El doctor Anigramopoulos observaba la pared de la cueva con cierto detenimiento. Había descifrado casi por completo el significado de los símbolos allí expuestos, plasmados por un vieja raza hacía millones de años.
Si, comprendía que aquellas enormes montañas tan geométricas debían haber sido viviendas. O que aquellos armatrostes de metal eran vehículos sobre ruedas y tal y como los Gramopoulos habían utilizado en su reciente historia.
También comprendía que aquella raza había sido bastante social, que habían aprendido a vivir juntos y que habían colaborado en el desarrollo de su civilización.
Sin embargo, había algo que se le escapaba... aquel símbolo en las paredes, tan sencillo, tan pequeño, le era imposible de descifrar. Y una extraña desazón le recorría por dentro. Sabía que aun siendo tan simple, el símbolo escondía algo fundamental e importantísimo sobre la raza que llevaba estudiando toda su vida.
Esa curva acostada, esa referencia constante en todas las imágenes de los habitantes de aquel lejano pasado.
Activó el ordenador en el aire y empezó a pasar todas las fotos que había podido recopilar en esa cueva llamada Metro... La mayoría eran rostros de la raza desaparecida y la mayoría tenían la curva acostada dibujada sobre sus caras...
Que significaba, que significaba aquel gesto.
El doctor Anigramopoulos desconectó las imágenes, hastiado por haberlas visto mil veces, y subió hacia la superficie de mala gana, y sin haber desentrañado una vez mas el significado de una sonrisa...
martes, diciembre 23, 2008
sábado, noviembre 08, 2008
Tal palo
Las sombras tenían la forma de un par de monjes vistos de perfil. Se asentaban sobre el grueso marco de piedra de la entrada y se movían al ritmo del crepitar de las llamas. Mi fiel Bondadoso las miraba entretenido mientras yo lo acariciaba. De vez en cuando, al par del alboroto de la hoguera, erguía sus orejas como si entendiera el lenguaje de la lumbre y ponía en tensión todas las facciones de su feo rostro.
Estábamos solos en el castillo, abandonados por la suerte, y esperaba la llegada del verdugo: de mi padre, a quien había intentado arrebatarle la corona del reino tras una “soberana” traición.
- Inútil – me parecía oír en el silencio, muy dentro de mí.
Y en verdad que sí. Era un inútil. Me había vendido al enemigo para obtener aquello que la salud de hierro de mi progenitor me negaba y, finalmente, el viejo y toda su cohorte de bellacos sanguinarios habían acabado con mis nuevos aliados, con mis esperanzas y, por seguro, con una vida a la que a lo sumo no quedaría mucho más de cien alientos.
- Inútil – esta vez si: era la voz rota del rey, entrando en el salón -. Encargas un trabajo de hombres a una pandilla de inútiles y el mas inútil, mi propio hijo, se queda a la carón de las brasas, frotándole las nalgas a un chucho apestoso.
Bondadoso, mi perro, lo miró sin mucho interés. La historia, a pesar de haberlo nombrado, no iba con él.
- Padre, yo…
- ¿¡¡¡ Qué le habré hecho yo a ese dios tan miserable!!!?? ¡¡¿¿Qué le habré hecho?!!! ¿¡¡Qué le habré hecho para merecer un vástago tan inútil??!!
Inútil, era sin duda su palabra favorita. No se de quien la habría aprendido en la niñez, pero de buen maestro sin duda.
- ¿Y ahora? – me preguntó, como si mi respuesta valiera algo.
- Yo….
- ¡Cállate! ¡No quiero oír tu voz nunca más!
Cerré la boca compungido, apretando los labios, y esperé mi sentencia.
Bondadoso, a mi lado, se despellejaba tras las orejas con su pata trasera.
-Te cortaré la cabeza… No – se rectificó -, el hijo de un rey no puede morir decapitado. Es un mal ejemplo que no debe cundir. Mejor – continuó -, te desmembraré las extremidades con el galope de mis caballos…. Mas… tu madre no lo vería demasiado bien; sobre todo por los invitados a tu entierro y la mala imagen del descosido.
Paseó un buen rato por el salón, entre las sombras que provocaba la hoguera sobre los tapices de las paredes, hasta que, iluminado en la tibia oscuridad, se detuvo y dijo no sin cierta alegría:
- Ya se. Mañana saldremos de caza, a los bosques de la Traba, y una ballesta te atravesará el corazón de lado a lado y con muy mala suerte. Así, morirás con cierto honor, sin provocar suspicacias, y sobre los campos en donde algún día deberías reinar. Más…
Se detuvo de nuevo, apesarado, y se echó las manos a la cabeza.
- Más si es mi arma la que te siegue la vida, aun ha de haber algún noble que se ría de mi mala puntería y…
- Puede hacerlo cualquier soldado – le apunté con cierta gracia.
- ¿Y negarme el placer de arrancarte yo mismo la vida?
Le miré a los ojos, a aquellos ojos que despedían chispas, culebras, y algún que otro sapo rugoso y rojizo, y antes de que su apestosa boca se abriera para decirlo, lo dije yo mismo:
- Inútil.
Bondadoso miró al rey, quizás esperando una furia desatada, pero pronto, muy pronto, se dio cuenta de que su amo tenía a quien parecerse, por lo que, aburrido, el chucho se volvió hacia la hoguera, estiró todo su cuerpo, y siguió durmiendo ante la falta de novedades.
Estábamos solos en el castillo, abandonados por la suerte, y esperaba la llegada del verdugo: de mi padre, a quien había intentado arrebatarle la corona del reino tras una “soberana” traición.
- Inútil – me parecía oír en el silencio, muy dentro de mí.
Y en verdad que sí. Era un inútil. Me había vendido al enemigo para obtener aquello que la salud de hierro de mi progenitor me negaba y, finalmente, el viejo y toda su cohorte de bellacos sanguinarios habían acabado con mis nuevos aliados, con mis esperanzas y, por seguro, con una vida a la que a lo sumo no quedaría mucho más de cien alientos.
