miércoles, julio 12, 2006

Breves, cortos, rápidos...

Las cosas claras

Esto se acabó.
Estoy muerto. Acabo de expulsar mi último aliento, el corazón ha dejado de latir para siempre y supongo que estos son mis pensamientos finales.
Ya no hay dolor y eso es algo maravilloso. Después de una semana completa de larga agonía agradezco la calma chicha, el completo reposo en el que ha desembocado la vida de mi cuerpo. No me gustaba ya lo que era, un despojo de mi mismo, y a día de hoy incluso mi cadáver no tendrá un buen aspecto.
Desde que nacemos nos transformamos continuamente: primero hacia la plenitud, confiando en nuestras fuerzas juveniles, y luego, cuando se acaba la inercia vespertina, rodamos en dirección a la decadencia, hacia el fin de nosotros mismos.
Sin embargo, me alegro de haber muerto en el final, en la cama, entre los míos, dejando todos los asuntos aclarados; los puntos sobre las íes y cada papel dentro de su carpeta. Me imagino, desde aquí mismo, desde mi propio óbito, a todos aquellos que mueren de desgracia, en un casual y fortuito accidente, y me sobrecoge la idea de cuantas cosas habrán dejado por comunicar; cuantas palabras de aspecto banal, insustanciales, sin apenas importancia, que le habrán querido decir a sus seres más cercanos, y a los que el golpe del destino cercena para siempre la oportunidad de un "te quiero", un "perdóname", un "ya lo sabía", un "tal vez": Pequeñas frases carentes de discurso, nada grandilocuentes, pero que lo son todo en una vida.
No obstante, no es mi caso y me alegro de ello.
- ... muerto.
Es como un eco.
- Está muerto.
O no.
Quizás, mientras no enfríe del todo, mis oídos funcionan, escuchando aquellas palabras que se dicen en mi derredor.
- Por fin.
Vaya. Esa es Clarise, mi esposa. Por lo visto, está aliviada porque he dejado de sufrir.
Clarise, mi belladona, mi compañera del alma. Clarise. La mujer con la que he compartido la vida durante los ultimos dieciseis años.... maravillosos años. Mi musa.
- Pierre. Marcel ha muerto.
Y ese es Pierre, mi gran amigo desde la infancia, mi alma gemela, con quien he crecido y envejecido, con quien he hecho fortuna tras repartirnos los sudores. Pierre.
- Por fin.
Él, Pierre, también está aliviado.
- Por fin se ha muerto este cascarrabias.
- Si. Yo ya pensaba que también se libraba de esta.
- Duro como un demonio.
¿Qué diablos pasa?
- Así se pudra en el infierno.
No. Esa voz no puede ser la de Clarise.
- ¿Crees qué sabía lo nuestro, Pierre?
Es.... Clarise.
- Ni idea. Marcel estaba tan ocupado con exprimir a sus obreros, con sacar rendimiento a la fábrica, que supongo que no le importabas demasiado.
Esto...
- Aquí no, Pierre. Delante de él, no. No soy capaz.
Esto...
- Venga, Clarise. Hemos estado tantos años escondiéndonos, ideando tantas mentiras, arguyendo cita tras cita en los lugares más inverosímiles que.... - ¿Qué?
- Que te voy a follar aquí mismo, delante de tu difunto esposo.
Esto...
- Te quiero... Pierre.
- Te quiero.... Clarise.

Esto...
- Pero yo encima., Pierre... Los puntos, como decía el viejo, sobre las íes.
Esto....
Esto.... no puede ser.
-... chochito lindo....
Nooooooooooooooooooooooooooo.




