sábado, junio 17, 2006

Runin saturnal


Como la canción de los Who, me sentía libre. Un ser caprichoso y anárquico, fuera de toda ley, insumiso del mundo entero. No obstante, esa sensación tan placentera y juvenil solo me sucedía cada vez que corría por en medio de aquel bosque de pinos. Me convertía en un pasajero del viento, a salvo de la gravedad, de toda deuda con la física, y creía que nunca saldaría cuentas con las limitaciones de mi propio cuerpo. Era irrompible, un runin saturnal, y durante diez largos años entrené todas las tardes como si fuera un atleta, recorriendo sobre mil zapatillas el suave y serpenteante sendero del monte de Doniños. Las piernas eran de hierro, el corazón un pistón infatigable, y mi piel un continuo manto de sudor... Era tal mi obcecación con el deporte, y llegué a controlar de tal forma el dolor y el cansancio, que no detuve la continua progresión de mis metas creyendo que los límites de mi cuerpo eran infinitos, inalcanzables para mi propio yo.
Sin embargo, un día, cuando corría bajo los enormes árboles del pinar, sentí una ligera debilidad en la rodilla y ésta acabo por ceder unos metros más adelante. En ese momento no le presté gran atención, acostumbrado como estaba a grandes sobre-esfuerzos, pero al día siguiente la rodilla dejó de parecerse a si misma para imitar la redondez de una pelota de fútbol, su doblez natural se transformó en una obtusa rigidez,y por primera vez en diez años dejé de entrenar.
La tarde se convirtió en eterna. Con respiración pausada, contemplé el blanco de las paredes de mi casa. Vi como las rayos del sol se colaban por los traslúcidos visillos de las cortinas del salón. Escuché los pasos de mi vecino de arriba, su andar pausado y, también, pesado.... Afuera, de vez en cuando, pasaba un coche.... o un camión... o una moto.
La canción de los Who empezó a sonar al revés, hacia atrás, perdiendo todo su significado en un comienzo silencioso, sin sonido alguno, aplastada por la nada sideral. Y si la vida tenía un significado, un fin concreto que hacía subir las pulsaciones de mi corazón, o dejé de tener vida ese mismo día o, evidentemente, ésta había mudado de color y de sabor hasta convertirse en algo tan descafeinado y banal que me hacía pensar en simples inutilidades. El faro que me conducía en la oscuridad había dejado de guiarme y mi cuerpo era un vulgar cayuco a la deriva en medio de un océano de barreras infranqueables.
- Soy un mueble.
Silencio.
Crucé los ojos de un modo estrábico, tratando de ver lo que no veía, algo que quizás tenía delante de la nariz y que ningún otro ángulo de visión me permitiría ver.
- Estás ahí...
No veía nada, pero adivinaba una presencia, un estar que apenas formulaba su propia sombra sobre mi tabique nasal.
Se trataba de la quietud, de la pétrea inmovilidad que había dejado de ver a lo largo de mi vida de corredor. La tenía delante de mi, casi pegada a mi cara, y juraría que sentía su pausado respirar.
Sacudí la cabeza con fuerza, tratando de separarla de mí, tratando de alejar su estúpida chulería de mi presencia. No obstante, y a pesar de mi insistencia, cuando me detenía, allí estaba, la puta quietud de los cojones, el diablo que me hacía pensar, el blanco de las paredes, el ruido lejano de la calle, los pasos secos y apagados de mi vecino de arriba, el zig-zag eterno de una mosca que colgaba del techo, la nada inabarcable, la sensación de ahogo infinito, el eco anterior al propio sonido, mis alveolos expulsando el aire.....
No. No podía ser.
Unté con agua, sal, y vinagre, la estirada piel de mi dolida articulación, y me condené en ese reposo, en esa, mi cárcel. Aquello debía curar de una vez.
- Mueble.
- Estás ahí... agazapado.
Pero la inflamación no cedió ni un milímetro.
- Mueble.
Y decidí recurrir a otros métodos mas radicales:
Me acerqué hasta la cocina, abrí una puerta de las alacenas, y en el anaquel superior, en el fondo, encontré lo que buscaba: una pequeña caja que había depositado allí mismo hacía diez años.