- Inútil – esta vez si: era la voz rota del rey, entrando en el salón -. Encargas un trabajo de hombres a una pandilla de inútiles y el mas inútil, mi propio hijo, se queda a la carón de las brasas, frotándole las nalgas a un chucho apestoso.
Bondadoso, mi perro, lo miró sin mucho interés. La historia, a pesar de haberlo nombrado, no iba con él.
- Padre, yo…
- ¿¡¡¡ Qué le habré hecho yo a ese dios tan miserable!!!?? ¡¡¿¿Qué le habré hecho?!!! ¿¡¡Qué le habré hecho para merecer un vástago tan inútil??!!
Inútil, era sin duda su palabra favorita. No se de quien la habría aprendido en la niñez, pero de buen maestro sin duda.
- ¿Y ahora? – me preguntó, como si mi respuesta valiera algo.
- Yo….
- ¡Cállate! ¡No quiero oír tu voz nunca más!
Cerré la boca compungido, apretando los labios, y esperé mi sentencia.
Bondadoso, a mi lado, se despellejaba tras las orejas con su pata trasera.
-Te cortaré la cabeza… No – se rectificó -, el hijo de un rey no puede morir decapitado. Es un mal ejemplo que no debe cundir. Mejor – continuó -, te desmembraré las extremidades con el galope de mis caballos…. Mas… tu madre no lo vería demasiado bien; sobre todo por los invitados a tu entierro y la mala imagen del descosido.
Paseó un buen rato por el salón, entre las sombras que provocaba la hoguera sobre los tapices de las paredes, hasta que, iluminado en la tibia oscuridad, se detuvo y dijo no sin cierta alegría:
- Ya se. Mañana saldremos de caza, a los bosques de la Traba, y una ballesta te atravesará el corazón de lado a lado y con muy mala suerte. Así, morirás con cierto honor, sin provocar suspicacias, y sobre los campos en donde algún día deberías reinar. Más…
Se detuvo de nuevo, apesarado, y se echó las manos a la cabeza.
- Más si es mi arma la que te siegue la vida, aun ha de haber algún noble que se ría de mi mala puntería y…
- Puede hacerlo cualquier soldado – le apunté con cierta gracia.
- ¿Y negarme el placer de arrancarte yo mismo la vida?
Le miré a los ojos, a aquellos ojos que despedían chispas, culebras, y algún que otro sapo rugoso y rojizo, y antes de que su apestosa boca se abriera para decirlo, lo dije yo mismo:
- Inútil.
Bondadoso miró al rey, quizás esperando una furia desatada, pero pronto, muy pronto, se dio cuenta de que su amo tenía a quien parecerse, por lo que, aburrido, el chucho se volvió hacia la hoguera, estiró todo su cuerpo, y siguió durmiendo ante la falta de novedades.
sábado, octubre 25, 2008
Sin escrúpulos
Una fría niebla desciende por la ladera. Sobre la hierba brilla el manto de la humedad como si fuera un campo de estrellas. Cruzo las piernas y me siento. Enciendo un cigarro, aspiro el humo, y dejo que el soplo de mis pulmones se mezcle con la atmósfera que me rodea.
Es de noche, muy oscura, sin sonidos ni distracciones.
Solo yo.
Me cubro con una manta: rodeo los hombros y aprovecho un resquicio de la misma para limpiar el sudor de mi frente.
Suena el móvil.
Abro los ojos, desaparece la niebla, desaparece la hierba, desaparece la noche….
- Si.
- Tiene que ser hoy.
- De acuerdo – y apago el móvil.
Cierro los ojos y me encuentro de nuevo en la ladera de una montaña, a un millón de años luz de mi planeta y esperando que baje el demonio de la cumbre en donde está escondido.
Espero.
Enciendo otro cigarrillo.
Por detrás de una pequeña loma atisbo una figura errática que camina sin rumbo, haciendo eses, como si fuera una cometa sin cola empujada por el viento.
Es el demonio.
Saco el rifle de su funda, apago el cigarrillo.
El demonio sigue bajando, confiado en su soledad.
Apunto….
Sin embargo, hay algo que me confunde. Un sonido, un extraño sonido que jamás creí poder oír en semejante ser.
El demonio está llorando. Llora de rabia y a borbotones. Su horrible rostro esta lleno brillantes lagunas y de la nariz respingona cuelga un enorme lagrimón.
Me levanto y dejo que me vea.
Se sorprende y deja de llorar.
- Tienes que volver – le digo.
- No quiero.
- Lo siento – le digo mientras levantó el largo cañón del rifle -. Es una orden.
- No lo hagas.
Apunto…. Disparo…. y desaparece la niebla, desaparece la montaña, desaparece todo.
Me encuentro en mi hogar, con mi vida, con mis cosas… y con una lucha interna resuelta. Vuelvo a ser yo, en mi justo equilibrio.
Y suena el móvil.
- ¿Ya lo has hecho? – me pregunta mi jefe de nuevo.
- No, aun no.
- ¿Y a qué esperas?
Cuelgo.
Cierro los ojos, veo a mi demonio, a mi horrible demonio interior, preso de mil cadenas, encerrado en la cárcel de mis carnes y de mis pensamientos, y me dirijo hacia mi lugar en el mundo, a hacer lo que haga falta, a hacer lo que me pida y sin protestar.
Sin escrúpulos.
Es de noche, muy oscura, sin sonidos ni distracciones.
Solo yo.
Me cubro con una manta: rodeo los hombros y aprovecho un resquicio de la misma para limpiar el sudor de mi frente.
Suena el móvil.
Abro los ojos, desaparece la niebla, desaparece la hierba, desaparece la noche….
- Si.
- Tiene que ser hoy.