De la predestinación


Alvaro acabó diluyéndose en el inmenso océano de la vulgaridad. De vivir como un tipo peculiar, original y divertido, paso a ser un soldado más de la monotonía, un engranaje sin importancia en la frugal sociedad del consumo.
El pelo alborotado de su melena se sumió en la rigida tiranía de la gomina y sus ropas, juveniles de un harto desparpajo, mudaron en respetables trajes de liso corte gris. Incluso su pensamiento, compuesto por ensoñadoras ideas para un mundo de paz, amor, y respeto... para un mundo más humano, se tiñó con el oscuro color de las frías cifras de las facturas, o de los porcentajes fluctuantes, y sus nuevas responsabilidades sustituyeron por completo su antiguo cupo de ilusiones... abotargando el abanico de las esperanzas tras sus párpados en una mirada fría, apagada.
Números, vencimientos, contratos, y, lógicamente, un inoxidable reloj de marca para gobernar su tiempo, repartir el resto de su vida de forma metódica... Una vida que ya no sonreía como antes, cuando cualquier pequeño detalle era el protragonista absoluto de su atención: una cometa, un libro, o un pequeño gesto en el rostro de un niño que lo henchía por entonces hasta saciar los restos del día.
La metamorfosis sufrida cambió su paso hacia el imperio de la lógica y por eso, cuando Alvaro tuvo un accidente en plena nacional y quedó atrapado en el asiento de conducción entre los retorcidos hierros del Volswagen, no comprendió muy bien el nervioso apremio de quienes trataban de liberarlo.
Tranquilos, quiso decir, aunque no pudo.
No es para tanto.
No se consideraba merecedor de tal alboroto y, como si fuera un mero espectador, contemplaba absorto cada movimiento de los bomberos en derredor suya.
Era denoche, llovía con fuerza, y unos focos iluminaban con fuerza su rostro y ocultaban en perfiladas sombras los rostros de sus rescatadores. El repetitivo sonido de un silbato corregía la circulación en el lugar del accidente y un fuerte olor a gasolina inundaba sus pulmones.
Al margen de todo cuanto allí ocurría, un pequeño patito, aquel que una novia había colgado del retrovisor, lo miraba simpáticamente desde su lugar.
- Aguante - gritaba una voz: desconocida y con claro acento andaluz.
¿Porqué?, quiso preguntar Alvaro.
- Aguante, que casi está.
¿.... ?
El pequeño patito frunció su ceño y le dirigió una mirada reprobadora... Una mirada tan profunda y severa que Alvaro acabó por arrugarse.
No, no podía morirse... Tenía un montón de responsabilidades que atender. No podía desaparecer así porque sí... había quien aun requería de su presencia...
- Aguante.
Si. Iba a pelear por su vida.
La tranquildad con que había vivido el suceso hasta ese mismo momento desapareció de repente y los nervios y los miedos afloraron todos juntos en la superficie de su piel haciendo tiritar por entero su cuerpo.
Quería vivir, seguir viviendo... respirando...viviendo....
Sin embargo, cuando por fin lo excarcelaron del coche y lo colocaron encima de una camilla, el corazón empezó a dar muestras de agotamiento y, contradictoriamente, momentos después de que Alvaro había decidido luchar, los latidos de éste se apagaron en el interior de su pecho.
- Aguante....


Horas más tarde, cuando Alvaro era ya solo un recuerdo, dejó de llover.
Horas más tarde, cuando el corazón de Alvaro volvió a latir, lo hizo en otro cuerpo: dió la vida y el aliento necesario a quien realmente lo necesitaba, y el abanico de las esperanzas se abrió por completo ante la alegre mirada de un joven original, peculiar; nada vulgar.




