lunes, abril 10, 2006

Un polvo difícil

Era como una obsesión enfermiza. Todo lo relacionado con ella se sobredimensionaba hasta elevarla en el trono más alto. Sus gestos, su pose, su voz: Todo me parecía maravilloso y no comprendía como aquella mujer no estaba desempeñando un trabajo mejor, pues era mi compañera y no merecía mi misma labor. ¿Es qué acaso nadie se daba cuenta de su enorme valía?
No podía mirarla de frente: Me derretía como un flan y luego pasaba el resto de la mañana pensando en si se habría dado cuenta de mi gran nerviosismo. Ponía las palabras en el sitio exacto, como si el castellano fuera un puzzle de piezas de uso exclusivo que resonaba en mis oídos como la gloria del cielo.
A su lado, ninguna mujer podía denominarse como tal; solo ella cubría por completo la acepción de la palabra. Las demás, podían darse por satisfechas con admirarla y, sobre todo, por aprender y contagiarse de su estilo.

Elena estaba casada con un gilipollas. Si. No tenía otra forma para denominar a quien fuera tocado con tan grande suerte. Yo estaba seguro de que aquel tarugo era incapaz de hacerla feliz y uno de mis deseos más enfermizos era en que le tocara en suerte algún buen leñazo en la carretera, o un infarto de miocardio, o algo parecido, y que mi querida compañera enviudara de vez: Yo estaría dispuesto a consolarla, arroparla... Y casarme con ella y hacerme cargo de sus dos niñas... Y lo que hiciera falta... sería la mayor suerte del mundo.
En mis sueños más oníricos, me veía a su lado, compartiendo toda su vida, sus cosas y su aliento. Con solo pensar en que podía subirle la falda un par de centímetros, ya me corría sin remisión, llorando desconsolado al darme cuenta de cuan solitaria eran las masturbaciones en las que ella era la protagonista.
Mi obsesión llegaba al extremo que no había Audi rojo al que no mirara la matrícula cuando paseaba por la calle; pues podía ser ella con sus gafas de sol, su melena al viento... y yo me ponía rígido como una tabla: igual que cuando iba por su barrio y pensaba que me iba a ver desde su ventana, o cuando el ascensor del trabajo se retrasaba desde las plantas superiores y...podía llegar ella y compartir su aroma conmigo y.... Yo tenía un feroz miedo al ridículo... y supongo que ella no pensaba en mi para nada o solo suponía que era un poco tonto, pues, al fin y al cabo, ¿quién era él que aquí lo cuenta a su lado, al lado de ella?
Daba entonces el amor por imposible y trataba de desechar el sentimiento no correspondido... Era inútil que siguiera haciéndome ilusiones.
Y así desde hacía tres largos años, algo más, en que ella aterrizó en mi ofician, hasta que en una cena de empresa....


Todos los años, en ciertas fechas, y como la mayoría de las empresas, se celebra una cena en un restaurante o similar y las dos únicas premisas son las de pagar al contado después del café e ir solo, sin tu compañía habitual: y eso vale tanto para los casados, como para los arrimados, como para los libertino-sexuales. En el caso de mis compañeros, en las ocasiones en que se arrejuntaron matrimonios y o demás parejas, se había echado en falta la chispa habitual y solo con recordar la cortesía y los buenos modales allí vividos, a mas de uno se le podía indigestar la comida varios días antes de haberla probado siquiera.
En esa fecha, era una despedida de vacaciones. El que más o el que menos tenía los petates de viaje preparados y sólo había que bautizar el merecido descanso estival con los buenos deseos de los compañeros y amigos.
La cena era a las once en punto, yo mismo había buscado el local, y esta nimiedad, este último detalle, me había puesto un pelín nervioso. Si... ya se que el responsable o responsables del fracaso o el éxito de la velada no era yo ni dependía en su totalidad de mi, pero me sentía un poco como si fuera un auténtico anfitrión de festejos y, para calmarme, empecé demasiado pronto con la cervecita. Así, cuando llegó la hora de la cena tenía la camisa más arrugada que una uva pasa y, sin ser fumador, llevaba una pequeña faria de Gijón prendida de los labios.