- De acuerdo – y apago el móvil.
Cierro los ojos y me encuentro de nuevo en la ladera de una montaña, a un millón de años luz de mi planeta y esperando que baje el demonio de la cumbre en donde está escondido.
Espero.
Enciendo otro cigarrillo.
Por detrás de una pequeña loma atisbo una figura errática que camina sin rumbo, haciendo eses, como si fuera una cometa sin cola empujada por el viento.
Es el demonio.
Saco el rifle de su funda, apago el cigarrillo.
El demonio sigue bajando, confiado en su soledad.
Apunto….
Sin embargo, hay algo que me confunde. Un sonido, un extraño sonido que jamás creí poder oír en semejante ser.
El demonio está llorando. Llora de rabia y a borbotones. Su horrible rostro esta lleno brillantes lagunas y de la nariz respingona cuelga un enorme lagrimón.
Me levanto y dejo que me vea.
Se sorprende y deja de llorar.
- Tienes que volver – le digo.
- No quiero.
- Lo siento – le digo mientras levantó el largo cañón del rifle -. Es una orden.
- No lo hagas.
Apunto…. Disparo…. y desaparece la niebla, desaparece la montaña, desaparece todo.
Me encuentro en mi hogar, con mi vida, con mis cosas… y con una lucha interna resuelta. Vuelvo a ser yo, en mi justo equilibrio.
Y suena el móvil.
- ¿Ya lo has hecho? – me pregunta mi jefe de nuevo.
- No, aun no.
- ¿Y a qué esperas?
Cuelgo.
Cierro los ojos, veo a mi demonio, a mi horrible demonio interior, preso de mil cadenas, encerrado en la cárcel de mis carnes y de mis pensamientos, y me dirijo hacia mi lugar en el mundo, a hacer lo que haga falta, a hacer lo que me pida y sin protestar.
Sin escrúpulos.
jueves, septiembre 18, 2008
White
Redlong abatió todos sus folios contra la pared y se levantó de su sillón muy enfadado. Desde hacía meses, casi un año, no era capaz de articular mas de cinco párrafos seguidos, como si su inspiración narrativa hubiese sido arrancada de su mente para siempre y sus neuronas literarias hubiesen sido absorbidas por la nada sideral; y así, sus plazos con las revistas para las que trabajaba empezaron a vencer, dejando que su cuenta corriente quebrara al no recibir pecunio económico alguno.
Redlong estaba desesperado. Su casa, su coche, su familia... Todo aquello que había construido alrededor de sus palabras podía derrumbarse ante la miseria y, lo peor de todo, es que no sabía de las causas de su desazón lingüística.
Al parecer, su fin como escritor, la gran sequía, la tumba perpetua de su musa, había llegado.
No obstante, quedaba una salida, una única oportunidad a la que siempre se había negado amparándose en la honestidad y en el buen trabajo; pero que, llegados estos momentos y ante lo que ahora vivía, parecía obligado a hacer:
Redlong acudió a las oficinas de los laboratorios NILL-BOK, situados en el edificio más alto de Bolonia, y pidió una entrevista con uno de los sub-directores.
Mister Hansen recibió a Redlong en su amplio y luminoso despacho, decorado con numerosas esculturas metálicas de acero inoxidable que hacían referencia al mar, tanto a los habitantes de las profundidades como a los vehículos marinos, y en el que cada objeto parecía fruto de una extraña perspectiva, como reflejados en espejos cóncavos, o deformes.
- Este, Mr. Redlong, es, aunque no lo parezca, un Clipper: el velero que revolucionó el tráfico marítimo.
A Redlong poco le importaban las explicaciones artísticas de Hansen. Sin embargo, sabía que era un preámbulo hacia la consulta que había venido a realizar y aguantaba estoicamente la perorata del alemán.
- Interesante...
- Este, este.... es un narval.... y aquello un elefante marino...
- Vera, Mr. Hansen... yo...
- Tranquilo Redlong. No se preocupe por nada. Yo ya se a que ha venido.
- Sin embargo, quería dejar las cosas claras.
- No tiene que dar explicación alguna. Lo que le está sucediendo es bastante común y nuestros laboratorios han conseguido el remedio perfecto.
- Pero....
- Si, Redlong... Comprendo sus precauciones al respeto. Se trata, de momento, de un asunto ilegal, al margen de la ley y, mientras no se aclaren las cosas, puede estar usted tranquilo con nuestra total discrección. Somos los más interesados en que lo suyo no llegué a oídos de nadie y NILL-BOK, aparte de garantizar el perfecto funcionamiento de su producto, le deja muy claro que incluso esta entrevista no ha existido nunca.
- ¿En que consiste?
- Usted sabe de sobra lo que es el dopaje en el deporte.
Redlong asintió.
- Pues bien, hemos creado una sustancia capaz de activar la parte creativa del cerebro y potenciar la imaginación hasta los extremos más insospechados.
- ¿Me puede dar algún ejemplo...algún resultado tangible?
- Por supuesto que no. Pero tenga por seguro que muchos de los más grandes éxitos artísticos que tenemos hoy en el candelero son obra y ayuda de nuestro producto....de nombre... llamémoslo White.
- ¿Porqué lo comparaba antes con el dopaje de los deportistas? ¿No es una comparación un tanto desafortunada?
Mister Hansen sonrió. Al parecer, el literato gustaba de las comparaciones; también de las aclaraciones. Sin embargo, el hombre no podía ocultar del todo su desesperación, la marcada necesidad que tenía de la droga que muy pronto iba a tomar.
- Cuando usted consuma el White recuperará y aumentará su producción literaria. Como el deportista, llegará antes y mejor a la meta. No obstante, y ahí esta el quid del asunto, también tiene su lado negativo.
-¿Cual?
