martes, abril 11, 2006

Desde su orilla

Las risas se fueron desvaneciendo poco a poco, perdiéndose con el transcurrir del tiempo, convirtiendo su alegre estar en un simple eco sin apenas resonancia. La adolescencia vivida llenó su cajón en mi recuerdo y me convertí en una mujer, de pies a cabeza. Todo había pasado tan de prisa y con tanta intensidad que con solo pensar en lo ya vivido acababa, sin remedio, estremeciéndome. El despertar de la vida fue más brusco de lo esperado y mis tempranos sentimientos de mocedad resultaron... contradictorios.
La vida no encajó sobre mi. Nada fue tal y como me lo habían contado y las historias fueron sólo eso: cuentos edulcorados por alegres leyendas de fantasía en las que el amor era una viga maestra que todo lo aguantaba.
Y yo, aquella pobre e inocente niña, que creía firmemente en la idea mitológica de la vida, quise descubrir las maravillas y los placeres de la misma cuando de mi cuerpo brotaron los mil sonidos reverberantes que en forma de voz a gritos me pedían una caricia, una llamada continua de mi renaciente sexo que me convirtió en lo que aun soy: en una atractiva hembra repleta de su propio ser.
La neutralidad de la niñez se desprendió de su inmaculada áurea y las curvas de mi cuerpo, el calor de mi piel, y las querencias reflejadas en la mirada, solo fueron el principal disfraz de mi despertar pues... el hambre femenina que llevaba dentro se ocupó de lo demás: de descubrir el mundo tal y como era.

Nunca quise... odiar. Sin embargo, me fue imposible contener los rencores que fui acumulando durante estos años.
Salvo ciertas catástrofes, considero que el hombre es el único responsable de los despropósitos de la vida y, en mi caso particular, de la quiebra de mis esperanzas. Como mujer, fui defraudada una y otra vez por ellos y ni la consideración mas caritativa los haría acreedores de mi perdón. El instinto masculino es carroñero de por sí y convierte a las presas más débiles en sus objetivos u objetos preferidos. Cambiar la voluntad de la mujer y convencerla de su amor verdadero, ablandar su corazón, y luego, cuando la felicidad debía ser el único premio, ya que no hay barreras entre los dos... manipularla psicológica y sexualmente, por completo.
La amabilidad del principio, las dulces y melosas palabras que se pegan en la boca, tan cariñosas ellas, dan paso a los caprichos, a los gestos desaprensivos del silencio y el desprecio, y el suave terciopelo de las caricias es cada vez más esporádico. Al final, cuando la confianza se muda en una total desatención, hasta el acto sexual se convierte en un mero trámite de su tan necesitada eyaculación.
Abrir entonces el alma es sinónimo de cerrar todas las puertas del cielo...
.Ningún hombre me ha hecho feliz después de entregarle mi ser, y solo en los prolegómenos, cuando mide todos sus actos y me mira como a una mujer, atisbo un destello de lo que ya se que será inalcanzable.

Cuando tenía dieciséis años y la mayoría de mis amigas hablaban ya sin reparos de los chicos y de sus dotes masculinas, me di cuenta de que era objeto de muchas miradas y comencé a explotar tan voluptuosa curiosidad.
Las ropas que vestía por entonces dejaban adivinar mas que enseñaban y sobre mi rostro, y gracias al maquillaje, definí los rasgos en los que consideré acentuar mi belleza.
Muchos fueron los chicos que comenzaron a arrimarse a mi orilla, como si yo fuera otra persona, como si anteriormente ni siquiera hubiera existido, y dispuse de muchas oportunidades. Sin embargo, mis compañeros no despertaron mis deseos y me fijé en aquellos a quien la edad había madurado.
La serenidad que yo necesitaba la encontré dibujada sobre unos ojos negros y profundos y, poco a poco, dejando que la mirada de dichos ojos se clavara más a menudo sobre mí, dejé que Manuel, el padre de mi mejor amiga, pasara de la amabilidad al coqueteo.