Control remoto


Finales del XIX, principios del XX: Esa era la época favorita de Rubén. Durante tales años se desprendieron de la imaginación de los inventores la mayor parte de las creaciones de la humanidad y no hubo otra étapa más gloriosa ni antes, ni después. Aparecieron todo tipo de máquinas y de utensilios prácticos y los hombres dejaron de ser exclavos de la supervivencia para convertirse en amos de su propio futuro. El más grande, el más olvidado también, Nikola Tesla, inventor de la la radio, las bobinas para el generador eléctrico de corriente alterna, el motor de inducción (eléctrico), las bujías, el alternador, el control remoto... era el favorito de Rubén y en sus ojos de soñador se reflejaba la ilusión de poder emularlo. No obstante, Rubén era un simple zapatero y sino fuera por la deslumbrante aparición de alguna hermosa mujer (como en esos mismos momentos), su vida real, la que tocaba de respirar minuto a minuto, sería una puta mierda.
- Perdone...
- ¿Sí?
- Verá señor: es que se me ha acabado la pila del mando a distancia del coche y a lo mejor podía usted ayudarme.
- Señora, esto es una zapatería... tal y como pone el letrero
- respondió Ruben con un cierto toque despectivo. Si ya las mujeres habían sido creadas con un grado menos de inteligencia que los hombres, él que algunas fueran dotadas de una gran belleza belleza hasta parecía acentuar su estupidez. La historia con sus datos, con sus inventos, todos ellos con apellido masculino, demostraba sin ninguna discusión el pobre nivel con que estaban concebidas las hembras....como si estuvieran guardando en algún lugar de sus redondos cuerpos una bolsita repleta de conocimientos para depositar en su primer vástago varón.
- Perdone.
- Tranquila señora
- tercio Rubén perdonándola, por ignorante-. Pero mas abajo, en uno de esos bazares chinos, puede encontrar lo que busca.
- Pero es que tengo tanta prisa...
La miró de arriba abajo, como solo puede hacer un ser superior, e imaginó lo que pensaría de ella Nikola Tesla, el genio, si se habría siquiera dignado a inventar el control remoto para acabar en manos de semejante mujer.... Tan guapa, tan torpe... tan mujer.
Rubén suspiró. Quizás era el momento de realizar su primera obra de caridad del día.
- ¿Cúal es su coche?
- Aquel Renault Scenic.

Salió afuera de su comerció, miró el vehículo gris plateado, y solo faltó un tris para que se llevase las manos a la cabeza..
- ¿Acaso no sabe qué dentro de la tarjeta que abre su coche hay una llave de las de siempre?
La bella puso cara de sorpresa.
- Es que yo... - trató de disculparse.
- Venga conmigo.
La mujer, algo nerviosa, tropezó con Rubén al querer salir al mismo tiempo que éste por la pequeña puerta de la entrada, y le faltaron palabras para frenar el rubor que decoró todo su rostro.
- Por favor, señora - protestó el zapatero -. ¡Qué no tengo toda la mañana!
Y Rubén salió como un rayo hacia el Renault, desmontó la tarjeta que hacía de llavero electrónico, y con una pequeña llave que descansaba en su interior abrió el vehículo con aires de gran suficencia, se dio la vuelta como un torero, se apoyó sobre el capó del vehículo, y contempló los sensuales y sorprendidos labios de la mujer.
- Gracias.
- No hay de que.
Rubén le dio la tarjeta y la pequeña llave, insufló en el interior de su pecho unos cuantos kilos de orgullo, y con la misma mirada de Rober De Niro en taxi driver, despidió a la damisuela en su viaje hacia el planeta ignorancia.
- Estúpidas... - siseó por entre los labios mientras veía como el Scenic se perdía en el tráfico mañanero.
Estaba convencido de que las mujeres, en caso de no recibir la ayuda de los hombres, acabarían por sembrar todo su ajuar de la vida en un campo lleno de tonterías e insolvencia, no sobrevivirían en el mundo ni a una temporada de rebajas y acabaría suplicando al dios, al dios hombre, que mandasen un fontanero, un mecánico, un doctor, un profesor.... un zapatero, con un par de huevos entre las piernas.
- Estúpidas...
Rubén llegó a la altura de la puerta de su negocio, se acordó del tropezón con la bella mujer y de como había estrujado sus senos en contra de él, se sonrió de tal imagen, frotando su barbilla con la mano, como un perrillo babeante....
- Estú...
Y se le quebró la voz.
La mano, que feliz restregaba su calenturiento rostro, viajó nerviosa desde tal alborozo hasta el bolsillo de la camisa y, antes mismo de notar que le faltaba la cartera, escuchó el golpe de su propio corazón. Aquella mujer lo había engañado como a un inocente cachorrillo, mostrándole todo lo que quería ver, el cuerpo, y la supuesta estupidez que tan alto lo había elevado, y lo que antes era una mirada de Taxi driver se transformó en el huidizo soslayo de Gollum tras recibir una buena paliza.
Le faltó un pelo para mearse encima con la verguenza y, Rubén, el zapatero, no quiso ni imaginarse lo que pensaría de él, Nikola Tesla, el inventor........