- Por ahí - farfullé junto a la barra del bar, indicando el fondo de un pasillo que nos llevaría hasta el comedor.
- ¡Cómo te brillan los ojos Manolín! - me dijo Cecilia, la graciosilla de siempre, tirándome de los mofletes.
Haciéndome el serio, conté cuantos éramos: Cuarenta y uno conmigo.
- ¡ Qué puntualidad! Ya estamos todos - dije.
- Para comer siempre hay prisa - apuntó alguno mientras entrábamos en el comedor.
El salón era amplio y había además otro par de cenas en plena acción gustativa: Una de enfermeras del Hospital Público y otra de la liga de aficionados, amateurs, o de futboleros que ya visten canas.
Aun con tal amplitud, el ambiente ya estaba cargado, espeso, y fuimos recibidos con una sonora pita que nos hizo levantar alegremente los brazos, tal si fueramos estrellas de la NBA en campo ajeno.
- ¿Dejaríais algo no? - le dije a una rubicunda enfermera que había estado especialmente escandalosa.
- Para ti las sobras pelo de paja - respondió divertida.
Relamí los labios lascivamente, tal y como una ramera buscando clientes en su callejón, y recibí en la cara el golpe de una escuchimizada pinza de nécora. La carcajadas fueron épicas y yo emprendí una acelerada huida hacia nuestra mesa.
Esperé de pie a que todos mis compañeros se sentaran y busqué un sitio lo más alejado posible de Elena. No quería que se me cortase el ligero puntillo que llevaba encima y, con el miedo al ridículo que ella me provocaba, seguro que así sería.
La suerte (la buena o la mala) hizo que quedara colocado entre Higinio y Merce, dos auténticos abrevaderos vivientes del buen beber, y ya estábamos saboreando el dulce y aromático albariño antes de que colocaran la primera fuente de cigalas.
La que me esperaba...

Estaban acabando de servir el primer plato cuando me atreví a fijarme en ella por primera vez: Estaba radiante, espléndida, había alisado la melena para la ocasión y un pequeño pedrusco colgaba de su precioso cuello. Su busto, principesco, acababa sobre un vestido negro y ajustado que dejaba ver los hombros al completo; sus manos eran las extremidades mas finas y delicadas que vi en mujer alguna y con un vaivén gracil y melódico acompañaban la conversación que mantenía en ese momento. Estaba situada en el extremo opuesto de la mesa y mi mirada quedo prendida sobre ella entre las copas, las botellas, y las fuentes de la comida.
- ¿... tienes huevos a hacerlo? - oí que me decían Higinio y después Merce.
Había perdido el hilo de la conversación pero, naturalmente, respondí que si; que me sobraban huevos.
- Pues venga - me animó Merce.
- Pero...¡qué? - respondí airado ante el empujón que me propino Higinio desde su silla.
- Hazte el despistado, hazte.
Me senté correctamente y mis dos compañeros pusieron la indignación sobre sus morros.
- ¿... ? - me encogí de hombros, aun no sabía de que iban.
Merce puso su airado índice enfrente de mis narices y, amenazante, siseó:
- O bailas esa cancioncilla tal y como lo hiciste el año pasado en el Tropezón o hago que el jefe te descuente todas las quedadas.
Tragué saliva. Mis quedadas, tal y como denominaba ella a mis llegadas tarde al trabajo, podían significar tranquilamente sobre seiscientos euros. La otra opción.... Y me acordé del antro nocturno que llamaban el Tropezón y de mi baile a ritmo de Zorba el griego a primeras horas ya de la mañana. Miré a mi alrededor:
¿Había llegado ya la hora de los escandalosos?
- Pero...
-No hay pero que valga. Ya sabes que ahora llevo las nóminas.
De sobras sabían que no hacía falta amenazarme.... aunque, en esta ocasión estaba Elena y... ¿que iba a pensar de mí? ¿qué que tonterías hacía el tonto cuando se emborrachaba!
- Esperar un poco - dije divertido.
- No - dijeron mis dos compañeros al unísono.
Higinio le dió un toque al camarero (siempre hay un camarero amigo) y empezó a sonar la melodía....