Yo era menor de edad. No obstante, y a pesar de tan importante detalle, debo decir que fui quien llevó la iniciativa. Manuel, el padre de Carla, trató de esquivar mis insinuaciones durante un tiempo, y solo cierto día, que estaba contento demás, accedió a charlar de tu a tu conmigo y, consecuentemente, a intimidar sobre ciertos asuntos personales que lo abocaron hacia su lado más lascivo. Junto a la barra de un bar, el roce suave de mis manos dio paso a una mirada penetrante y, finalmente, nuestros labios se prendieron en el oscuro refugio de un callejón. Seguidamente, se ofreció para acercarme hasta mi casa en su coche, un amplio mono-volumen muy acogedor, y a mitad de camino, al tiempo en que mi mano se posó sobre su rodilla, detuvo la marcha del vehículo y se echó sobre mi.
Sinceramente, debo decir que esa primera experiencia sexual fue muy agradable, para nada traumática. Se portó con un tacto exquisito y todos cuantos miedos podía tener sobre ese día tan importante se atenuaron gracias a su experiencia sexual. Estoy segura que de haber ocurrido con cualquier compañero o amigo, la pérdida de mi virginidad habría sido de modo más rudo e instintivo, peor sin duda.
Lo único malo de esa noche vino después, cuando comencé a vestirme: Manuel rompió a llorar como un crío, a balbucear entrecortadas palabras sobre lo mucho que quería a su esposa y a sus hijos, y los remordimientos lo hundieron después de haberse corrido encima de mi; por lo que acabé consolándolo en silencio, dejando su cabeza sobre mi regazo y entreverando sus cabellos con la yema de mis dedos. La alegría de hacía unos minutos invirtió su estado y el momento más esperado de mi vida paso a ser una especie de funeral de lo que, según él, no debía haber ocurrido.
Sin embargo... Cuento: puro teatro tratando de descargar su lastre sobre mí.
Tras aquel final tan triste pensé que mi historia con Manuel había durado lo justo y necesario para abrirme los ojos.
Supuse que se había arrepentido y, consecuentemente, no me extrañó que durante los siguientes días me evitara e incluso, cierto día, ni siquiera me saludara: Supongo que el verme al lado de su hija lo turbaba bastante.
Sin embargo, la personalidad masculina depende por completo de sus propios instintos y, a los quince días, detuvo el mono-volumen a mi altura, cuando yo venía de jugar un partido de voleibol, y me invitó a que subiera. Y sólo ver sus ojos ya supe lo que quería.
Y subí. Y todo cambió. De la dulzura del primer encuentro pasé a ser un objeto al servicio de las necesidades sexuales de aquel hombre y, como si se creyera mi maestro, pasó a mostrarme todo aquello que seguramente no se atrevía a hacer con su mujer: felaciones continuas, eyaculaciones sobre mi cara, coito anal, y jueguecitos con una cantidad de artilugios sacados de un inmenso catálogo sin fondo...
Dobló por completo mi voluntad y entre los dos sólo importó la suya. No había relación de pareja... era él solo.