Reality


De pequeño, jugando al futbol junto a un paso a nivel de ferrocarril (menudos sitios me buscaba yo para jugar), mi amigo Oscar le pegó un buen zapatazo al cuero caucho de mi balón y éste acabó colándose por el alcantarillado que pasaba bajo el citado paso a nivel.
- Mi pelota... mi pelota....mi pelota...
En los años setenta, una pelota de cuero caucho equivalía a lo que hoy sería una pelota de cuero caucho y el estadio de futbol entero...(exagero, pero poco) y, además de la pérdida, me arriesgaba a probar la zapatilla de mi madre sobre mis asustadas cachas ( menuda era Maruja con el rabo de la escoba y la zapatilla). Por lo que, enfadado, le señalé a Oscar la pequeña y redonda boca del alcantarillado y le dije:
- A por ella.
Me miró socarronamente desde su metro escaso y, el muy cabrito, se negó con un leve gesto lo suficiente rotundo.
- Tu la tiraste - insistí.
Pero se volvió a negar.
Cogí una piedra y la tiré dentro del tubo para ver si la pelota salía con el impacto de tan burdo proyectil. Pero nada. No salió.
Al menos, pensé, habría asustado un poco a las asquerosas ratas del interior.
Un poco mas tarde, sin remedio, resignado, consideré que no me quedaba otra que meterme allí dentro y me agaché de mala gana, metiendo la cabeza en el tubo y reptando como una serpiente hacia el oscuro interior del asqueroso pasadizo. El espacio era demasiado angosto, del diámetro aproximado de la llanta de un coche y pronto, muy pronto, cuando mi cuerpo acabó por ocultar la luz que penetraba desde el exterior, descubrí azorado que no podía avanzar mas.... Ni retroceder...Me había atascado como un tapón en la boca de la botella y durante unos largos minutos que me debieron parecer horas probé personalmente eso que llaman claustrofobia. Una palabra que, por supuesto, desconocía y que, en tales momentos, de poco me habría servido su conocimiento.
Encastrado, sin poder mover los brazos, en la oscuridad, sintiendo el eco de mi respiración a lo largo del tubo de cemento... allí me quedé..

.....y si esperan un final van aviados, ya que no recuerdo nada mas de aquello que me sucedió aquel día. No. No recuerdo como salí de allí, no recuerdo si conseguí siquiera sacar la pelota, y es como si los detalles posteriores se borraran intencionadamente de mi pasado.
Quizás, a estas alturas, debiera hablar con Oscar para saber que sucedió a continuación.... aunque.... aunque debo confesarles que me acojona un montón la historia real que les acabo de narrar.
Me da pánico.... miedo de no haber salido nunca de aquel agujero.


