y ahora, al verla sobre aquella silla, ver toda su belleza postrada ante mí... se me vino encima un amargor tan fuerte y repentino que, finalmente, me hizo derramar unas lágrimas por quien había jurado mil veces que no lo volvería a hacer.
Giré la llave del contacto, obviando ya la idoneidad del martes para realizar la compra, y me dispuse para salir de allí. Sin embargo, la imagen que acababa de ver se convirtió en una fijación, en inesperada novedad capaz de despertar mi abotargado sentido de la curiosidad, y volví a apagar el Diesel del motor dispuesto a hacer la compra...

No eran las ofertas lo que precisamente buscaban mis inquietos ojos al entrar en el iluminado comercio. No... no eran las ofertas.
Como siempre, me había tocado el carrito más escandaloso del mundo, chirriante y con unas ruedas alineadas puñeteramente hacia la derecha, por lo que, ligeramente irritado, decidí abandonarlo entre una larga exposición de televisores panorámicos en los que David Bisbal retorcía en el aire sus kilométricos rizos y así el asa de una colorada cesta junto a una caja de cobro. Apurado, saludé a un compañero del trabajo y después me colé por entre la cacharrería de cocina hacia el pasillo central. Desde allí, recorriendo dicho pasillo, de lado a lado, empecé a ojear por todos los laterales del mismo con la intención de ver a Marta otra vez... Me podía más él deseo de verla que la sensata idea de no pensar siquiera en ella y, dejando atrás la totalidad de los productos que había venido a adquirir, llegué hasta los estantes de los tés, los cafés, y los cacaos.
Allí estaba Marta.... Marta.
Su oscura melena, inmaculada y lisa como siempre, delimitaba su bonito rostro: el fiel reflejo de Venus y tal y como estaba impreso en mi memoria, con sus ojos negros y profundos revertiendo sobre una delicada naricilla que parecía pedir perdón por existir, unos labios prietos y decididos y, todo ello, en una sedosa piel que se enmarcaba en un perfil ovalado hasta sucumbir en un mentón angelical.
Era... seguía siendo la preciosa Marta: la mujer más linda sobre la faz de la Tierra.
Sin embargo, algo fundamental había cambiado, y no solo en lo referente a sus piernas, sino también en lo personal, en su áurea, magnetismo... o aquello intangible que con tanta fuerza desprendía de sí y que ahora parecía un tanto desvaído, apagado.
No obstante, y como podía comprobar, continuaba siendo una cafetera empedernida, buscando como solía hacer cuando vivía conmigo su querida variedad de café nicaragüense... él que además de saber bien, ayudaba a una cooperativa a realizar sus labores humanitarias.
Pasé junto a ella, de largo.
No tenía ni el valor para decirle "hola" y corrí a refugiarme en el pasillo de al lado, entre las pastas, los dulces, y las galletas.
- ¡Hola Quique! - oí por detrás.
Me volví. Y, de inmediato, traté de ocultar el fastidio que implicaba para mí la visión de quien me había saludado, componiendo mi mejor sonrisa entre los labios. Ni en Martes se podía librar uno de los encuentros inoportunos.
Era Concha, mi psiquiatra, que era tan buena profesional que incluso fuera de la consulta continuaba con su labor pedagógica.
- Hola - respondí.
- ¿Qué tal...
- Bien - dije apurado, demasiado apurado y cortando su pregunta con excesiva rotundidad.
Se dio cuenta de mi nervioso estado de ansiedad y, echándome la mano por el hombro, dijo:
- ¿Te ocurre algo, Quique?
- No - respondí al mismo tiempo que veía como Marta, por detrás de Concha y en el pasillo central, pasaba de largo y desaparecía por una esquina.
Y Concha, como si hubiera visto a Marta reflejada en mis ojos, dijo:
- ¿Es ella? ¿Es ella otra vez? ¿Vuelves a estar obsesionado con tu ex-mujer?
- No....
- ¿...?
- Bueno... si. Sigo obsesionado con ella. Sigo enamorado.... sigo....
- Entonces las etapas que cruzamos... fueron... ¿Estabas mintiendo?