Posé la caja sobre la mesa y me senté con sumo cuidado, sin perder de vista la caja, como si cualquier gesto repentino fuese capaz de evaporar la misma pequeña caja de delante mía.
Allí estaba, mas parecido a un neceser de costura que a lo que en realidad era: Una caja infernal, la caja del vicio, de los pecados que había cometido en mi juventud.
- Vamos...
Tiré de la tapa hermética hacia arriba y contemplé extasiado el interior.
Metí la mano y empecé a quitar cosas, pequeños objetos que habían adornado aquella época de desparrame, maledicencia sin límite, y auto-flagelación.... Un par de mecheros, un librillo de papel de liar, etiquetas de mis bebidas favoritas, una jeringuilla, una bala de fusil con mi nombre, las entradas de un concierto de heavy metal... fotografías de mis amigos, de mis amigas, de mi chica, fotografías de un ser que no era yo pero que, sin embargo, era.
Todos mis vicios recluidos en aquella caja. Mis vicios y lo que lo acompañaba: las amistades peligrosas que a punto habían estado de acabar con mi persona.... Drogas, alcohol, sexo, música atronadora, y mi cuerpo convertido en el templo de todos los pecados.
- Pero vencí - me dije bajo la media sonrisa de mi cara.
Hacía diez años que había cambiado el desenfreno por el sin parar de mis dos piernas, convertido en un Forrest Gump de los bosques, un ave Fénix dispuesta a defenestrar el pasado a base de continuas zancadas.
- Vencí... - dije sin mucho convencimiento esta vez, consciente de mi débil estado emocional. La puta lesión había trastocado mi mundo, volviéndolo mas lento, mas pausado, mas blanco, mas....quieto, y éste, el propio mundo, parecía mirarme divertido.
Allí estaba, en el fondo. Lo que andaba buscando: el saca-corchos con forma de mujer de ébano candescente, la llama negra y sexual que tantas y tantas botellas había abierto en la continua y festiva alegría etílica de aquellos años, el mejor arma del buen maestro de ceremonias e imprescindible en los guateques que por entonces gustaba de organizar.
Lo miré sobrecogido. El saca-corchos era una simple pieza en la cubertería de cualquier casa, una herramienta mas. Sin embargo, me traía demasiados recuerdos, demasiadas sensaciones, y así, como todo lo que me sucedía desde hacía una docena de años, como todo, debía cambiar el sentido de la lógica, la función para la que había sido creado y convertirse en un elemento al servicio del bien, de mi bien. Si aquel elemento me había hecho un ser infeliz, al borde de la locura, ahora en una lógica sumisa de la continuación de mis sentidos, el saca-corchos debía purgar su existencia cambiando su función inicial, la clave de su existencia, por las necesidades fundamentales de su dueño. Así, como si dotara de alma al pequeño objeto, y además lo acusara de mis pecados, decidí que el saca-corchos se convertiría en la llave mágica hacia mi curación.
Me dirigí hacia el salón, me senté en el sofá, y me bajé el pantalón del chandal que llevaba puesto. Miré la rodilla, la rodilla hinchada, y miré el saca-corchos. Sonreí complacido, y convencido de lo que iba hacer...
Apoyé la punta del saca-corchos en el lado externo de la rótula y, sin pensármelo mas, empecé a retorcer la mujer de ébano candescente, dejando que su acero helicoidal penetrase bajo la hinchada piel de la rodilla, atravesando ligamentos, músculos, tendones; rozando la rótula, rompiendo meniscos, y viendo como el líquido articular del receso manaba de mi articulación como si fuese una fuente de magma viscoso, mojando mi mano y encharcando la alfombra de el salón tras desbordarse por donde el saca-corchos se hundía en la carne de mi rodilla.
Grité.... Aullé como un poseso de dolor. El techo del salón empezó a dar vueltas, como si las dos lámparas fueran los asientos de las cadenetas de un tiovivo, y me desvanecí sobre los mullidos cojines del sofá.
