martes, abril 11, 2006

El lamedor

Tiré de la puerta y subí al ascensor.
- Ah... Hola - dije al ver a mi vecina.
Esta sonrió sin más.
- Hace buen día - comenté para romper el hielo.
- Hace... - murmuró, siseó mas bien, de forma harto lasciva, acariciando sus cabellos como si estuviese en la misma cama.
Yo la miré sorprendido y me di cuenta de que sus senos me apuntaban sin reparo alguno y por encima, en sus húmedos labios, se entreabría un erotismo sin límite, descarado.
Me lancé. Estaba hermosa como nadie sobre la tierra y me olvidé de su estado civil y del mío. Siempre la había deseado y no iba a perder la oportunidad que ahora me brindaba.
La rodeé con mis brazos y quise besarla. Sin embargo, me lo impidió: Me puso sus afilados dedos sobre la cabeza e hizo fuerza con ellos hacia abajo, suave pero firmemente. Yo, un poco extrañado, obedecí sumiso y me agaché. No me había rechazado, de eso no tenía duda, pero aun no sabía de sus intenciones.
El ascensor se había detenido.
Mi vecina subió las faldas hasta la cintura con una mano y con la otra pulso un 9: el último piso, en donde los trasteros.
- Así, de rodillas - me dijo, con la voz más calenturienta que había oído en toda mi vida.
Y acabé por arrodillarme, dejando mis ojos a la altura de sus bragas: de un tanga negro incapaz de tapar toda la naturaleza que allí se escondía.
- Venga - me gritó impaciente.
Tiré hacia abajo con fuerza y dejé que un vello mas tupido que el amazonas rebosara inédito ante mi atónita mirada.
- Venga - volvió a gritar.
Miré hacia arriba, buscando sus ojos, pero los tenía entrecerrados, presos de erotismo. Con una mano se acariciaba los pechos y con la otra, cada vez más firme, me empujaba hacia su abultado coño.
Cedí sin ceder, pues no era quien de oponer ninguna resistencia, y, empalmado como un burro, clavé mi lengua en la espesura y empecé a explorar todos los recovecos de aquel tesoro de su feminidad.
Durante largos minutos, y entre suspiros, me dediqué en cuerpo y alma a lo que ella me había exigido... también ofrecido. Apretando con fuerza sus muslos logré arrancarle unos cuantos orgasmos... Prolongados y efímeros como en el mejor de mis sueños.
Llegado el momento, llevé la mano a mi bragueta y saqué mi desbocado pene de su prisión. Era hora de ensartarla contra el espejo del ascensor y me levanté decidido, dispuesto a hacerla mía.
Estaba preciosa. Tenía unos treinta años y era todo curvas. Sólo con ver aquellas facciones de mujer ya se veía lo que se podía esperar... El cielo.
- Te la voy a meter - dije relinchando como un caballo.
Ella abrió los ojos de repente. Me miró extrañada como si no me conociera y apurada, muy apurada, se vistió en un instante y salió disparada del ascensor, dejando que su hermosa estela se perdiera escaleras abajo.
Y yo, el tonto caballo relinchón, me quede allí quieto y sorprendido, con la picha al aire.
Un vacío muy sonoro se apropio de mí hasta que noté un escalofrío en mis desinfladas partes y me subí los pantalones.
Era lo más extraño que me había ocurrido con una mujer desde que se me rompiera el frenillo en una de mis tempranas relaciones de adolescencia y avergonzado por mi situación de casado, a la vez que enfadado por lo que no había llegado a suceder, pulsé el cuatro y regresé a mi casa.
- Manda carallo - me dije desde el espejo.