Dos. Dos fueron los años en que fui la presa del padre de mi mejor amiga. Y aunque a veces me sentía bastante ahogada con la relación e incluso pensaba en descubrir lo nuestro a los ojos de Carla y de su madre, aguanté estoicamente durante todo ese tiempo y cuando cumplí los dieciocho años, como por arte de magia, y como si Manuel fuese mi progenitor en vez de mi amante, decidí independizarme y rompí con él. Me resultó más sencillo de lo que esperaba, pues no había sentimiento alguno entre los dos y, a la semana de haberle dicho que no lo quería ver más, lo ocurrido ya me parecía algo tan lejano, un suceso incluso ajeno, que miré esperanzada hacia delante y me dispuse a comer la porción de tarta del mundo que me correspondía. Sin embargo, reincorporarme a la vida juvenil fue una labor bastante complicada: Había perdido el contacto con los de mi edad y en cuanto intentaba abrirme camino en una pandilla siempre había alguien dispuesto a tratarme como a una intrusa; razón por la que siempre acababa retraída de mi empeño. Incluso Carla, como contagiada por un impulso familiar, comenzó a alejarse de mi y no tarde mucho en ver que estaba completamente sola. Tenía quizás demasiada prisa por ser yo misma y no me daba cuenta de la paciencia necesaria para cultivar una amistad; por lo cual, acabé siendo víctima de una depresión nerviosa y empecé a beber a solas.
Al principio, la ginebra, el ron, o el whisky, eran como tonificantes que me relajaban, ayudándome incluso con los pesados quehaceres de todos los días. Pero, tras pasar las semanas, dicha ayuda acabó embotando mis ganas de salir y, mientras había mercancía en el mueble bar de mi casa, me encerraba en el nido familiar y hacía de mi habitación un castillo.
Convencí a mis padres de la necesidad de comprar un ordenador y, amparada en unas falsas e inusitadas ganas de estudiar, empecé a navegar por los océanos de internet con el único propósito de comunicar mi maravillosa forma de ser. Tenía claro de que en mi ciudad nadie me comprendía y decidí utilizar aquel medio de la electrónica para saltar cualquier distancia que me atara al brusco carácter de quienes me habían rechazado. Solo tenía que entonarme un poco, decorar mi mente con la mejor sonrisa, y meterme en un chat.

Al principio fue como descubrir un nuevo mundo. Yo era la princesa encantada y en cualquier chat de los que entraba mi nombre era bombardeado con cientos de saludos y preguntas. La mayoría de los usuarios eran del género masculino y yo me convertí en una preciada presa.... pugna de grandilocuentes disputas. La amabilidad de algunos rozaba casi el absurdo, con bellas y hermosas palabras sacadas de un averno literario que siempre me daban la razón dijera lo que dijera; mientras otros, cuyas intenciones eran mas claras, entraban como el elefante de la cacharrería y, ocultos tras el antifaz de la red, intentaban desnudarme al primer soplo. Con todo, yo me divertía una barbaridad, pues el licor también hacía lo suyo, y logré crear un círculo de amigos en torno a mi nick que me mantenía ocupada durante las largas noches de invierno. No me faltaba la conversación; éstas llegaban hasta donde yo quería, y aquellos cinco o seis compañeros con los que charlaba estaban a mi total disposición. Sin embargo... es verdad.... me faltaba algo: las intimidades que había mostrado se habían topado con el límite del propio medio y, desde la soledad de mi habitación, mi alma romántica pedía más. Las fotos, las voces, y las palabras que había recibido me habían abierto aun mas el apetito de cariño y, en esto, apareció Ricardo, que por entonces corría por Mgest 27, y que, casualmente vivía en la ciudad de al lado.
Mgest 27 era un revolucionario: Su tema favorito era el de la política y sus palabras iban casi siempre dirigidas contra el sistema. No había partido político ni dirigente de tal que lo convenciera con su discurso y, el día en que el país llego a una cita electoral (creo que fueron unas municipales) y se enteró de mis simpatías políticas por boca de un compañero, empezó a atacarme sin descanso.
Al principio no le hacía mucho caso a Mgest 27, pensando que ya se cansaría; pero con el paso del tiempo, y viendo que el día de urnas se iba acercando, decidí cortar por lo sano.
YO: Cada uno vota lo que le da la gana.
MGEST 27: Desde luego. Pero reconoce que tu voto y él de los demás incide directamente en mi vida.
YO: Es el juego de la democracia.
MGEST 27: Y el juego incluye el proselitismo de la presión popular y de los medios y la manipulación demagógica del propio sistema.
YO: Yo estoy satisfecha con el sistema.
MGEST 27: Nadie puede estar satisfecho con un sistema tan poco igualitario, que desprecia a los débiles y favorece siempre a los más poderosos. Los dueños legales de la violencia se convierten así en verdugos de los miserables....
Y ásí continuamente; como si yo fuese la responsable política del partido al que iba votar y como si mi papeleta fuera a cambiar el rumbo de la humanidad. Mgest intentaba hacerme sentir culpable y yo, que por mi edad estrenaba titularidad como ciudadana, defendía mi independencia igual que a mi vida. Al fin y al cabo, yo era la princesa encantada y ningún resabido con nombre ramplón torcería mi decisión. Por mis ovarios que no. Como así fue: Yo voté lo que tenía pensado desde el principio pero, y sin embargo, debo confesar que lo único que me vino a la cabeza cuando vi como mi papeleta se posaba entre las demás fue... Mgest 27. Aquel día vencí, pero el resultado de los comicios fue lo de menos.