Diario de un ególatra... Pag. 222

Me la estoy follando... Por fin.
Toda una vida imaginando este momento, toda una serie de sueños eróticos en los que ella era la protagonista.... Mil pajas mentales en las que acababa desnudándola.... y ahora, cuando mi polla recorre su interior con un hambre lasciva e impetuosa, pues que se me viene a la cabeza la jodida factura de la lavadora y no acabo de disfrutar como debiera del Momento (con mayúsculas) Histórico.
-¿Qué te pasa?
Mierda.
- Nada. No me pasa nada.
Me lo ha notado. ¿En qué me lo habrá notado?
- Estás algo rigido... tenso.
- Es que te deseaba tanto que...
- Si quieres lo dejamos para otro momento.
¿Déjarlo?
Ésta mujer está algo majara... ¿Cómo voy dejar un trabajo a medias...? ¿Cómo voy a dejar que se me escape esta flor?....................... ¿Cómo lo de la puta lavadora de los cojones...? ¿Dónde coño habré dejado la factura? ¿Y porque leches se me viene la puñetera factura de la lavadora a la cabeza?
- No estoy a gusto Miguel... No se...
- Pero Marujita... Es la ansiedad, bonita. Toda la vida te he deseado....
Meneo la pelvis de forma automática... Pa-lante, pa-tras, pa-lante, pa-tras... Intento darle brío al acto amoroso, pero cada vez es peor... No acabamos de acoplarnos mentalmente y, poco a poco, el fastidio se está instalando entre los dos.
La dureza del falo empieza a dar muestras de hartazgo y empiezo a notar una flácidez pero que muy preocupante.
- Aparta...
- Espera un momento, por favor.

Me concentro... Hago un esfuerzo sobrehumano, me imagino que estoy con La vieja Ninete, la que me estrenó hace veinte años en el Tapadillo de la calle Enriquetas... y acabo eyaculando dentro de Marujita.
Mierda.
Que mierda de polvo.
Y ella.... no dice nada... Comienza a vestirse en silencio... (casi me silban los oidos con dicho silencio) y se va, se marcha sin un simple adios.
- ... susceptible - me digo a mi mismo.
Es entonces cuando recuerdo el sitio en donde dejé la puñetera factura.... en el imprendible ... en el imprendible de la guantera del coche.
-¡Me cago en la hostia!
Y es que a veces, cuando se me mete una cosa en la cabeza.... ¡Seré gilipollas!





Divagas (todo junto), o la divagación un millón.

Un segundo antes de que el jarrón se rompa definitivamente contra el suelo piensas tal tropelía de idioteces que, sin duda, la bella cerámica acabará estampando sus mil trocitos por toda la habitación.
Cavilas, en que podías haberlo evitado, te preguntas que quien coño te mandaría cogerlo de la mesilla, en que nunca te gustó del todo, en que fue ella, siempre ella, la que musito un no-seque sobre el sucio jarrón y, lógicamente, empujó la idea de limpiarlo a fondo. Y circulas, circumbalas hasta llegar a este insalvable extremo de urgencia jarroncina con el tal y tumba en el aire.
Calculas, muy por encima, su valor actual, en lo que va a valer la futura figura que sustituirá su presencia, en que (a cojones) vas a tener que salir afuera, al cajero, con todo lo que llueve, e incluso te da tiempo a fijarte muy someramente en...
¡Leches! Si pone "Made in China" , si (uy que pillines), ahí, en esa pequeña pegatina del fondo.

Sin embargo, haces todo lo posible por evitar la colisión, estiras la pierna hacia un lado, el brazo hacia otro, encoges de forma inaudita la columna vertebral hacia atrás y, como si fueras un equilibrista de un circo chino, agarras el jarrón cuando solo cinco milímetros lo separan del suelo, sonríes triunfal, sientes como crujen todos los huesos del cuerpo y si, si señor, lo has conseguido, durante un segundo eres todo un atleta, un campeón del mundo mundial.

Colocas el feo jarrón encima de la mesita de la sala, lo observas como nunca lo has observado, fijándote en todos sus dibujitos, si aquel es Julio Cesar, aquel otro debe ser Marco Antonio, si la piba está muy buena y se parece a Elisabeth Taylor es...la mismísima; te fijas en los caballos y en sus veloces cuádrigas y casi sientes el ruido del galope, el clamor del circo romano mientras compites por la inevitable victoria....