En si mismo, el prestigio es algo intangible; un etéreo lustre de la personalidad. Sin embargo, para el profesional, para el autónomo que depende del murmullo social, el prestigio es un sinónimo del beneficio, de los céntimos que al final acaban en el fondo de la caja registradora. No obstante, y ya hablo de mi caso en particular, yo no esperaba que tras el encuentro con la vecina mi prestigio de amante fuera a aumentar de forma tan considerable: Entre otras cosas, porque nunca lo había tenido y, sobre todo, porque suponía que aquella fugaz relación en el ascensor había sido un acto íntimo y personal. Ella era una señora, yo un “señor“, y no creo que a ninguno de los dos le interesase hacer públicos los locos traqueteos de mi revoltosa lengua sobre sus partes.
Nada más lejos de la realidad.
Yo era un poco ledo, confiaba ciegamente en el silencio de la vecina y, después de cruzarme un par de veces con ella y ver que se hacía la despistada, comencé a superar el agradable trauma del ascensor y lo di por finiquitado. Sin embargo, algunas miradas, algunos silencios, y algunos sonidos malintencionados por parte de varias vecinas, me pusieron a temblar como a una hoja en plena ventisca otoñal.
Pero era imposible. Debía ser mi calenturienta imaginación...
O no.
- Hola Adolfo - me saludó mi vecina Laura, una profesora de costura baja y regordeta cuyo atractivo sexual había quedado enfrascado en un tiempo ya pasado.
- Hola - contesté desconcertado tras subirme al ascensor. Era la primera vez que me dirigía la palabra e incluso su voz me sonaba extraña, como si nunca la hubiera oído.
- Yo me bajo antes - dije, pulsando mi dedo sobre el cuatro y volviéndole huidizamente la espalda, de golpe.
- Eres un guarrillo - oí por detrás.
- ¿Cómo?
- Guarrillo - volví a oír mientras una vespertina gota de sudor recorría veloz el canal formado por mi columna vertebral.
Cuarto piso.
Quise abrir la puerta pero su robusto brazo me lo impidió veloz.
La miré directamente a los ojos. Una sonrisa burlona recibió mi estupefacción.
- ¡¿Qué pasa ahora?! - protesté de la forma más airada que pude.
- Quiero que me lleves al noveno - me dijo con autoridad, con un tono firme, a la vez normal, y de tranquilidad absoluta.
- Pero...
- Igual que María - me cortó.
- Usted está loca - le dije, tratando de apartar su brazo.
Con gran habilidad y para mi sorpresa, me asió por los huevos como si estos fueran unos simples perucos de agosto, y , relamiendo cada palabra, me dijo:
- Vamos para arriba, moreno.
Y sin más, mientras yo contenía el aliento, conté como se sucedían los pisos hasta llegar al noveno.
- Váyase a la mierda - le espeté con bravura en cuanto me soltó los dos afligidos genitales.
- Vente... Hermosón - dijo la pequeña costurera haciendo caso omiso de mis palabras y bajándose rápidamente las bragas.
La miré con asco, tratando de ridiculizarla lo más posible, pero fue inútil. No era nada cohibida la señora y mi única escapatoria iba a consistir en una veloz huida.
No obstante, pareció adivinar mis intenciones y ,a la vez que me enseñaba los rizos de su chocho, con gran sorna me dijo:
- Como no me lo chupes.... Mando tu matrimonio al carajo.
La miré cariacontecido, con mucha pena, pues me estaban coaccionando, y pensé que ya era hora de despertar, de cortar con esa pesadilla tan absurda.
Pero allí estaba aquella mujer y.... ¿qué diablos podía hacer?
¿Qué debía hacer?
- ¿Qué hago? - musité para mis adentros.