Un teclado, un monitor, el ratón.
Un vaso, la botella, el licor.
Él: MGEST 27, Ricardo, y yo... Todo junto, todo revuelto: la mezcla explosiva que me convirtió en lo que ahora soy....
¿Culpable o culpables?

MGEST 27 pasó de ser un divertimento, el feroz rival en el etéreo mundo del chat, a ser toda una obsesión. La sola aparición de las cinco letras y los dos números que ocultaban su verdadero nombre alteraban el latir de mi corazón. Era capaz de pasarme horas y horas esperando su llegada, calmando la espera bajo el caluroso abrigo del alcohol. Así, si un día MGEST 27 no aparecía, perdía por completo el hilo que retenía mis nervios y acababa insultando a todos y a todas en el chat. Me volvía ruin y miserable y el coro de amiguetes que antes me adoraba se silenciaba a mi alrededor.
- Perdón - acababa diciendo, apesarada por tal conducta -. No volverá a suceder.
Pero la hilarante situación se repetía y sólo él, MGEST 27, era capaz de templar semejantes escenas. Mi dependencia fue casi total y enfermiza y, boquiabierta, llorando o riendo delante del ordenador, pase a ser un mero apéndice de mi misma, con muy poca personalidad.
Intenté acapararlo por completo para mi, conversando de todo durante las incontables y largas horas de los mil privados que abrimos, rogándole siempre que no se fuera, que no me dejara sola, y llegué incluso a vigilarlo para que no departiera demasiado con los demás cuando estábamos en la sala del chat, celosa de que cualquiera arrebatara mi protagonismo y metiéndome por en medio cuando lo creía necesario.
Aunque, en esta relación tan poco saludable, no era solo yo la parte desquiciada: MGEST 27 era un individuo muy inteligente, afinado hasta el límite tanto en sus apreciaciones como en la comprensión de las mías, y empezó a jugar con mis sentimientos. De sobras sabía que yo estaba entregada a él en cuerpo y alma y me tentó poco a poco hacia su juego, con mucho tacto, descargándose de pequeñas y medidas dosis de afecto. Mis querencias por él superaban ya el ámbito natural del chat y quise saber mas de quien tantos ardores me provocaba.
-¿Cómo te llamas?
- ¿Por...
- Porfi.
Silencio.
- ricardo - escribió en minúsculas, después de un largo minuto de espera y como si fuese el alumbramiento de un ser extraordinario.
Ricardo, me dije a mi misma, hundiendo su pronunciación entre los tesoros mas preciados de mi alma. ¿Qué otro nombre podía tener.... verdad ? Ricardo.
Y así me sucedió con cualquier detalle sobre su verdadera vida, revelado a cuentagotas hacia mi ansiada curiosidad:
...que todas las tardes le gustaba dar una vuelta por el paseo marítimo... pues era cuando yo salía a caminar, fijándome en todos los transeúntes, en aquellos que mas se asemejaban a la preconcebida imagen que yo tenía de él, y deseando quedar prendida de alguna maravillosa mirada... la suya.
... que tenía una cita en el ambulatorio de la seguridad social... pues era el momento adecuado para solicitar una revisión médica anual y de paso echar una ojeada por las salas de espera... tan abarrotadas.
... que acababa de comprar un boxer... me desplazaba por los parques y las plazas públicas de la ciudad buscando un pequeño cachorro de can y a su dueño.
Pero era un busqueda infructuosa, difícil. Ricardo se decía tímido, con muy poca decisión, y se servía de evasivas para escudarse de mis preguntas más directas.
Con sinceridad, y cansada de juegos y adivinanzas, un día le confesé el afecto que le procesaba y él me devolvió el sentido discurso en forma de poemas y de amables dedicatorias, palabras huecas a las que yo, ridículamente, trataba de dar un sentido; al igual que cuando le envíe mi álbum personal y le pedí una foto y él me mandó una caricatura borrosa, que bien podía ser de cualquier animal e incluso cosa y él se cobijó bajo la disculpa de su viejo ordenador. Por lo que, ante tal cúmulo de despropósitos, desesperada, le dije que quería verlo, que ya no aguantaba más, que deseaba hablar cara a cara de una vez, a lo que Ricardo, enfadado como nunca había vislumbrado en sus letras, respondió con un rimbombante y estudiado correo en el que me amenazaba con cortar con lo nuestro si seguía apurándolo, que era un hombre que necesitaba de tiempo y no de mujeres apremiantes...
... y yo le di la razón: Estaba siendo una mujer demasiado apremiante... o eso creí, o quise creer, ya que no quería perderlo por nada del mundo: por nada... absolutamente nada.