Me acordé entonces de mi teoría particular; esa que me decía que para ver una figura geométrica desde la misma hay que observarla desde una de las aristas. Teoría que me aplicaba a todos los asuntos de la vida; tanto cuando tenía un problema, tanteando dichos problemas incluso desde el lado equivocado, como con las conversaciones con los amigos, llevando mis opiniones al punto más extremo... Una forma de ver la vida que solía traerme más problemas que ventajas pero que consideraba enriquecedora desde el punto de vista intelectual.
Lo mismo me sucedía en las fiestas: Cuando notaba cierta relajación festiva entre quienes me acompañaban, se me aparecía un angelito con cuernos muy cerca de la mejilla y me decía (ordenaba mas bien):
- A hacer el payaso.
- ¿Cómo? - preguntaba por preguntar a mi lado sensato, pero ya sabía la respuesta.
- A montar el número del idiota.
Y yo solía obedecer. Eso sí , ayudado por mister Alcohol y sus efervescencias. Y, la verdad es que me encantaba.
Y ese día no iba a ser menos.
Así, sin llamar mucho la atención me acerqué hasta la única mesa libre del local y me subí encima de ella. La música de Zorba el griego, lenta y melodiosa al principio, apenas lograba apagar el murmullo y el ajetreo formado por las tres cenas.
Una de las enfermeras se dio cuenta de mi lento balanceo sobre el mantel y me señalo divertida a sus compañeras de mesa.
- ¿Bailando la jota "pelo de paja"? - me gritó la lanzadora de pinzas de nécora.
El volumen de la música se elevó de repente y el ritmo se hizo más rápido. Mis brazos colocados al principio en jarras fingieron abrazar entonces a unos cuantos amigos griegos y las palmas, con la paradiña típica a la que invitaba la melodía, comenzaron a sonar con alegría entre el público. Incluso los mas glotones se olvidaron del rodaballo que estaban bendiciendo y se volvieron hacia mí.
- ¡Venga Manolín!
Y yo, entusiasmado, cegado por mi enorme sonrisa, meneaba el cuerpo cada vez mas rápido, de forma vertiginosa.
- ¡Venga!
Había roto a sudar como un descosido y unos enormes lamparones adornaban los sobacos de lo que quedaba de mi camisa nueva.
Así, en el momento cumbre, cuando mi éxito estaba asegurado incluso entre los camareros del local, y la noche estaba prendida de mi frenética figura, me acordé otra vez de la consabida teoría de la arista y decidí aplicarla en su límite máximo: es decir, al límite físico; por lo que llevé el traqueteó de mis pies hasta el borde de la mesa y...
....perdí el equilibrio y me pegué una ostia digna de ser descrita por un sismógrafo.
- OOhhhhhhhhhhhh........


Cuando desperté, estaba recostado en el asiento trasero de un coche y la inercia de las curvas me hacía balancear contra los costados del coche. Una música suave y relajada sonaba muy bajita desde los altavoces de la bandeja del maletero y un olor a perfume, perfume femenino, inundaba el ambiente.
-... y si se nos muere... - oí a lo lejos, como si quien hablara estuviera a cien metros de distancia.
- ... le iremos al entierro - resolvía otra voz, con desdén.
- Pudimos haber llamado una ambulancia - decía de nuevo la voz más preocupada.
- Y perderme esta oportunidad.
Silencio. Solo sonaba el ruido del motor, muy bajo, y la música, muy baja también.
- Sáltatelo - ordenaba la voz más arisca y autoritaria.
- ¿Y exponerme a una multa?
- Tranquila mujer. Llevamos la disculpa ahí atrás.
Me fijé por entre los respaldos de los dos asientos delanteros y a la derecha, en el asiento del copiloto, vi un par de piernas realmente hermosas .... que podían ser de... Pero no, aquellas piernas no eran las de Elena.
De repente, se me desentaponaron los oídos y el mundanal ruido inundó las cavernas de los mismos.
- ¿Voy por ahí? - preguntó quien conducía con toda la voz y la claridad del mundo.
Si. Esa era la voz de Ella.
Mi corazón despertó de su letargo y bombeó la sangre con más brío por entre las costillas.