- Su creatividad será nutrida con sus otras dotes cerebrales. Me explico: Su adicción por las letras será tal que se desprenderá de muchas de sus actividades cotidianas y se centrará mas en su trabajo... Tampoco quiero exagerar; pero será algo muy similar a lo que le ocurre a esos brokers de la bolsa que están enfrascados entre los números y los gráficos incluso cuando salen de la bolsa o de sus oficinas.
- Me está asustando... Y pensé que estaría deseando venderme el producto.
- Lo estoy. Y se lo venderé, por supuesto, pero antes ha de saber de sus consecuencias. El White es nuestro último producto, anhelado por cientos de artistas como si fuera la musa de la inspiración hecha realidad, y no vamos a engañar a nadie con el objeto de ganar un poco mas.
- ¿Cuánto?
- El cincuenta por ciento de sus derechos de autor.
Redlong abrió los ojos desmesuradamente. Nunca, ni con su mujer, había compartido el cincuenta por ciento de nada.
- Eso es una barbaridad.
- Dependerá de sus ingresos, señor Redlong - dijo Hansen removiendo tranquilamente el trasero encima del sillón -. Actualmente - añadió cruelmente -, dicha mitad no nos daría ni para tomarnos un café.
Redlong bajó la cabeza para ocultar todos sus sentimientos: vergüenza, rabia, indignación; y se dio cuenta de que lo que mas deseaba en esos momentos era poder escapar de allí, alejarse de cualquier tipo de ayuda externa de la que nunca antes había necesitado. No obstante, no lo hizo, y cuando salió de la oficina, unos minutos después, fue para bajar hasta el sótano del edificio en donde iba a recibir su primera dosis de White.
2
Redlong se sentó ante el ordenador, abrió un documento en blanco, y estuvo un buen rato dejándose cegar por tan inmaculado deslumbramiento. Se levantó del sillón, abrió las ventanas de par en par, y dejó que la brisa empujara con suavidad el visillo de las cortinas.
Nada. No sucedía nada extraño.
Quizás era demasiado pronto para saber de los efectos de lo que le habían inoculado o, quizás también, todo había sido un gran timo en el que se había dejado caer.... desesperado.
Se sentó de nuevo. A rumbo, pulso una tecla con su índice, y sobre la pantalla nació una: "ñ". Una diminuta y característica letra que apareció coqueta y distinguida entre la inmensidad del documento, un pequeño símbolo que poco significaba y que, sin embargo, se resaltaba entre el infinito.
Ñ: de engañado, de ñoño, de sueño, de amaño, de...
De repente, sus manos se vieron presa de un cierto nerviosismo, trastablillándose sus dedos encima del teclado, y comenzó a escribir lo primero que se le venía a la cabeza: En un principio simples dislates sin orden ni significado que simplemente rellenaban la hoja en blanco del ordenador. No obstante, no bien llevaba diez o doce líneas cuando vio todo mucho más claro. Las cincuenta o sesenta palabras allí escritas tenían tantas vueltas, tantas historias, tantos diferentes significados, que por obra y gracia de su imaginación, iban a tener una historia en común... El poder se estaba trasladando desde su mente hacia sus extremidades y, Redlong, con una enorme y satisfecha sonrisa, empezó a volcar toda esa energía en una historia que muy pronto conmovería al mundo.
3
El éxito no tardó en llegar. Su editor, sus críticos habituales, su cuenta corriente, le agradecieron su vuelta a la vida narrativa y la novela fue todo un bet-seller. Incluso un afamado hombre de negocios le propuso que él sería el próximo ganador de un conocido certamen literario y, como no, confiado en sus posibilidades acepto el reto con tanta fe y tanta seguridad que incluso tuvo el valor de pedirle un cuantioso adelanto del millón de euros en que iba a consistir el futuro premio.
El mundo dejó de ahogarlo, dejó de ser gris; el mundo le pidió excusas por haberlo tratado tan mal y lo recompensó con creces por todo cuanto había padecido. Sentía, además, una verdadera pasión por su trabajo y no pasaba un solo día sin completar sus cinco mil palabras de rigor. Le era tan fácil desarrollar sobre el papel lo que argüía su imaginación que todo cuanto le estaba viniendo en forma de fama y dinero eran como regalos caídos del cielo.
Un buen día, después de su segunda novela, recibió la llamada de Cesar Valladolid, el propietario de la revista mensual "Cuentos y Fábulas", la publicación más exigente escrita en castellano. La llamada cogió por sorpresa a Redlong, que, aunque era un buen escritor, no creía estar al nivel de quienes en dicha revista trabajaban: algún que otro nobel, premio nacional, o premio Cervantes. Media docena de elegidos cuyas letras estaban impresas desde hacía años entre los clásicos del siglo.
- ¿Señor Redlong?
- Si.
- Permita que me presente: Me llamo Cesar Valladolid, y el motivo de mi llamada es el de invitarlo a publicar un cuento en nuestro próximo número de abril.
-¿Cómo?
- Si le interesa y no tiene otros compromisos apalabrados, me gustaría poder contar con su colaboración.
- Naturalmente que me interesa.
- Entonces...
- Cuente conmigo.
Un mes mas tarde, la foto de Redlong era portada de "Cuentos y fábulas" y su nombre comenzó a mentarse por todos los foros del país con reportajes en la prensa, entrevistas en la radio y en la televisión, y alguna que otra discusión salida de tono en la que los envidiosos expulsaban sapos y serpientes en contra de él. Pero, esto último, era normal: era un elegido, lo sabía, y se gustaba casi tanto de los rencores como de los dulces comentarios de sus admiradores.
La colaboración de invitado en la revista pasó a ser continua y compartió el espacio de la revista con cuatro escritores mas, convirtiéndose en habitual.
Estaba en la gloria hasta que...