Aun siendo un tipo instintivo de los que se suelen guiar por el primer impulso, debo reconocer que contuve bastante bien la reverberante violencia que bullía bajo mi erizada piel y decidí cortar por lo sano.
- Haz lo que quieras - le dije a la pequeña costurera, con rabia, dándole a entender algo en lo que no creía: en que no me importaba su amenaza.
- ¿Cómo dices? - me preguntó insinuante, restregando con fuerza los labios de su sexo.
La empujé con fuerza hacia un lado y me dispuse a salir del ascensor.
Entonces... Se derrumbó. La pequeña urraca se desmayó sobre la goma del suelo y su cabeza batió contra una esquina. Las obsoletas gafas que portaba se desencajaron sobre su estirada nariz y la encorvada postura de su espalda hizo que la apretada blusa que llevaba reventara como un globo de aire.
¡Madre mía! ¡Qué imagen! Si a alguien se le ocurría abrir la puerta en ese instante y veía semejante escena, el hueco del ascensor no sería lo suficientemente profundo para tirarme de cabeza por él.
¿Se había desmayado o estaba fingiendo? ¿Y si estaba muerta? ¿Debía huir...?
No.
Estaba claro que era un gilipollas. Eso si: un gilipollas bastante considerado. Por lo que me agaché, comprobé que respiraba, y traté de espabilarla sentándola sobre sus posaderas aun desnudas, apoyando el cogote contra el mamparo del ascensor, y sacudiéndola suavemente hasta conseguir que volviera a este mundo: al de los despiertos.
- ¿Qué tal señora? - pregunté sin asomo alguno de amabilidad en el tono de mi voz.
Y se volvió a derrumbar. Pero esta vez no fue sobre el suelo sino sobre sí misma. De sus ojos saltaron infinitas lágrimas y su compungido pecho retembló entre lloros hasta casi desaparecer. Parecía a punto de sufrir una crisis nerviosa y al gilipollas que estaba a su lado no se le ocurrió otra cosa que echarle un brazo por encima y consolarla.
- ¡Qué vergüenza ! - gritaba como una plañidera.
- Tranquila señora - ¿Era mi voz?
- Yo...
- A veces sufrimos una especie de cortocircuito cerebral y... No sabemos lo que hacemos.
- Es que María me lo puso tan claro.
- Esa zorra - rumié por lo bajo.
- Debí suponerlo. Una vieja como podía... Como pude pensar en semejante aventura.
- No se martirice... Tampoco es tan mayor - ¿Era mi voz?
Por primera vez me fijé en sus ojillos, aun humedecidos por las lágrimas, y contemplé las perlas más brillantes y más bonitas de la Tierra. ¿Porqué ocultaba tanta hermosura tras aquellas aparatosas lentes?
- Lo siento - dijo muy triste, con gran sentimiento.
Tiré de su mentón hacia arriba...
Quería ver aquellos ojos. Todas las arrugas desaparecieron.
- Adolfo - susurró al ver mi atónita mirada.
- Yo...
Por supuesto, acabé sucumbiendo ante su irresistible encanto y, como supondréis, de rodillas.


Tras los inicios que todos ya conocéis, con el corre, ve, y dile, vino una época de desenfreno en la que comencé a apreciar la diferencia entre los diferentes tipos de vulva. Mi lengua se convirtió en un órgano casi independiente y pude saborear la plenitud de una mujer en el mejor de los sentidos.
Si, ya sé que en frío y sin en el juego erótico correspondiente puede parecer un poco fuerte mi labor sexual en el pequeño ascensor del edificio. Sin embargo, el morbo dichas situaciones superaba con creces cualquier reparo que pudiera tener y, al final, cuando concluía con cualquiera de mis vecinas, el rostro de satisfacción que se dibujaba sobre mis labios era similar al que tenía el día de mi primera comunión.
Chochos de veinte, de cuarenta... chochos gruesos, rasurados, generosos, recatados.... Clítoris escurridizos, empinados, pétreos.... Suspiros contenidos, explayados, entrecortados, prolongados, agudos....Piernas gruesas, finas, blancuzcas... Rodillas pronunciadas, redondas.... Caderas duras, amplias, escuálidas...
Todo cuanto estaba pasando me habría parecido inimaginable hacía unas semanas, fuera de toda razón. No obstante, estaba sucediéndome a mí y no hacía gala ni arresto alguno para parar el aluvión que se me estaba viniendo encima. Estaba claro que me gustaba y mi conciencia respiraba de momento tranquila. Extrañamente tranquila.
Era el nuevo Cupido de la vecindad y las vecinas de los portales adyacentes no tardaron mucho en venir a comprobar la feroz flecha que nacía de mi garganta. A veces, una en el día; otras dos. Pero hubo jornadas en que sorbí de las mieles de hasta cinco mujeres y el dolor de huevos con el que concluía la jornada era proporcional al tiempo que había estado a punto de reventar, pues... como si fuera un pacto implícito hecho por todas las mujeres, de mojar con la pluma... Nada de nada. Solo había sexo oral, debía conformarme con ello...y bueno, en fin: Adolfo se conformaba.

Cierto día, tras entrar en el portal, vislumbré una sombra en la claridad del ascensor. Estaba parado, con alguien dentro, y eso sólo podía significar una cosa. Silbé placenteramente una canción que ya no recuerdo y dispuse mi mejor sonrisa para responder a la amable espera.
Era mi mujer.
Me miró sorprendida y... Caí en la cuenta.
Recibí semejante ostia que aun es ahora cuando no comprendo de donde sacó la fuerza para plantar tan escocido recuerdo en mi memoria.
Me cerró la puerta en las narices y desapareció para siempre de mi vida.
Sin embargo, él que debía de ser uno de los días más grises de mi existencia, un día de lloros ,de flagelos y lamentaciones, se convirtió en uno mas y aunque fuera señalado, y no porque yo no quisiera a mi querida Teresa, que si la quería, y mucho, o porque estuviera deseando la libertad para seguir con lo que había empezado. No. La normalidad con que asumí el desenlace de mi matrimonio se correspondió con la cara de sorpresa que puso mi mujer en el ascensor. Estaba esperando ver otra cara, otro hombre que subiese sus barbas por entre sus piernas y que le lamiese aquel, él que era mi chochito y, seguramente, alguna vecina que, o no la quería mucho o la quería demasiado, por desgracia.... O gracia... En fin, la había mal informado o informado a medias.
Y sorpresa, sorpresa.
No me sentí pues como el chico malo de la película y supe que debía ir buscando una nueva casa, un nuevo piso y... un nuevo ascensor... O similar.


El divorcio fue el principio del fin. Mi situación económica empeoró considerablemente y comencé a aceptar alguna ayuda de mis queridas amigas: gran y grave error. Lo que en un principio fue algo desinteresado al cabo de un tiempo hizo que pasara del placer al negocio y acabé por convertirme en un puto: con lo que llegué a ser uno de esos dandys que ofrecen el paraíso en centímetros y desde la foto falsa en los anuncios de contactos del periódico. El dinero regresó a mis bolsillos y, consecuentemente, me creí un profesional del negocio.
En los primeros días fue todo sobre ruedas. Que más podía pedir si me pagaban a cambio de sexo. Pero más tarde, imbuido por la responsabilidad del oficio, comencé a aceptar cosas que ya no me gustaban tanto y... El cliente pagaba y, claro, podía exigir algún caprichito que se le había ocurrido viendo una película sadomasoquista o tras escuchar un comentario de lo más puerco al bruto de su marido: véanse lluvias doradas o algún que otro juego con las uñas más puntiagudas del mundo.
No obstante, Adolfo era todo un profesional. Tanto, que después de rodar por la cuesta abajo y ver como la redención de mi alma era del todo imposible, llegué a un punto en el que jamás pensé que estaría:
- El domingo vienes a mi casa y te presento a mi marido.
- ¿Cómo? - pregunté sorprendido.
- Tranquilo amor. Es un angelito y a estas alturas nada de lo que yo hago le sorprende.
- Pero no estarás pensando en...
Lucía, que así se llamaba aquella buena dama (hermosa hembra de enormes nalgas aunque carente de pecho), me puso la palma de su mano sobre mis labios y comprendí que se había acabado la discusión.