Así, chateando y emborrachándome a solas, discurrió un largo invierno en el que yo me abrí a MGEST 27 por completo, con toda mi alma, y él, como si no fuera humano, se aprestó a envolverme de palabras y de más palabras.

Sin embargo, la calma y el carácter parsimonioso que me exigía Ricardo se mudó en una gran urgencia durante la noche de un viernes y tuve que cambiar la marcha de mi velocidad otra vez. Quería verme cuanto antes. Ahora tenía prisa. Me comentó que ya no podía aguantar más y me daba toda la razón en cuanto a la necesidad de un contacto personal.
- ¿Cuándo?
- Mañana - respondió MGEST 27 - ¿Puede ser...
Mi corazón dio un brinco y, apurada, escribí:
- Claro que puede.
- ¿Conoces el Bagdad Café?
- No.
- ¿La travesía de...
Me explicó en donde encontrarnos y arguyó que ambos deberíamos llevar algo identificativo con lo que reconocernos.
- Pero tu ya sabes como soy - le repliqué acordándome de la multitud de fotos que le había enviado.
- Cierto, pero podemos seguir jugando.
- Claro.
Comentamos e ideamos varias maneras para revelarnos por primera vez, desechando por ridículas la mayoría, y nos quedamos quizás con la más estúpida: A las cinco en punto de la tarde Ricardo me llamaría con su teléfono móvil y yo, naturalmente, tras dejarlo sonar unos segundos, lo descolgaría.
- ¿Vale?
- Vale.
- Hasta mañana guapa.
- Hasta mañana corazón.
Y el gozo y la dicha revertieron por encima de mi propio ser y suspiré varias y alocadas y prolongadas veces. Recuerdo que estaba tan contenta, tan ilusionada, que esa noche incluso me olvidé de la obligada dosis de tequila o ron y me fui a la cama con una gran sonrisa plasmada sobre mi rostro. Aquello que sentía se llamaba felicidad y ningún erudito sabelotodo podría hacer cambiar o dudar siquiera del significado de tal acepción.
Ese sábado me preparé para la ocasión; es decir, tardé varias horas en decidirme, acudí a la peluquería y, finalmente, vestí mis diecinueve añitos con el modelo más caro que mis bolsillos se pudieron permitir.