- ¿Ya lo limpiaste?
Ella, siempre ella.
- Aun no.
- ¿Qué le miras?
- Nada...
- A veces...
- ¿Qué?
- A veces no estás.
- Si tu supieras.
- Si yo supiera, ¿qué?

Si supiera que está ante un gladiador, un luchador imbatible, todo un héroe mitológico.
- ¿No se te parece este romano de aquí a nadie?
- ¿Cual?
- Este mismo - señalas al más esbelto.
- Pues no.
Te pones de perfil, para que compare tu linea natural con la que se dibuja en la panza del jarrón.
- Anda - te dice divertida -. Pero si eres tú.
Sonríes.
- ¿Y ésta?
- ¿Lo qué?

- Esta hembra cachondona de aquí - y le señalas a Cleopatra, la mismísima, o a su prima, o quien diablos sea la que tan poco viste bajo el brillo esmaltado del jarrón.
- No se - ronronea como una gatita.
Le pasas la palma de la mano por el muslamen, por debajo de su ajustada falda, y buscas ansioso lo que esconde entre las piernas. Haces tantas virgerías y aspavientos encima del sofá hasta que, finalmente, golpeas con el talón contra el jarrón y éste, trastabillado recorre la madera de la mesa sobre el canto de su base, como si fuera una peonza sobre el filo de un alambre, de forma vertiginosa, pero, no obstante, Cleopatra, esa pérfida reina que tienes a tu lado, estira su brazo tal como si fuera el buen áspid que busca una presa y, al mismo tiempo en que le clavas la daga, detiene el jarrón en el borde mismo de su lógica muerte, un segundo antes, y....
- Ayyy.... mi querida Elisabeth....
- Ayy ... remedo de Richard Burton
- te dice entre gemido y gemido.

Y, mas tarde, dejas el jarrón empatenado.... ese feo jarrón que nunca te ha acabado de convencer.


En fin, las dieciocho y veintiocho y ya has mojado el bizcocho.





Una moraleja hispánica, pero que muy hispánica de dios....