- Si - respondió la otra voz, la voz autoritaria y que ahora si reconocí: Era Mayte (¡vaya piernas! La verdad es que nunca me había fijado), la jefa de personal, el coco de la oficina.
- En cuanto dejemos el paquete te vienes para mi casa - añadió -. El zoquete de mi marido está de viaje....ya no se si por Lisboa o por Porto... es igual.
- ¿Y los niños? - preguntó Elena.
- Con mis padres.
Vaya - pensé compungido -. Esto me empieza a oler a tortilla.
- Será idiota este Manolo - dijo Mayte.
- Pues a mi no me cae tan mal...
Ufff, suspiré por dentro.
- ... aunque tampoco lo conozco de nada... quizá tengas razón - añadió Elena, y a modo de estocada.
- No te pierdes nada. Si está soltero será por algo. Yo creo que no hay dios que lo aguante.
- A lo mejor es...
No vi los gestos que concluían la frase, pero la aseveración que implicaba el silencio, aun sin tener nada en contra de los gays, me dolió en lo más profundo. Estaba convencido de poseer una cierta fama de don Juan allende incluso de mi propio ambiente y el que las dos mujeres más atractivas de la oficina dudasen de mi virilidad masculina me hizo dudar de mi propia existencia.
- En fin - dijo Mayte -. Gracias a él nos escapamos de la cena, y ahora tenemos todo el tiempo para nosotras.
- Si - asintió Elena, soltando la palanca de marchas y colocando su mano sobre la rodilla de nuestra jefa de personal.
Mis ojos se abrieron como platos, el brío del corazón perdió fuelle y, sin saber porqué, si fue a causa de lo que estaba viendo o por pura casualidad, se me revolvió la cerveza y el albariño que llevaba dentro y vomité lo que quedaba de media docena de cigalas a la plancha.

- Mierda.
Nunca había comprendido tan bien y de forma tan resumida lo que significaba cometer un sacrilegio. Aquella palabra tan inculta en boca de Elena me convirtió en un blasfemo y a su coche en un gran templo sagrado.
- Perdón... - pude decir, con la voz ahogada y con un acento de lo más bobalicon.
El Audi en el que viajaba frenó su carrera y ambas mujeres se volvieron hacia mi con cara de desagrado.
- Lo siento... - musité de nuevo.
Las dos se cruzaron una mirada durante unas décimas de segundo y Mayte se hizo finalmente con la iniciativa:
- Abajo - ordenó.
- Pero...
- Ni pero ni ostias - me replicó al instante, apretando los dientes -. A pasear la mona por ahí.
Me incorporé y me senté correctamente. Tomé aliento y miré a través de la ventana, a la oscura noche. Al ver unos viejos edificios de la obra social del movimiento comprendí que estaba en el extrarradio de la ciudad. Palpé luego los bolsillos de la cazadora... la camisa... y comprendí que había perdido el teléfono móvil.
Me hice a la idea de lo que tendría que andar si me bajaba del coche y dije:
- No.
- ¿¡Cómo!?
- Qué no - repetí, de forma mofletuda y limpiándome después los labios -. No me bajo.
Silencio.
- Esto... - dije al cabo de un rato - Podéis acercarme hasta el centro.
Elena, finalmente, hizo el amago de encender el coche, pero su compañera la detuvo.
- ¿Quién cojones te crees que eres? - me dijo Mayte volviéndose hacia mi, mirándome de frente.
Me encogí de hombros. Ni sabía la respuesta y, si la supiera, ante tanto desprecio, me la callaría.
- Elena - dije pues -. Para en la primera gasolinera que veas y ya te limpiare todo esto -. Miré hacia bajo tratando de ver los deshechos de mi estómago, pero la oscuridad me lo impidió.
- Sal del coche - insistió la pelotuda.
- Elena ... - supliqué, viendo el silencio de quien conducía.
La autoridad de su compañera no debía de hacerla dudar demasiado y yo, que comprendí que quizás la estaba metiendo en un compromiso, eché la mano sobre la manilla de la puerta y me dispuse para la caminata, olvidándome incluso de pedirles que llamaran por un taxi.