La miré compungido, tratando de ocultar mis labios en la boca y tras los mofletes, como el niño al que han descubierto todos sus secretos, y no supe que decirle.
- ¿Y ahora? ¿Porqué estás tan alterado?
- Por nada...
- ¿Qué? - dijo de forma autoritaria.
- ¡Mierda! - contesté sin pensar, harto de sus observaciones.
- Quique, reflexiona.
Cogí aliento, bajé la cabeza y, mientras aun resonaba la sórdida expresión que había soltado en el interior de mi cabeza, busque la calma donde no la había, hice un chasquido con la lengua en el paladar y me despedí de Concha sin abrir siquiera la boca.
- Pero.... - oí a mis espaldas mientras desaparecía de su visión.
Mi querida Marta estaba paseando sola y en una silla de ruedas y yo no tenía tiempo para explicar todo lo que dicha imagen me hacía sentir.
Volví a recorrer el pasillo central y sus afluentes laterales; me colé por todos los rincones del centro e incluso eché una ojeada por entre los abigarradas perchas de la ropa y los huecos de los probadores. Pero mi búsqueda no obtuvo resultado.
Seguro que Marta había terminado de hacer su compra y ya se hallaba fuera del hiper-mercado.
Las suposiciones sobre lo que le había sucedido para acabar sobre una silla de ruedas empezaron a divagar sobre mi mente mientras salía al aire libre, recordando lo orgullosa que era Marta, incapaz de pedir ayuda a nadie, y me la imaginé sola en el mundo, alejada de la vida social, y refugiada en el mundo de los libros y de la música clásica.
Marta era muy suya, independiente incluso de su propia familia y...acordándome de como era, se me hizo un nudo en la garganta y casi se me saltan las lágrimas.
¿Porqué diablos no me había llamado? ¿ Y Damián? Ese cerdo sin sentimientos.... ¿No había podido siquiera mandarle un mensaje? Seguro que el muy cabrón, después de tirarsela doscientas veces, se había evaporado en cuanto llegaron los problemas... el problema.
Los sentimientos se fueron amontonando todos juntos en la boca de mi estómago y, cuando llegué junto a mi Renault, contemplé extrañado que el coche de Marta seguía allí aparcado: debía seguir en el interior del centro e, incapaz de estarme quieto, volví por donde había venido.
Tenía que hablar con ella de una vez, saber lo que había pasado, y ofrecerme para lo que hiciera falta. Aun la quería y no podía seguir ocultándolo.

No obstante, cuando yo entraba por la puerta principal, vi que ella salía de la línea de cajas registradoras y no lo hacía sola: Alguien se había colocado a la par, en otra silla de ruedas, y los ojos de Marta brillaban, ahora sí, iluminados.
Yo me arrimé contra el escaparate de una zapatería, haciendo que observaba unos deportivos, y esperé a que Marta y su acompañante me sobrepasaran por detrás. Cuando así lo hicieron, me fijé en el reflejo del escaparate y vi que era Damián, él que había sido mi mejor amigo, el mismo que me había robado la vida, y que ahora, al parecer, había compartido la misma suerte que mi anhelada mujer.
Me volví hacia ellos, por detrás, y del mismo modo que los había visto hacía un año, contemplé como se daban un apasionado beso mientras se dirigían a un establecimiento de frutos secos y golosinas. Se rieron al tropezar con una columna y, alegres, continuaron rodando en su camino.
Durante un instante, unos segundos apenas, el tiempo se detuvo y me convertí en estatua. Un extraño silencio, casi sobrenatural, se apoderó de mí y, como bendecido por lo que acaba de ver, mi corazón empezó a encherse de satisfacción y, por un instante, fui el hombre mas dichoso del mundo.
Me di cuenta de cuan engañado había vivido hasta ese día y, el haber visto que Marta no estaba sola y que además era feliz, no provocó en mi ningún sentimiento encontrado, sino que me lleno el alma hasta los topes de tal forma que, cuando me crucé con Concha le di un beso en los labios y, ante su atónita mirada, le quité su carro de las manos para acompañarla durante el resto de esa tarde de martes.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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