Cuando entré en la vieja cafetería Bagdag ya supuse que él me estaba viendo. Apenas había media docena de clientes y yo, si hubiera querido, habría podido estudiarlos a todos con una rápida mirada. Sin embargo, por continuar con el juego, entré a ciegas, buscando únicamente una mesa en donde sentarme, y pedí una manzanilla para redomar los nervios que atenazaban mi estómago.
Miré el reloj, vi que pasaban un par de minutos de la hora señalada, revolví el azúcar en el agua caliente, y sonó el alegre tono de mi teléfono móvil.
- ¿Si?
- ¿Ya me has reconocido?
Levanté mi vista. Examiné uno por uno a todos los clientes de la cafetería, esperando ver a alguno con el teléfono apoyado en la oreja, y dije:
- No. Aquí no estás.
- ¿Seguro?
Noté que un escalofrío recorría vértebra a vértebra el cauce de mi espalda y al llegar la helada presencia de este junto a la nuca supe que su mirada se había clavado justamente allí, donde también nacía mi sorpresa, en la base de mis pensamientos. Me volví de inmediato y lo vi por primera vez: Me acababa de servir una manzanilla y ni siquiera me había fijado en la espléndida sonrisa que ahora lucía.
- Ricardo - creo que dije.

De ojos saltones, rubio como un rayo de sol, y con una cintura de avispa que apretaba un nervioso cuerpo, no se me parecía en nada a la imagen que de él me había dibujado en mis ensoñaciones de todos los días. Era guapo, atractivo, y joven; es verdad, pero en esos breves instantes, me fue imposible acoplarlo sobre su nombre.
- Ricardo.
- Hola - dijo sin perder la sonrisa, agachándose junto a mi, y besando educadamente mi mejilla.
- Yo...
- Si - me interrumpió -. Soy uno de los dueños de este local y estoy esperando a mi socio, por Arturo, que me sustituirá dentro de unos minutos... ¿Diste bien con el sitio?
- Si. Un taxi me acercó hasta la esquina.
- Oye... Estás muy guapa.
Me sonrojé.
- De verdad. Muy guapa.
- Gracias - dije bajando la mirada.
De pronto, apareció un hombre, de su misma edad quizás, veinticinco, veintiseis años, me ojeó de arriba abajo, y a continuación se dirigió a Ricardo:
- ¿Así qué de marcha?
- Claro... Arturo, te presento a... Clara.
Dudó. Ricardo había dudado un instante para decir mi nombre y eso me dolió un poco.
- Encantado - dijo Arturo, estrechando mi mano y clavando sus profundos ojos negros en los míos.
- Lo mismo digo.
Tardó una décima de segundo demás en desprender su mano de la mía y fue entonces cuando caí en la cuenta del juego o el engaño que allí se estaba produciendo.
Fue una sensación, ni revelación ni otra cosa por el estilo. Sólo una sensación. Supe a ciencia cierta que estaba siendo vendida, que Ricardo era Arturo y Arturo....Ricardo... Y quise huir, escapar de allí en ese mismo instante.
- ¿A donde vas? - me retuvo la recia mano de Ricardo... de MGEST 27.
Volví a sentarme. Me estaba haciendo daño en la muñeca y empecé a tiritar de pánico.
Solo quedaba un cliente en una oscura esquina del local y parecía dormitar con la cabeza echada sobre la mesa.
- Quiero irme - logré balbucear.
- ¿No quieres un chupito? - me preguntó MGEST 27 con un sarcasmo tal como nunca se me habían dirigido antes.
- No - gemí. Seguía apretándome la muñeca y su rubio compañero sonreía divertido, mostrándome una dentadura que hasta hacía unos segundos me parecía atractiva.
- Cierra la puerta y trae una botella de vodka - le ordenó MGEST 27 a su compañero.
- ¿Y Peixoeiro? - dijo el rubio señalando a quien dormía en la esquina.
- Ese no se entera de nada. Lleva desde primera hora encañando y ya traía una buena moña.
- Déjame - supliqué yo entre el dolor.
Sin embargo, sin soltarme, MGEST 27 se sentó a mi lado, me refregó los pechos prosaicamente, y retiró un mechón que me caía sobre la frente para ver todo mi rostro.
- ¿Porqué te voy a dejar? ¿No era esto lo que buscabas? Una agradable fiesta... conocer la punta de mi polla... y amor.... un amor hasta darte por el culo...?
- Por favor. Quiero irme - lloré.
- Ponla ahí Turito - le dijo sobre la botella a su compañero -. Y busca en la cadena una poca música para encandilar a esta zorra.
La situación se estaba poniendo demasiado seria. No parecían nada nerviosos con los actos que estaban llevando a cabo, como si no fuera la primera vez, y la siniestra seguridad con la que parecían revolverse me hizo sospechar lo peor.
- Primero te iba a follar él - siguió hablando MGEST 27 -. Te llevaría a dar un paseo y, con la disculpa de cambiarse la ropa de trabajo, subirías a su casa y caerías como fruta madura en nuestro tiesto. Además, si me apetecía, hoy mismo, después de que bebieras un poco, yo mismo os haría una visita por la noche y como eres una hermosa hembra bien aguantarías de dos rabos... Eso, si me apetecía... Sino ya amañaríamos entre los tres....¿Verdad?
"Pero - prosiguió con una mueca de burla -, también eres muy zorra y te has puesto muy piripipí al descubrir el bonito juego que te teníamos preparado... el bonito juego de los nombres.... ¡Como en el chat! ¡Como en el chat, princesa! ¡Como en el chat, reina!"
Llenó de vodka un vaso grande de tubo y me lo puso en la mano.
- Anda, tomátelo... ¡Hummm, que rico!
Su compañero se bajó como en un tiro los pantalones y se puso a botar muy contento delante de mi.
- ¿Quieres coger el pajarito? ¿Quieres el pajarito? - decía el rubio apretando el bulto de sus calzoncillos.
Cerré los ojos, pues aquello no podía estar sucediendo, apreté con fuerza los dientes, y me puse a gritar con todas las fuerzas del mundo. Ipso facto, recibí un guantazo en la cara y perdí la noción de la realidad.