Sin embargo, y para mi sorpresa, Elena levantó su gracil mano y, mirándome por el retrovisor, dijo:
- ¿Estás bien?
- Si - contesté.
- Durante el número de baile que montaste en la cena te caíste de espaldas sobre el suelo, te quedaste sin sentido, y ahora te llevábamos para Urgencias.
- Comprendo.
- ¿De verdad que te encuentras bien?
Que atención, pensé.
- Si - y añadí considerado - : Gracias Elena.
- ¿ A donde te llevo?
- A...
No pude concluir la frase. Mayte, cuya acentuada respiración había ido en aumento mientras Elena se interesaba por mi salud, se quitó el cinturón de seguridad en un acceso de rabia, se bajó del coche abatiendo la puerta con todas sus fuerzas, y con su apretado vestido de noche y con los elevados tacones que calzaban sus zapatos echó a andar por entre la oscuridad y sobre la derruida acera de ese viejo barrio.
Elena, extrañamente tranquila, la contempló en silencio mientras se alejaba.
Impaciente, esperé a que hiciera algo; arrancara el coche y tratara de alcanzarla... O cuando menos, que bajara la ventanilla y que le rogara a Mayte que volviera. El lugar, digamos, no era el más adecuado para que una señora paseara solitaria a esas horas de la noche y, sin embargo, a su compañera, no parecía importarle demasiado.
- Vamos a por ella - dije finalmente.
- ¿Porqué?
No podía ver el rostro de Elena. Sin embargo, el tono de su voz, el extraño tono de su voz, me hizo comprender que estaba disfrutando.



No entendía la situación: Mayte ya había sido absorbida por la oscura noche y su compañera permanecía inalterada e impertérrita ante el acontecimiento.
- Voy a por ella - dije entonces.
- Espera - me detuvo Elena.
- ¿Qué?
- Ya hace tiempo que nos conocemos... ¿verdad?
- Si - asentí extrañado, confuso por su nuevo tono acaramelado y cariñoso.
- Veras... Manolo... Tengo un problema.
- ¿...?
- ¿Estarías dispuesto a ayudarme?
- Claro - respondí como un idiota, sin preocuparme de cual sería el problema.
Apagó el equipo de música, dejó de mirar por el retrovisor, y volvió su rostro angelical hacia atrás, hacia mi, sonriendo levemente.
- Eres cojonudo.
- ¿ Y...
- Atractivo... muy divertido.
Estaba coqueteando; engatusándome y, sin gran dificultad, convenciéndome de que tenía una oportunidad.
- Tu si que eres guapa - dije entre babas, sintiendo un despertar entre las piernas y olvidándome por completo de Mayte.
Me acarició entonces la mejilla con tal suavidad y dulzura que no pude menos que pensar en que por fin había alcanzado la gloria. Me convertí por un instante en una antorcha humana presa del mayor alumbramiento y ella, mi diosa y mi reina, el único objeto la vida.
Me abalancé hacia delante para besarla pero ella me detuvo cuando ya casi sentía sus labios.
Elena se puso a gimotear.
- ¿Qué te pasa ? - le pregunté.
- Estoy metida en un lío.
Se me encogió el corazón. No podía verla sufrir.
- ¿Qué lío?
- Necesito que te deshagas de los planos originales de la turbina del reactor chino.
Me quedé frito. Esperaba cualquier cosa menos eso.
- ¿Sabes que yo fui la encargada por Mitsubishi de pasar las pulgadas al sistema métrico?
Asentí. La dichosa conversión de medidas ocupaba el ochenta por ciento del trabajo de la oficina.
- Pues bien - continuó Elena -. Han surgido problemas con la caldera principal del reactor y quieren cargar el muerto en el origen, en los planos que recibieron de nosotros.
- ¿Con razón? - pregunté.
Elena, con pesar, bajó la cabeza.
- Mierda - dije, sin pesar ni un momento en lo zopenca que era y tratando de disculparla -. Eso nos pasa por trabajar con los chinos. En cualquier otro país se habrían dado cuenta del error en el banco de pruebas... Pero ahí nada... ¡Tienen prisa!
- Te necesito - dijo.