El tono, apenas irrelevante, se convirtió en una continua secuencia de sonidos envolventes; un torrente de palabras como no había visto en toda mi vida. El joven, preso de alguna extraña maldición, comenzó su perorata dubitativamente, tratando de arrancar las letras de la punta de su lengua. Sin embargo, al llegar a la segunda frase, se gusto de si mismo, de la melodía músical de su acento andaluz, y me leyó mentalmente las tropelías que acababa de hacer él que les habla, yo mismo, desde el volante de mi furgoneta.
- Exceso de velocidad, adelantamiento en línea continua, circular sin llevar puesto el cinturón de seguridad, tiene el permiso de conducir caducado, el coche no ha pasado la revisión obligatoria, las ruedas carecen de dibujo...... Blablablabla...
Escuché muy serio todo lo que me decía, correspondiendo así, con mirada triste, a la gravedad de los hechos. Tantas cosas juntas no eran producto de ninguna casualidad, sino de mi descuidado modo de vivir, y la suma de todas ellas iba a resultar muy, muy, dolorosa.
- Esto... Debo inmovilizar este vehículo. No puede seguir circulando en el mismo. Y voy a redactar un informe de todo cuanto acabo de referirle.
Lo miré. Era un agente de tráfico muy joven, con uno o dos años de prácticas, quizás. Un palo duro de roer, labrado a puro cincel con normas y conducta indeleble en la academia de la Guardia Civil, un verdadero agente de la ley.
Mas, y así a todo, debía intentar salvarme de la que se me venía encima.
Nervioso, deslicé mis dedos dentro del bolsillo de la camisa y busqué algo con lo que endulzarle el día al mocoso que me había detenido. Un billete de cien euros debía de ser suficiente. Podía echar un polvo en el primer club de carretera y a lo mejor aun le sobraba para una cerveza.
Puse el billete encima de la rodilla, de forma que el compañero del joven, un poco más atrás, no pudiera ver lo que le mostraba, pero de forma tan evidente que mis intenciones se reflejaran claramente sobre sus gafas de sol.
- ¿Qué...
El joven Guardia Civil dibujó un muesca de desprecio sobre su joven rostro y a punto estuve de soltar el billete para dejarlo caer sobre la alfombrilla. Quizás había elegido una mala estrategia, un camino ciertamente equivocado, pero ya no tenía escapatoria, y decidí doblar la apuesta, buscando otro billete del mismo color en el bolsillo e insinúandolo junto al otro.
El joven debía tener un precio, al menos unas limitaciones pecunarias, y por muchas películas de hombres con el alma de acero que hubiera visto siempre había algún capricho que cubrir... algún regalo que hacer, alguna celebración pendiente, una buena cámara de fotos que comprar, ropa de marca que colgar en el perchero....
Pero no.
El joven parecía inquebratable, un robocop o algo por el estilo, y lo que antes era simple desprecio, en esta ocasión, tras ver como doblaba la apuesta, se convirtió en indignación y rabia.
- Pero usted.... ¿Está tratando de sobornarme?- me gritó levemente alterado.
- Yo... - traté de decir, de desdecir más bien, encogiendo la cabeza entre los hombros y como si estuviera a puento de desaparecer allí mismo, pero sin conseguir articular ni una sola palabra más.
- Está a punto de ir detenido señor...
- Íñiguez... Íñiguez del Balseiro... - murmuré mi nombre, completando su frase, como tratando de suavizar su ira con mi amable corrección.
- ¡Íñiguez del Balseiro?
- Si, señor - asentí cabizbajo.
- ¿De los Balseiro de Visanzoña?
Se me detuvo el corazón durante al menos medio segundo. El tono del joven había cambiado por completo y me estremecí como un idiota al oir nombrar el pueblo de mi abuelo en labios de aquel mocoso.
- Claro... de Visanzoña de arriba.
El joven levantó las lentes de sus gafas de sol, pude ver sus ojos por primera vez, y una leve señal de alegría en los mismos.
-¿Entonces tú eres el mediano de los de la casa del tejado?
¿La casa del tejado? ¿Y qué diablos sabría el joven Guardia Civil de la única casa con tejado del Visanzoña, de la casa de su abuelo?
- Yo soy Secundino - me dijo alborozado, como tratando de desvelarme una identidad que para nada me sonaba ni, dada la diferencia de edad, me podía sonar.
- Soy Secundino, de los escuchimizados....
¿Escuchimizados?
Lo miré de arriba abajo, como si tratara de ver sobre su cuerpo el sello típico de los escuchimizados, llamados así en el pueblo por su pobre y desmejorado aspecto, pero no vislumbré dicha marca en su robusto caparazón de musculos y tendones.
- Soy el hijo de Amalia.
Del trastero de mi memoria se calleron varios estantes, todos ellos repletos de imágenes de Amalia, mi primera novia, y mi boca, de lelo atorrado e inoperante, se fue abriendo poco a poco hasta alcanzar un éxtasis más propio de la adolescencia que de mi edad madura.
- Amalia - susurré para mi.
- ¿La conoce.... verdad?
- Claro, muchacho... Incluso somos algo parientes - le contesté, mintiendo en el último añadido, pues entre los escuchimizados y los de la casa del tejado no había ningún tipo de lazo sanguíneo.
El joven sonrió.
- Cuando la veas, dale recuerdos, de Íñiguez del Balseiro.
- Así haré.

- En cuanto a la multa, muchacho, tienes razón, soy un desastre y me merezco todo cuanto ahí anotes.
El joven arrugó sus cejas, se disfrazó un instante de agente de la ley, pero..
- La familia es la familia - dijo de repente.

Y la familia, pensé yo aliviado, no es traje de ningún disfraz.
Así, diez minutos mas tarde, prometiendo ser bueno, muy bueno, arranqué el motor de mi ruidosa furgoneta y desaparecí de la vista de aquella pareja de agentes de tráfico.

No hay comentarios: