domingo, abril 20, 2008

El mensajero de Venecia


Disculpen mi mala letra; esos borrones que se disipan por toda la página, e incluso la torcida horizontalidad de los renglones…. Disculpen. Pero no puedo sino escribir desde la grupa de mi caballo y no siempre el pulso de mi mano se acompasa con él de la bestia que me traslada. Llevo varias semanas persiguiendo el amanecer y quizás lo persiga durante el resto de mi vida.
Y todo por culpa de unas palabras, de un escrito que quizás nunca debí leer, pues en tan curiosa hora se me ocurrió echar por tierra mí trabajo al posar mis ojos sobre el canto de una sirena:
Yo era un hombre feliz, afortunado con la cómoda dicha que me había tocado vivir. Y aunque era un simple mozo al servicio del Archiduque de Venecia, destinado en el correo entre los distintos estados de Italia, mi juventud y gallardía, y los cuatro ducados que portaba, me hacían sentir como un príncipe viajero cada vez que entraba bajo los arcos de una posada o de un palacio. Las criadas estaban pendientes de mis largas zancadas, de mi ligero porte reverencial, o de mi voz juvenil anunciando el correo, y no tenía ninguna otra ambición que superase tan pequeñas idolatrías, por lo que, con eso, con la mirada atenta de las muchachas y con una buena cama donde echar a descansar mi osamenta, era suficiente para mí.
No obstante, mi duquesa, la señora Enriqueta, la más bella de las princesas de Palermo, enfermó repentinamente de la cabeza, o eso me dijeron, y se le dio por escribir cartas de amor…. Docenas de misivas de amor dirigidas hacia un destino que aun hoy desconozco.
Evidentemente, Andrea, el archiduque, no consintió que ni una de esas cartas saliese de palacio, dando una orden estricta al respeto a todos sus vasallos, y el problema pareció zanjado con tal precaución. Y digo pareció, porque al cabo de unos días la duquesa se hizo con una excelente compra de cristallos, de vidrio Lombardo, mucho mejor incluso que el que provenía de la isla de Murano, y cuando todos creíamos que aquella cristalería descansaría junto el gran capital de la señora, donde los metales y las telas, ésta empezó a utilizar los recipientes de cristal como si fueran los mensajeros de sus cartas, tirando dichos recipientes sobre las suaves olas del mar de Venecia y a modo de pequeños barcos que navegaban sin destino desde la vera de palacio.
Cuando el duque se enteró de tal faena, siendo consciente de que le iba a ser muy difícil frenar la astucia y las argucias de su mujer, consideró que no debía reprenderla ni con palabras ni con hechos y me encargó la extraña tarea de recuperar todas cuantas botellas tirase su esposa a las mojadas fauces del mar. Así pues, puse mis cinco sentidos sobre tal tarea y a veces, la mayoría, logré recuperar las cartas con una gran facilidad. Mi señora solía lanzar la botella cuando oscurecía, se quedaba un rato contemplando como ésta se alejaba de palacio y, cuando la perdía de vista, se retiraba a sus aposentos. Yo salía entonces con mi caballo, como si fuera a repartir el correo, y en el otro lado de la ensenada, antes incluso de que la botella cruzare el puente de San Bartolomé, solía encontrar el pequeño objeto marino. No obstante, con la luna llena, las mareas eran mucho más grandes, con corrientes raudas y veloces, y alguna que otra botella se perdía por boca de la ensenada tras cruzar el puente, por lo que mi caballo y yo nos debíamos emplear a fondo por las playas colindantes de la costa, en ocasiones durante todo el día, en ocasiones incluso durante dos. Pero cumplía con mi trabajo y rara era la semana en que no llevase una botella a las manos de mi señor, el archiduque de Venecia.
Ahora bien, cierto día en que las mareas y el viento lograron alejar mi trabajo a varias millas de palacio, ocurrió algo que cambió mi destino: Al alba, desde primeras horas de la mañana, perseguí con la vista y a lomos de mi caballo el pequeño recipiente de cristal, y aunque a veces parecía venir hacia mí, hacia la orilla de la playa, al final acababa alejándose hacia la línea del horizonte y volvía a subirme al caballo para tener una mejor visión de lo que allí buscaba. Nunca hasta ese día había perdido una botella y pensé que quizás esa iba a ser mi primera vez. Era lo normal… que sucediera tal menester, que se alejara por en medio del mar y que ni mi vista ni la de mi caballo volvieran a ver el brillo destellante del dichoso vidrio. No obstante, ese contratiempo no tuvo lugar ese día, ni ningún otro. La botella acabó en medio de unas rocas, golpeando su panza contra los oscuros mejillones que vivían apostados a ambos lados de una pequeña grieta, y yo subí y baje por los resbaladizos peñascos del acantilado hasta llegar junto a las espumosas olas que abatían la botella y la carta que ésta llevaba dentro.
Jugándome la vida, con más suerte que pericia, logré hacerme con el objeto, y cuando salí de la encrespada orilla rocosa, rascado en piernas y brazos y húmedo como un pescado, resbalé como un idiota sobre un pequeño montón de algas y la botella fue a caer justo encima de la única piedra que había en esa esquina de la playa.
Crasss…
Rompió. La botella rompió en cuatro o cinco pedazos y el pergamino, enrollado sobre sí mismo, perdió el sello de cera que lo sujetaba y el papel se abrió para regocijo del viento que con fuerza soplaba, por lo que tuve que correr como un diablo, subir y bajar por las dunas de la playa, atravesar junqueras, barrizales, y pequeñas pozas repletas de verdín y de ranas, y hasta llegar junto a una enorme higuera que, como un guardia celestial, detuvo el papel entre sus hojas antes de que se perdiera en los confines del mundo conocido.
Empapado otra vez, pero de sudor, conseguí hacerme con el papel, y me derrumbé a los pies del majestuoso árbol perdiendo incluso el sentido y la conciencia, y mi caballo, que vino detrás de mi y que debía pensar que estaba un poco loco, me dio unos lengüetazos en el rostro y acabó por despertarme unos minutos después.
Así, abrí los ojos, sentí el papel que mi mano apretaba sobre el pecho sudoroso y, distraído por mi azarosa peripecia, me atreví a leer lo que ponía la tinta negra del pergamino:

Que tristeza me embarga
Ante el conocimiento perpetuo
De que quien vive bajo tu sombra
De convivir ha siempre con la negrura….

No era una carta de amor, sino de desesperanza. Aquellas palabras, tan amargas, encogieron mi corazón y mi alma.
Mi señora, mi bella señora, gritaba su desamor desde su hogar y nadie la escuchaba.
Seguí leyendo, contagiándome del espíritu que la mala suerte se había ocupado de romper contra una pequeña piedra. Cada estrofa era más bella, y a la vez más terrible. Me di cuenta de que quizás yo era el primero en leer tales lamentos y no pude reprimir una sentida lágrima.
Volví a leer de nuevo toda la carta, todo el contenido…
Y volví a hacerlo, como si no pudiera despegar mis ojos de aquellas letras y hasta que aprendí el mensaje de memoria, tiñéndome con toda aquella amargura. Por primera vez en mi vida no me sentí satisfecho con el trabajo, pues era un fiel colaborador de tal desesperanza, responsable también de su dolor, y como embargado por el embrujo de un profundo desahogo me decidí por buscar un tesoro de luz y color para mi señora….
Es un decir… por supuesto. Ahora bien, gracias a aquella lectura abandoné mi trabajo en palacio, pues jamás de los jamases habría podido retener otra botella más, y me dediqué a otros menesteres menos sencillos en la ruta de la seda con Nicolás Polo, mi padre, y con mi tío Mateo… Buscando, quizás, un tesoro de luz y color.