4
Su status literario comenzó a verse amenazado por sus compañeros de edición. No es que estuviera bajando la guardia en cuanto a su trabajo. No. Seguía en su nivel habitual, quizás mejorándose con el tiempo; sin embargo, los demás escritores de la revista, como tocados por un ángel del cielo, comenzaron a escribir verdaderas joyas en forma de cuentos y poesía, y raro era el número en que no destacara uno de ellos y él, Redlong, sin embargo, se quedara con las simples aprobaciones superficiales de la crítica.
Estaba claro que si no escribía algo importante dentro del año pronto iba a pasar a la reserva, desplazado por algún novato emprendedor e imaginativo, y no quería volver a caer en el pozo por nada del mundo.
Era el momento apropiado para pasarse por los laboratorios NILL-BOK y aumentar la dosis de la milagrosa medicina:
- Bienvenido Mr. Redlong - le dijo el alegre sub-director del laboratorio, el señor Hansen, un soleado miércoles de Junio.
- Hola.
Había cambiado por completo la decoración de su despacho y, si antes el tema que inspiraba todos los detalles era de origen marinero, ahora los cuadros y las esculturas se centraban en el cuerpo masculino, en desnudos inocentes que rebelaban al hombre como una criaturilla más de la naturaleza.
- ¿A qué debo tan grata visita? No creo que, viendo lo que veo, tenga demasiadas quejas - repuso Hansen ante su inmaculado traje de cara marca italiana.
- Y ustedes, con mi cachito de cincuenta... cincuenta, tampoco.
Hansen lo señaló con el índice, como aprobando su agudeza.
- ¿Y bien?
- Necesito aumentar la dosis.
- ¿Por?
- Considero que estoy en un punto de estancamiento, que mi meta está un poco mas arriba, y...
- Es usted muy ambicioso.
- Como ustedes.
- Efectivamente.
- ¿Y bien?
- Estamos para servirle señor Redlong. Ahora bien...
- ¿Qué?
- Eso supondrá que el cincuenta por ciento sea un porcentaje bastante escuálido para lo que va a recibir.
Redlong, como la última vez que había estado allí, se revolvió inquieto en su asiento.
- ¡Pero no es justo! Si yo prospero, mi fortuna aumenta y la mitad de mi fortuna también.
- Pues váyase tranquilo, por esa puerta, señor Redlong.
- ¿Cuánto? - dijo al fin el escritor, sabiendo que no tenía demasiadas opciones.
- El ochenta por cien de sus ingresos.
Redlong abrió la boca con la sorpresa. Entregar el ochenta por cien de su salario iba a ser de lo más doloroso que había hecho en toda su vida. ¿En cuantas de sus novelas hacía mención a la explotación, incluso al esclavismo, y ahora, ahora, se convertía en uno de sus más miserables personajes?
- Acepto - dijo sin mas, con toda seriedad, y sabiendo que cuando menos, las sanguijuelas de ese laboratorio no le usurpaban la fama, la gloria.
5
Aumentó. Todo aumentó. El nivel de sus trabajos, el caudal de sus ingresos, su fama, su relevancia mundial... y la de sus compañeros de revista, al cabo del tiempo, también.
Cuando Redlong creía haberse puesto a la par de los mejores, volvió a suceder que se encontró ante la mejor generación de escritores del último medio siglo y no pudo menos que admirar entre lágrimas y envidias que iba a necesitar de otro empujoncito:
Mas dosis, mas porcentaje para los laboratorios NILL-BOK, y, al cabo del tiempo, mismos resultados...
Estaba luchando contra un enemigo imbatible que, seguramente, disponía de sus mismas armas pero que iban algo adelantados con respecto a él. Si, no le cabía la menor duda. Los demás autores estaban dopados hasta las tetas con su misma medicina y, seguramente, trabajaban gratis por la simple gloria.
Pero eso no le iba a suceder a él. No iba a dejarse la piel por un premio Nobel, por compartir estantería con los grandes clásicos. De eso nada. Si había un límite para él, ya lo había tocado. Dejaría de tomar esa mierda que tantas y tantas historias provocaba desde su cabeza hasta el papel y volvería por sus fueros, cuando para articular un par de párrafos tenía que esforzar su vista.
Por todo ello, por esa decisión de alejarse de lo artificial, voló hasta Bolonia, hacia los conocidos laboratorios NILL-BOK, y pidió una entrevista con Hansen.
- Voy a dejarlo todo.
- ¿Cómo dice?
- Que voy a dejarlo todo. No puedo seguir con esta farsa.
- ¿Se da cuenta de lo que pierde con esa decisión?
- Lo se. Pero me es imposible llegar a la cima. Ustedes han suministrado el White a gente más capacitada que yo para el trabajo y...
- No.
- ¿?
- Hemos suministrado el White a unos cuantos actores, a siete u ocho pintores, a un par de políticos... y a un escritor de tratados filosóficos.
Redlong se quedó mudo. No podía ser. El tipo que tenía enfrente tenía que estar mintiendo.
- Sin embargo, también hacen uso de nuestros servicios - añadió Hansen.
- ¿Quienes...
- Sus compañeros en la revista "Cuentos y fábulas", por ejemplo.... ¿no lo sabía?
El escritor movió, atolondrado, la cabeza. No entendía nada.
- ¿Existe luego otro producto? - dijo al fin.
Hansen movió de lado a lado su cabeza, negando.
- ¿Entonces?
- NILL-BOK es una gran empresa. Tiene su sección biogenética, su sección bioquímica, y, finalmente, su sección tecnológica.
- ¿Tecnológica?
- Si, maquinitas llenas de cables que hacen de todo...
- No.
- Si, señor Redlong.
- No puede...
- Claro que puede. Usted ha estado compitiendo con unos fabulosos, y nunca mejor dicho, programas de informática que generan arte, belleza, sentimientos, y enormes cantidades de gloria a quienes suplen simplemente en el trabajo.
- No....
Redlong vio como se detenía el tiempo. El mundo era una mierda. La literatura, aquello que hasta hacía unos momentos había amado con todo su ser, el fruto de unos circuitos.
- Además, señor Redlong, es mucho más limpio que el White. No tiene porque preocuparse por sus efectos en la salud y...
- ¡Pero es un engaño!
- El White también lo era... y supongo que el vino que tomaba Cervantes y todos sus parientes del gremio.
Redlong se levantó. Debía abandonar aquel lugar cuanto antes. Estaba en la cueva del diablo y necesitaba respirar un poco de bien cuanto antes.
Sin embargo, cuando estaba a punto de atravesar el umbral de la puerta, el señor Hansen, sub-director de los laboratorios NILL-BOK, susurró por detrás un porcentaje bastante aceptable y, con lágrimas en los ojos, Redlong detuvo su paso.
Redlong estaba desesperado. Su casa, su coche, su familia... Todo aquello que había construido alrededor de sus palabras podía derrumbarse ante la miseria y, lo peor de todo, es que no sabía de las causas de su desazón lingüística.
Al parecer, su fin como escritor, la gran sequía, la tumba perpetua de su musa, había llegado.
No obstante, quedaba una salida, una única oportunidad a la que siempre se había negado amparándose en la honestidad y en el buen trabajo; pero que, llegados estos momentos y ante lo que ahora vivía, parecía obligado a hacer:
Redlong acudió a las oficinas de los laboratorios NILL-BOK, situados en el edificio más alto de Bolonia, y pidió una entrevista con uno de los sub-directores.
Mister Hansen recibió a Redlong en su amplio y luminoso despacho, decorado con numerosas esculturas metálicas de acero inoxidable que hacían referencia al mar, tanto a los habitantes de las profundidades como a los vehículos marinos, y en el que cada objeto parecía fruto de una extraña perspectiva, como reflejados en espejos cóncavos, o deformes.
- Este, Mr. Redlong, es, aunque no lo parezca, un Clipper: el velero que revolucionó el tráfico marítimo.
A Redlong poco le importaban las explicaciones artísticas de Hansen. Sin embargo, sabía que era un preámbulo hacia la consulta que había venido a realizar y aguantaba estoicamente la perorata del alemán.
- Interesante...
- Este, este.... es un narval.... y aquello un elefante marino...
- Vera, Mr. Hansen... yo...
- Tranquilo Redlong. No se preocupe por nada. Yo ya se a que ha venido.
- Sin embargo, quería dejar las cosas claras.
- No tiene que dar explicación alguna. Lo que le está sucediendo es bastante común y nuestros laboratorios han conseguido el remedio perfecto.
- Pero....
- Si, Redlong... Comprendo sus precauciones al respeto. Se trata, de momento, de un asunto ilegal, al margen de la ley y, mientras no se aclaren las cosas, puede estar usted tranquilo con nuestra total discrección. Somos los más interesados en que lo suyo no llegué a oídos de nadie y NILL-BOK, aparte de garantizar el perfecto funcionamiento de su producto, le deja muy claro que incluso esta entrevista no ha existido nunca.
- ¿En que consiste?
- Usted sabe de sobra lo que es el dopaje en el deporte.
Redlong asintió.
- Pues bien, hemos creado una sustancia capaz de activar la parte creativa del cerebro y potenciar la imaginación hasta los extremos más insospechados.
- ¿Me puede dar algún ejemplo...algún resultado tangible?
- Por supuesto que no. Pero tenga por seguro que muchos de los más grandes éxitos artísticos que tenemos hoy en el candelero son obra y ayuda de nuestro producto....de nombre... llamémoslo White.
- ¿Porqué lo comparaba antes con el dopaje de los deportistas? ¿No es una comparación un tanto desafortunada?
Mister Hansen sonrió. Al parecer, el literato gustaba de las comparaciones; también de las aclaraciones. Sin embargo, el hombre no podía ocultar del todo su desesperación, la marcada necesidad que tenía de la droga que muy pronto iba a tomar.
- Cuando usted consuma el White recuperará y aumentará su producción literaria. Como el deportista, llegará antes y mejor a la meta. No obstante, y ahí esta el quid del asunto, también tiene su lado negativo.
-¿Cual?
- Su creatividad será nutrida con sus otras dotes cerebrales. Me explico: Su adicción por las letras será tal que se desprenderá de muchas de sus actividades cotidianas y se centrará mas en su trabajo... Tampoco quiero exagerar; pero será algo muy similar a lo que le ocurre a esos brokers de la bolsa que están enfrascados entre los números y los gráficos incluso cuando salen de la bolsa o de sus oficinas.
- Me está asustando... Y pensé que estaría deseando venderme el producto.
- Lo estoy. Y se lo venderé, por supuesto, pero antes ha de saber de sus consecuencias. El White es nuestro último producto, anhelado por cientos de artistas como si fuera la musa de la inspiración hecha realidad, y no vamos a engañar a nadie con el objeto de ganar un poco mas.
- ¿Cuánto?
- El cincuenta por ciento de sus derechos de autor.
Redlong abrió los ojos desmesuradamente. Nunca, ni con su mujer, había compartido el cincuenta por ciento de nada.
- Eso es una barbaridad.
- Dependerá de sus ingresos, señor Redlong - dijo Hansen removiendo tranquilamente el trasero encima del sillón -. Actualmente - añadió cruelmente -, dicha mitad no nos daría ni para tomarnos un café.
Redlong bajó la cabeza para ocultar todos sus sentimientos: vergüenza, rabia, indignación; y se dio cuenta de que lo que mas deseaba en esos momentos era poder escapar de allí, alejarse de cualquier tipo de ayuda externa de la que nunca antes había necesitado. No obstante, no lo hizo, y cuando salió de la oficina, unos minutos después, fue para bajar hasta el sótano del edificio en donde iba a recibir su primera dosis de White.
2
Redlong se sentó ante el ordenador, abrió un documento en blanco, y estuvo un buen rato dejándose cegar por tan inmaculado deslumbramiento. Se levantó del sillón, abrió las ventanas de par en par, y dejó que la brisa empujara con suavidad el visillo de las cortinas.
Nada. No sucedía nada extraño.
Quizás era demasiado pronto para saber de los efectos de lo que le habían inoculado o, quizás también, todo había sido un gran timo en el que se había dejado caer.... desesperado.
Se sentó de nuevo. A rumbo, pulso una tecla con su índice, y sobre la pantalla nació una: "ñ". Una diminuta y característica letra que apareció coqueta y distinguida entre la inmensidad del documento, un pequeño símbolo que poco significaba y que, sin embargo, se resaltaba entre el infinito.
Ñ: de engañado, de ñoño, de sueño, de amaño, de...
De repente, sus manos se vieron presa de un cierto nerviosismo, trastablillándose sus dedos encima del teclado, y comenzó a escribir lo primero que se le venía a la cabeza: En un principio simples dislates sin orden ni significado que simplemente rellenaban la hoja en blanco del ordenador. No obstante, no bien llevaba diez o doce líneas cuando vio todo mucho más claro. Las cincuenta o sesenta palabras allí escritas tenían tantas vueltas, tantas historias, tantos diferentes significados, que por obra y gracia de su imaginación, iban a tener una historia en común... El poder se estaba trasladando desde su mente hacia sus extremidades y, Redlong, con una enorme y satisfecha sonrisa, empezó a volcar toda esa energía en una historia que muy pronto conmovería al mundo.
3
El éxito no tardó en llegar. Su editor, sus críticos habituales, su cuenta corriente, le agradecieron su vuelta a la vida narrativa y la novela fue todo un bet-seller. Incluso un afamado hombre de negocios le propuso que él sería el próximo ganador de un conocido certamen literario y, como no, confiado en sus posibilidades acepto el reto con tanta fe y tanta seguridad que incluso tuvo el valor de pedirle un cuantioso adelanto del millón de euros en que iba a consistir el futuro premio.
El mundo dejó de ahogarlo, dejó de ser gris; el mundo le pidió excusas por haberlo tratado tan mal y lo recompensó con creces por todo cuanto había padecido. Sentía, además, una verdadera pasión por su trabajo y no pasaba un solo día sin completar sus cinco mil palabras de rigor. Le era tan fácil desarrollar sobre el papel lo que argüía su imaginación que todo cuanto le estaba viniendo en forma de fama y dinero eran como regalos caídos del cielo.
Un buen día, después de su segunda novela, recibió la llamada de Cesar Valladolid, el propietario de la revista mensual "Cuentos y Fábulas", la publicación más exigente escrita en castellano. La llamada cogió por sorpresa a Redlong, que, aunque era un buen escritor, no creía estar al nivel de quienes en dicha revista trabajaban: algún que otro nobel, premio nacional, o premio Cervantes. Media docena de elegidos cuyas letras estaban impresas desde hacía años entre los clásicos del siglo.
- ¿Señor Redlong?
- Si.
- Permita que me presente: Me llamo Cesar Valladolid, y el motivo de mi llamada es el de invitarlo a publicar un cuento en nuestro próximo número de abril.
-¿Cómo?
- Si le interesa y no tiene otros compromisos apalabrados, me gustaría poder contar con su colaboración.
- Naturalmente que me interesa.
- Entonces...
- Cuente conmigo.
Un mes mas tarde, la foto de Redlong era portada de "Cuentos y fábulas" y su nombre comenzó a mentarse por todos los foros del país con reportajes en la prensa, entrevistas en la radio y en la televisión, y alguna que otra discusión salida de tono en la que los envidiosos expulsaban sapos y serpientes en contra de él. Pero, esto último, era normal: era un elegido, lo sabía, y se gustaba casi tanto de los rencores como de los dulces comentarios de sus admiradores.
La colaboración de invitado en la revista pasó a ser continua y compartió el espacio de la revista con cuatro escritores mas, convirtiéndose en habitual.
Estaba en la gloria hasta que...
4
Su status literario comenzó a verse amenazado por sus compañeros de edición. No es que estuviera bajando la guardia en cuanto a su trabajo. No. Seguía en su nivel habitual, quizás mejorándose con el tiempo; sin embargo, los demás escritores de la revista, como tocados por un ángel del cielo, comenzaron a escribir verdaderas joyas en forma de cuentos y poesía, y raro era el número en que no destacara uno de ellos y él, Redlong, sin embargo, se quedara con las simples aprobaciones superficiales de la crítica.
Estaba claro que si no escribía algo importante dentro del año pronto iba a pasar a la reserva, desplazado por algún novato emprendedor e imaginativo, y no quería volver a caer en el pozo por nada del mundo.
Era el momento apropiado para pasarse por los laboratorios NILL-BOK y aumentar la dosis de la milagrosa medicina:
- Bienvenido Mr. Redlong - le dijo el alegre sub-director del laboratorio, el señor Hansen, un soleado miércoles de Junio.
- Hola.
Había cambiado por completo la decoración de su despacho y, si antes el tema que inspiraba todos los detalles era de origen marinero, ahora los cuadros y las esculturas se centraban en el cuerpo masculino, en desnudos inocentes que rebelaban al hombre como una criaturilla más de la naturaleza.
- ¿A qué debo tan grata visita? No creo que, viendo lo que veo, tenga demasiadas quejas - repuso Hansen ante su inmaculado traje de cara marca italiana.
- Y ustedes, con mi cachito de cincuenta... cincuenta, tampoco.
Hansen lo señaló con el índice, como aprobando su agudeza.
- ¿Y bien?
- Necesito aumentar la dosis.
- ¿Por?
- Considero que estoy en un punto de estancamiento, que mi meta está un poco mas arriba, y...