La cagada era monumental, pensé. Paralizar la construcción de un reactor nuclear por culpa de una turbina defectuosa eran palabras mayores. Mi empresa lo pagaría caro, muy caro: El director echaría más de una cagadita con la noticia y, finalmente, el perito o la perita que había realizado el trabajo de conversión podía dar por finiquitado su puesto.
- Pero... ¿para qué quieres los originales?
- Para destruirlos - me respondió Elena, tajante.
- Pero todo el mundo sabe que tu llevaste ese trabajo... Es inútil que intentes ocultarlo.
- Si, pero si intentan ponerme de patitas en la calle necesitan esos originales... Un juez nunca avalará un despido sin esos papeles.
Quise silbar, pero me salio un poco de aire. Mi admirada doncella era toda una señora pécora.
Señalé hacia el fondal, por donde se había alejado Mayte, y dije:
- ¿Entonces ella...
- Si - respondió Elena -. Ella tiene las llaves de la oficina del director y, además, es una de las tres personas que conoce la combinación de la caja.
Me bajé del coche. Necesitaba estirar las piernas.
La noche no estaba saliedo tal y como había esperado.
Elena también se bajó.
- Ayúdame Manolo - suplicó.
- ¿Estabas dispuesta a acostarte con Mayte para conseguir la combinación?
Se pegó a mi cuerpo, enfundándome como si fuera una cortina a la que el viento empujaba sobre mí, y, al oído, me musito:
- Estaba... Pero tu..
Y me mordió el lóbulo de la oreja con tal arte que alteró por completo la nula defensa de mi líbido.
La besé. La besé con ganas. Era lo que más deseaba desde el día en que me fijé en ella y no iba a desperdiciar esa ocasión.
- Ayúdame.
¿Cómo no iba ayudarla? Era imposible negarme. Su fuerza era muy superior a mi propia conciencia y me ofrecía mucho más de lo que me proponía cualquier resquemor (nada prudentes, por cierto).
-¿Cómo? - pregunté al fin.
Tensó su rostro al instante, sus labios se contrajeron hasta convertir el rictus de su boca en una fría linea de hielo, y dijo:
- Inflar de coca a esa estúpida.

Dos horas más tarde, y estaba enfrente de la casa de Mayte. Elena se hallaba dentro, con ella, y no quería ni imaginarme lo que podía estar pasando entre las paredes del pequeño chalet. No obstante, era imposible abstraerme del todo y algún que otro pensamiento me trasladaba la imagen de dos mujeres desnudas en pleno acto amoroso. Aunque, extrañamente, en dicho abrazo lesbico, no era capaz de retratar el rostro de Elena, como si ya solo me perteneciera a mi.
Cuando por fin se abrió la puerta y vi a Elena, vestida con una larga y abrigosa bata verde, salí de detrás de un exhuberante rododendro y fui a su encuentro.
Nos metimos dentro, en el recibidor, y me dio un maravilloso regalo con su húmeda boca en forma de beso. Después, cuando se separó de mi, recobré el aliento y atisbé nervioso un ambiente cargado de olores, revestido por la psicodelia de un sonido extraño y lujurioso, música étnica quizás, que provenía de una de las puertas que pude ver desde donde estaba.
Quise saber de lo que había sucedido entre Mayte y Elena, pero esta última, al ver que me dirigía hacia el salón, me detuvo.
- Pero...
- Déjala, está durmiendo la mona.
- ¿Y las llaves de la oficina? - pregunté, intranquilo.
Sacó de uno de los bolsillos de la bata un manojo de llaves y dijo:
- Esta - y señaló una Tesa: una llave de seguridad -, es la del director. Esta otra - dijo sobre una más pequeña -, es muy importante... y desactiva las cámaras de seguridad.
Me dio otro beso, más apasionado aun si cabe, y continuó:
- La caja es la principal; ya sabes cual te digo: la que está detrás del cuadro del presidente, y la combinación está escrita en este papel.
Me pasó el papelito, lo guardé en la cartera, y cuando me dirigía hacia la salida, dispuesto a hacer el trabajo, me volví y le pedí que me dejara su coche.