El Domingo acudí a la calle Sartaña, que es una de las zonas ricas de la ciudad, y me dispuse a hacer mi trabajo tal y como habíamos quedado.
El marido de Lucía me abrió la enorme puerta de madera y cristal de su palacete y con una sonrisa de oreja a oreja me invitó a pasar.
-¿Quién es, Leopoldo? - dijo Lucía desde algún lugar de la enorme vivienda.
El viejo (ya pasaba de los sesenta) hizo caso omiso de la pregunta y tras ubicarme en un salón tipo Versalles siglo XVIII me sirvió un brandy e hizo otro tanto para consigo.
Cuando apareció Lucía estuve a punto de meterme debajo del sillón. Venía en ropa interior, cubierta por finos encajes y la mejor bisutería, y con tanto perfume y maquillaje que parecía la auténtica Mata-hari. Estaba claro que en aquella pareja no funcionaba lo del recato de la intimidad y sólo me quedó apurar el brandy de la copa.
- ¿Le importa que mire? - me preguntó el viejo.
Yo, muy incómodo, pensé que si. Sin embargo, respondiendo a lo que me preguntaba, negué con mi cabeza.
Lucía empezó a juguetear con mi cabello, incluso se atrevió con un baile sacado de alguna historia de las mil y una noches y, cuando los calores empezaron a asomar bajo la suculenta capa de maquillaje de su rostro, decidió que era la hora de saciar todas sus necesidades y me pidió que le arrancara la diminuta braguita que portaba.
A todo esto, su marido seguía sentado a un par de metros, mirando la escena como si fuera el telediario de las nueve.
Empecé a relamerle las rodillas y fui subiendo poco a poco, acercándome a su flor, tomándome un tiempo por los alrededores. Rompí con los dientes la seda que envolvía mi objetivo y me zambullí en un chocho que, a pesar de pasar de los cuarenta, poseía un flujo extraordinario.
Lucía gozó como nunca durante esos largos y ardientes minutos e incluso estiró su brazo para coger la mano de su Leopoldo mientras se corría de gusto.
Sin embargo, cuando creí que todo había concluido, pues aquella mujer parecía no poder más, y quité mis narices de sus onerosos labios vaginales, me pasé la mano por la boca y me topé con una sorpresa:
Una polla.
Si, el viejo se había bajado los pantalones y, preso de una excitación feroz, había colocado su retorcido falo e escasos centímetros de mi rostro.
- Chúpala, bonito - dijo con la voz cascada.
Yo, alucinado, miré para su mujer y esta, para mi sorpresa, asintió, animándome a que lo hiciera, a que chupara aquel viejo apéndice masculino.
¿Qué...
Ella era mi mejor cliente y yo era un puto, un puto puto.
¿Debía..debía?
¿Qué debía hacer?



Abrí la boca y deje que la verga se introdujera.
- Aprieta bonito.
Apreté los labios y sentí como discurría la piel de un músculo alargado por entre mi saliva.
- Así... Así...así...

Un mes después de aquel trabajo yo era un experto...
Pero empezaba a tener alguna duda sobre mi mismo:
¿Quién era yo?¿Quién... era Adolfo?
¿La sombra que deambulaba de secreción en secreción, o el dandy del periódico: el sonriente superdotado de las medidas astronómicas?
¿Me había liberado de la rutina de mi vida anterior o, al contrario, había perdido la oportunidad de ser persona y de vivir como tal para convertirme en un ser vil y despreciable, esclavo de sus actos?
Las preguntas sin respuesta azotaban intermitentemente mi conciencia y no pasaba un día sin que retrocediera a mis orígenes, cuando todo estaba claro y discernía sin problema alguno entre lo que estaba bien y lo que no estaba... ¿O me lo parecía...?
Relativicé el mundo entero y me adapté a los demás, a aquellos que solo exigían de mi un mero acto sexual. Incluso, para no romperme la cabeza, llegue a argüir que el pene era un enorme clítoris con espasmódica sorpresa final y seguí chupando.
Probé todo tipo de pollas: pequeñas, gruesas, retorcidas para bajo, para arriba... Retorcidas, aguzadas, de luengo prepucio, cualquier color, cualquier edad... Pollas resistentes, muy duras; pollas que se corrían en diez segundos y otras que nunca lo hacía; pollas nerviosas, brutas, suaves y rítmicas, generosas de semen...
Perdí el norte sobre mi orientación sexual y saboreé un placer que hasta entonces creía denigrante. Bajé braguetas como nadie y el pegajoso aroma de la eyaculación ya no se desprendió de mi aliento ni tras mil refriegas.
Mi lengua recorrió largas millas de henchidos miembros y ni un solo hombre se quejó de mis habilidades.
Me establecí en un hotel de lujo y dejé de vagar de flor en flor. Había más mariconsón de lo que podía imaginar y me fui haciendo con una clientela sin problemas de dinero: ricos podres que cambiaban quinientos euros por una vulgar corrida... Eso si: sobre mi rostro.
El trabajo me llegó a parecer fácil. Aunque, surgió un inconveniente en esta etapa de mi vida: las clientes femeninas se fueron retrayendo poco a poco; unas por lo elevado de mi precio, pero la mayoría porque se enteraron de mi nueva faceta en el negocio y no soportaron muy bien que yo fuera un come pollas.