Cuando desperté, yacía desnuda sobre el suelo. A mi lado, los dos hombres dormían abrazados, también desnudos y con la satisfacción dibujada sobre sus relajados rostros. Me habían violado mientras estaba sin sentido y por mi cuerpo dolorido descubrí numerosos rasguños y cardenales que avalaban la violencia del acto.
Oí un ruido, me volví asustada hacia él, y vi al borracho que antes dormitaba sobre la mesa de la esquina. Solo que ahora estaba depie, relamiéndose los labios, mirándome asquerosamente, y meneando su pene de modo apurado.
Iba a gritar. Era lo que más deseaba hacer. Pero, un innato sentido de la supervivencia impidió que lo hiciera. Los dos individuos que me habían violado podían despertar de su letargo y yo, por supuesto, no quería que eso sucediese.
Me levanté muy despacio. El borracho acabó su trabajo, se subíó la cremallera del pantalón, se echó ligeramente hacia atrás y, ante mi confusión, recogió apurado la ropa que me habían quitado y me la ofreció extendiendo sus sucias manos.
Me vestí en silencio, sin perder de vista al borracho, olvidándome de la ropa interior, y me dirigí veloz hacia la puerta.
- Niña - me dijo entonces aquel el borracho al pasar por su lado.
Lo miré temerosa. Lo único que yo quería era salir de allí cuanto antes.
- ¿Te han pagado? - me preguntó con gran seriedad.
Abrí los ojos como nunca. El tipo suponía que yo era una puta que había satisfecho las insanas necesidades de aquellos dos individuos.
Me detuve.
- Esos perros... Esos perros me han violado - le susurré entre el mar de lágrimas que de repente descendió veloz por mis mejillas.
El hombre me miró con tristeza, bajó su mirada a la altura de las gastadas baldosas del suelo, donde yacían los dos y, finalmente, dijo:
- Entonces tienen que pagar.
Sacó una navaja del bolsillo, se agachó junto al rubio, le tapó la boca con la palma de su mano izquierda y con el afilado metal le rajó la garganta de un lado a otro, hasta oir su último y mudo estertor.
El borracho alzó lentamente su figura, mirando satisfecho el resultado de su trabajo, me miró de reojo, abrió su mano y me ofreció la navaja, manchada esta de la roja sangre de quien ya no vivía.
- Toma - me dijo.

Y tomé. Cogí la navaja y la hundí en el corazón del sorprendido cuerpo de MGEST 27.
Hasta el fondo.

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