Elena dudó: se lo pensó durante un segundo y dijo:
- Espera.
Desapareció en el interior de la casa y tres o cuatro minutos después regresó apurada.
- Toma - dijo dándome la tarjeta de un Renault -. Llévate el de Mayte. Ahora mismo no le hace falta.
Cogí la tarjeta y salí de la casa, hacia el garaje. Sin embargo, tuve suerte y encontré el Scenic fuera de su madriguera, dispuesto ya en la dirección de la calle. Encendí el diesel al primer intento y tres o cuatro kilómetros después lo aparqué en la parte trasera del edificio en el que yo trabajaba..
Eran casi las tres de la madrugada y todos mis compañeros debían disfrutar en esos momentos del punto más álgido de la fiesta.
Con mi pase personal abrí la puerta de la entrada. Me dirigí hacia el panel de alarmas y desactivé cualquier chivato cojonero que pudiera molestarme; ya fuera el anti-incendios o, más arriba, en la zona de seguridad, las anti-robo. En otro panel, oculto en un pequeño cuartucho situado en el mismo pasillo, desconecté las cámaras de vigilancia y me hice con la cinta que había grabado mi entrada en el edificio.
El resto del trabajo fue de una rotunda sencillez e incluso tuve la paciencia necesaria para hojear entre los papeles de la caja fuerte cual iba a ser mi ocupación y mi trabajo durante los próximos meses: El ajuste del diseño de una reductora para un ferry británico.
- Vaya por dios - musité para mis adentros, aburrido ya antes incluso de empezar con dicha tarea.
Tras comprobar que no había nadie por los alrededores del edificio, salí a la calle con los planos debajo del brazo y me dirigí al trote hacia el Renault Scenic.
Aun estaba colcándome sobre el asiento cuando las luces de un coche me deslumbraron por completo y tuve que colocar el envés de la mano sobre los ojos.
Era un Audi rojo.
- ¿Los tienes? - me preguntó Elena, tras colocarse a mi altura y después de bajar la ventanilla.
Asentí.
- Dámelos - dijo -. Yo me encargo de destruirlos.
Y le pasé el manojo de papeles.
Exhultante, Elena me guiño un ojo. Estaba muy contenta.
- ¿Y el coche de Mayte? - pregunté.
No me respondió. Estaba hojeando los planos.
- Eh... - la avisé, urgiendo a que me respondiera.
Se volvió hacia mi, sonrió de nuevo, y, provocadora, muy provocadora, dijo:
- ¿A qué no soy un polvo fácil?
- ....
- Llévale el coche - me ordenó entonces - .Ya iré por ti dentro de un momento.
Y tan idiotizado estaba con esa mujer que ni siquiera me paré a pensar para que diantres había venido hasta junto mía. Así, regresé a casa de Mayte, aparqué el coche donde lo había cogido y cuando ya me iba hacia la acera en donde debía esperar a Elena me picó la curiosidad sobre lo que había pasado dentro y, tras encontrar la puerta abierta, me deslicé por el interior del chalecito.
Lo que encontré por culpa del curioso picor fue tan anodino que tardé un buen rato en acercarme junto a Mayte y comprobar si respiraba. Nervioso, traté de atisbar si latía su pulso, noté el frío del cuerpo desnudo de mi jefa,y tropecé con una mesa de cristal sobre la que había canutillos de cartón y algunos restos de cocaína. Busqué como un loco un teléfono con la intención de llamar al 061 de emergencias pero...
No hizo falta. Una pareja de la policía entró a saco aun no se por donde y, cuando quise abrir la boca, recibí un golpe en la cabeza que me dejó sin sentido.


Pocas veces en la vida se mezclan los sueños con la realidad. Muy pocas. Sin embargo, sucedió en esa memorable ocasión y el fin de mis anhelos se sobrepasó por completo.
Ella estaba allí, encima de mi, cabalgando sobre mi polla, y mi mente, omnibulada a todos los efectos, tiritaba de puro placer. Los dos éramos uno solo y ella, mi amor y mi reina, gozaba hasta absorverme, diluirme... alienarme por completo en sus calenturientas carnes.