Mi faceta de lamedor comenzaba a languidecer.



Lo que nunca tuve en cuenta hasta entonces es que en todo negocio existe la competencia, y pronto supe de la existencia de otros que, como yo, se dedicaban a suministrar placer y, lo que es peor, que estaban representados por sus amantes, amigos o ,llamémosles por su nombre, por sus macarras.
Y no fui yo quien se topo con la citada competencia: Estaba demasiado ocupado contando billetes de quinientos y, cuando recibí la visita de Iván ,un fornido búlgaro que solo sonreía a través de su cínica mirada, supuse que era un cliente que necesitaba una rápida evacuación genital.
- Adolfo - me pregunto tras escrutarme de arriba a bajo.
- Si - contesté tras abrir la puerta de la habitación de mi hotel.
Iván ni me estrechó la mano, ni me saludó siquiera. Simplemente, me estampó contra la pared del recibidor y me puso una barbera oxidada en el gaznate. La puerta del pasillo se cerró sola y quedamos ambos en la semi-oscuridad del saloncete.
Con la mano que tenía libre, Iván me agarró los cojones y empezó a retorcer sádicamente. Si me movía, yo mismo me rajaba contra el filo de la navaja. De mis ojos manaron lágrimas a borbotones y en mis pulmones comenzó a faltar el aliento.
Los segundos se hicieron interminables y el tipo tardó una eternidad en aflojar.
- Dame dinero - me dijo cuando soltó mis doloridas partes.
Caí como un saco de patatas sobre el suelo y, aun doblado sobre mi mismo, le señalé una pequeña caja musical que estaba encima de mi pequeño televisor.
-¿Para quién trabajas? - preguntó mientras contaba el pequeño pero suculento fajo de billetes.
Yo, desde el suelo, no respondí. Sabía que la pregunta tenía mucha miga.
Me pegó una patada en el hígado y, cegado y cagado por el dolor, respondí con una verdad que me llevaba directamente al infierno:
- No trabajo para nadie - dije entrecortadamente, escupiendo con dolor cada palabra.
Iván se puso de cuclillas y me tiró de los pelos del cogote hasta dejar mi cara a la altura de la suya.
- Desde ahora trabajas para mí.
- ... - quise balbucir algo, aterrorizado, pero sin poder decir ni ay.
- ¡Ahora! - me gritó el energúmeno, a un palmo de mi rostro, invitándome así a que me levantara y me dispusiera a.. A eso: a trabajar para él.

Cuando se marchó y me recuperé de la paliza, intenté escapar de la nueva situación, huir de mi nuevo mentor, y cambié de hotel y de zona ese mismo día. Sin embargo, la organización a la que pertenecía el amigo Iván era de largo recorrido y, al cabo de tres o cuatro días de haberme establecido en el hotel Princesas, recibí una nueva paliza y un solo aviso: el último, me dijo.
Así, de la independencia solaz de la que hacía gala los primeros días de mi vida de lamedor, pasé a compartir hasta el último céntimo del trabajo. Recibí además una nueva remesa de clientes que, gentilmente, me envió mi mecenas búlgaro y, en vez de ser un prostituto liberal, fui un esclavo sexual con trabajos a destajo.
- A trabajar - me decía Iván cada vez que venía por lo suyo.

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