Cuando desperté era de noche, la oscuridad se había apoderado por completo de mi hogar, y solo una tenue iluminación, proveniente del alumbrado de la calle, dibujaba sus resplandores sobre las paredes. Estaba omnibulado, como si hubiera regresado tras un largo viaje, viendo que los objetos del salón estaban en su sitio, tal y como me lo podía haber imaginado, pero con una sensación extraña, de desapego, aunque pasajera hacia su pronto acomodo en el presente.
Me levanté, fui hasta la cocina, y bebí un vaso de agua.
Miré el reloj, le di un pequeño golpe en el cristal, y el segundero se puso a circular de inmediato. Las dos, las tres, las cuatro... ¡que más daba!
Era la hora exacta: aquella que yo más necesitaba, y fui apurado hacia mi dormitorio, a buscar un pantalón de deporte, la camiseta, y las demás prendas de runin, de runin saturnal.
Me vestí en un plis-plas, bebí otro vaso de agua, y salí a la calle, dispuesto a comérmela, dispuesto a azotarla con la suela de goma de mis botines.
Llovía ligeramente, pero era igual. Nada ni nadie me iba a detener. Las tres dimensiones que envolvían mi ser iban a ser atravesadas de inmediato.
Y, decidido, me lancé.....
Y me caí, como un pesado saco de patatas, carente de voluntad y cautivo de la gravedad del planeta. Por poco me rompo los dientes contra la acera y, como un crío, me quejé lastimosamente del inmerecido golpe que acaba de cobrar de contado. Miré entre las lágrimas de mis ojos hacia la rodilla en donde estaba clavado el saca-corchos y vi que lo que antaño era una enorme bola inoperante, inflada como la barriga de un hipopótamo, ahora era un articulado miembro que rozaba la perfección; solo la sangre, que seca manchaba toda la pierna, ponía un ligero pero a su brillante aspecto funcional.
Así, desde la plana, fría, y mojada acera, y tras cavilar un poco sobre lo que estaba sucediendo, llegué a la conclusión de la traición que había causado el aparatoso descalabro tenía su origen en la otra rodilla, en la rodilla supuestamente sana.
Mierda.
No me lo pensé mucho y, tras aplicar una regla de tres inapelable, concebí que la única solución consistía en repetir la operación del sacacorchos en la maldita rodilla traicionera, por lo que desenrosqué el gancho helicoidal del saca-corchos de entre los tendones y los nervios en donde tan bien había actuado en su maña infiltración, clave la punta afilada del pequeño utensilio ligeramente por encima de la rodilla y hundí el acero dando vueltas y mas vueltas y hasta atravesar y hacer astillas las durezas del interior.
Si el dolor me había hecho veloz, y feliz... si con el dolor venimos al mundo, crecemos y nos desarrollamos, con él, con el amigo dolor acabarían todas mis penas.... rotas las cadenas.... arreglados los problemas.
Y el sacacorchos, convertido en bisturí que regresa del infierno juvenil, cercenaría para siempre la unión entre el oscuro pasado y el futuro, un futuro prometedor, liberándome de toda rémora, curándome definitivamente, para siempre.
Porque sin duda, estaba curado.
Me levanté. De la rodilla en donde acababa de clavar el saca-corchos manaba sangre fresca, muy líquida; de la otra, espesa y mas oscura, como gelatina. El aspecto no era muy gratificante, pero lo único que me importaba eran los resultados.
Así, curado, me eché a correr, y corrí: corrí como un poseso, corrí como un loco, como un loco....



Epílogo:

Daniel Berrande, corredor aficionado a medias maratones, creyó en la casuística como si fuera un físico, o un químico, aplicando principios y fórmulas a todos los estados de su vida, mezclando el pasado, con la salud y las penas de su propia conciencia, y, lógicamente, acabó postrado en una silla de ruedas.
No obstante, Daniel Berrande no cejó de sus empeños ni de sus ideas ni un solo segundo y de sus hazañas en las para-olimpiadas de Pekín, no lo duden, ya oiremos hablar más adelante...



Pues si en vez de piernas, tengo ruedas, será por algo... para correr, correr, correr como un loco....

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