El miedo y la impaciencia que se había instalado sobre mi persona al saber que ella me iba a visitar eclosionó en un brutal abrazo de cariño cuando la vi atravesar aquella puerta y, después, desnudos y en medio del más placentero coito que vivió hombre alguno, sonreía como un crío y dejaba que una solitaria lágrima rodara satisfecha por la mejilla abajo.
Era feliz.
Un único y solitario orgasmo compartido refulgió sobre nuestros cuerpos en el culmen de nuestro agónico encuentro y despacio, muy despacio, nos separamos y quedamos tendidos el uno junto del otro, agarrados de la mano y con la vista perdida sobre el desconchado blanco del techo.
Los pulmones, ajetreados por el derroche, reponían su aliento a la par que unas finas gotas de sudor perlaban nuestros torsos y los latidos del corazón acabaron por acompasarse al ritmo habitual del reposo. Por fin, por primera vez, me atreví a hablar:
- ¿Porqué llamaste a la policía?
Elena se revolvió inquieta y miró en su derredor, ojeando por completo la aseptica habitación.
- Tranquila - le dije -. Esto está limpio de micrófonos.
Se acurrucó entonces a mi lado y, al oído, me dijo:
- Yo no lo hice.
Mentía. O al menos eso supuse. No tenía forma de comprobarlo.
- Sabes - continué -. Los iraníes van muy avanzados con su central nuclear.
- .... Ah !
- ¿Cuánto te pagaron por los planos de la turbina "defectuosos"? - le pregunté remarcando irónicamente la última palabra.
- Por la secuencia completa... dos millones y medio de francos suizos - me respondió, esta vez sí, abiertamente.
- ¿Y Mayte? ¿Había necesidad de acabar con ella?
- Fue un desgraciado accidente - dijo sin mucha convicción.
- El forense que la examinó no pensaba lo mismo - le repliqué.
Se hizo un silencio: muy corto; aunque sí lo suficientemente largo como para que me entrara un cierto pánico al pensar que Elena podía irse de mi lado. Sin embargo, no se movió, y dijo:
- Gracias por no citar mi nombre durante el juicio.
Abrí la boca.. y la cerré. Iba a decirle que si no la había implicado era porque no había ningún tipo de prueba en contra de ella y a mi, el imbécil que acababa de metérsela, lo habían cogido en casa ajena, junto al muerto, y con una cinta de video en el bolsillo que evidenciaba el movil del robo y... del crimen. Solo con la confesión podía rebajar la pena, y eso fue lo que hice: confesar su delito en mi nombre.
- Gracias - insistió.
Me las guardé, y dije:
- A pesar de que no contabas conmigo al principio de la noche, y que incluso tuviste que improvisar, te salió todo perfecto... Aun mejor si cabe.
- No te creas - dijo con gracia -. Tuve que limpiar yo misma los restos de tu cena.
Sonreí. Me era imposible catalogarla: Fría...no, no era nada fría; distante....bueno.... ¡me estaba comiendo la oreja!; inteligente... si, muy inteligente, y guapa, y....
- ¡Jefa de personal! - exclamé de repente , tras atar un último cabo no se donde, y como si descubriera un nuevo continente.
- Por supuesto, Manolo - respondió Elena erguiéndose en toda su altura, plena, empezando a vestirse.
La contemplé embobado, tal cual fuera ella fuera una aparición divina y, cabizbajo y muy triste, le pregunté:
- ¿Vas a volver a visitarme?
Me abordó como una loba a su presa, tirándo de mi cabellera sin compasión, y me dio un apasionado beso al que me abandoné entre temblores.
Luego, como había llegado, se fue.

Sin embargo, regresó otra vez, y otra, y otra. Cada quince días se acercaba hasta la carcel de Nanclares de la Oca y allí tenía lugar el bis a bis más apasionado del centro... Tanto, que hasta considero que era el único preso que no llevaba cuenta de los días que me restaban para cumplir la condena.
Y es que estaba tan enamorado de la mujer que cambió mi historia y mi geografía que hasta el significado de la palabra libertad feneció ahogándose en el brillo de sus maravillosos ojos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que sepas que eres odiosito. Me gusta lo que escribes.

Un beso.