- Es usted muy ambicioso.
- Como ustedes.
- Efectivamente.
- ¿Y bien?
- Estamos para servirle señor Redlong. Ahora bien...
- ¿Qué?
- Eso supondrá que el cincuenta por ciento sea un porcentaje bastante escuálido para lo que va a recibir.
Redlong, como la última vez que había estado allí, se revolvió inquieto en su asiento.
- ¡Pero no es justo! Si yo prospero, mi fortuna aumenta y la mitad de mi fortuna también.
- Pues váyase tranquilo, por esa puerta, señor Redlong.
- ¿Cuánto? - dijo al fin el escritor, sabiendo que no tenía demasiadas opciones.
- El ochenta por cien de sus ingresos.
Redlong abrió la boca con la sorpresa. Entregar el ochenta por cien de su salario iba a ser de lo más doloroso que había hecho en toda su vida. ¿En cuantas de sus novelas hacía mención a la explotación, incluso al esclavismo, y ahora, ahora, se convertía en uno de sus más miserables personajes?
- Acepto - dijo sin mas, con toda seriedad, y sabiendo que cuando menos, las sanguijuelas de ese laboratorio no le usurpaban la fama, la gloria.
5
Aumentó. Todo aumentó. El nivel de sus trabajos, el caudal de sus ingresos, su fama, su relevancia mundial... y la de sus compañeros de revista, al cabo del tiempo, también.
Cuando Redlong creía haberse puesto a la par de los mejores, volvió a suceder que se encontró ante la mejor generación de escritores del último medio siglo y no pudo menos que admirar entre lágrimas y envidias que iba a necesitar de otro empujoncito:
Mas dosis, mas porcentaje para los laboratorios NILL-BOK, y, al cabo del tiempo, mismos resultados...
Estaba luchando contra un enemigo imbatible que, seguramente, disponía de sus mismas armas pero que iban algo adelantados con respecto a él. Si, no le cabía la menor duda. Los demás autores estaban dopados hasta las tetas con su misma medicina y, seguramente, trabajaban gratis por la simple gloria.
Pero eso no le iba a suceder a él. No iba a dejarse la piel por un premio Nobel, por compartir estantería con los grandes clásicos. De eso nada. Si había un límite para él, ya lo había tocado. Dejaría de tomar esa mierda que tantas y tantas historias provocaba desde su cabeza hasta el papel y volvería por sus fueros, cuando para articular un par de párrafos tenía que esforzar su vista.
Por todo ello, por esa decisión de alejarse de lo artificial, voló hasta Bolonia, hacia los conocidos laboratorios NILL-BOK, y pidió una entrevista con Hansen.
- Voy a dejarlo todo.
- ¿Cómo dice?
- Que voy a dejarlo todo. No puedo seguir con esta farsa.
- ¿Se da cuenta de lo que pierde con esa decisión?
- Lo se. Pero me es imposible llegar a la cima. Ustedes han suministrado el White a gente más capacitada que yo para el trabajo y...
- No.
- ¿?
- Hemos suministrado el White a unos cuantos actores, a siete u ocho pintores, a un par de políticos... y a un escritor de tratados filosóficos.
Redlong se quedó mudo. No podía ser. El tipo que tenía enfrente tenía que estar mintiendo.
- Sin embargo, también hacen uso de nuestros servicios - añadió Hansen.
- ¿Quienes...
- Sus compañeros en la revista "Cuentos y fábulas", por ejemplo.... ¿no lo sabía?
El escritor movió, atolondrado, la cabeza. No entendía nada.
- ¿Existe luego otro producto? - dijo al fin.
Hansen movió de lado a lado su cabeza, negando.
- ¿Entonces?
- NILL-BOK es una gran empresa. Tiene su sección biogenética, su sección bioquímica, y, finalmente, su sección tecnológica.
- ¿Tecnológica?
- Si, maquinitas llenas de cables que hacen de todo...
- No.
- Si, señor Redlong.
- No puede...
- Claro que puede. Usted ha estado compitiendo con unos fabulosos, y nunca mejor dicho, programas de informática que generan arte, belleza, sentimientos, y enormes cantidades de gloria a quienes suplen simplemente en el trabajo.
- No....
Redlong vio como se detenía el tiempo. El mundo era una mierda. La literatura, aquello que hasta hacía unos momentos había amado con todo su ser, el fruto de unos circuitos.
- Además, señor Redlong, es mucho más limpio que el White. No tiene porque preocuparse por sus efectos en la salud y...
- ¡Pero es un engaño!
- El White también lo era... y supongo que el vino que tomaba Cervantes y todos sus parientes del gremio.
Redlong se levantó. Debía abandonar aquel lugar cuanto antes. Estaba en la cueva del diablo y necesitaba respirar un poco de bien cuanto antes.
Sin embargo, cuando estaba a punto de atravesar el umbral de la puerta, el señor Hansen, sub-director de los laboratorios NILL-BOK, susurró por detrás un porcentaje bastante aceptable y, con lágrimas en los ojos, Redlong detuvo su paso.
miércoles, septiembre 03, 2008
A conciencia
El tipo puso el disco encima de la mesa y lo empujó hacia mí, deslizándolo con suavidad sobre el oscuro barniz, dando un cierto suspense o emoción a dicho movimiento.
- ¿Está ahí? - pregunté.
El tipo asintió.
Miré con resignación el disco y busqué la billetera en mi chaqueta. Tenía que pagar por el trabajo realizado y lo iba a hacer incluso antes de haber visto el contenido.
El tipo, un tal López, se dio cuenta de que iba a cobrar los seis mil euros acordados y carraspeó nervioso, haciendo patinar la nuez sobre su cuello de arriba abajo y a una velocidad de vértigo.
No obstante, me equivoqué de bolsillo y eso me dio tiempo a alargar la conversación.
- ¿Es habitual?
- ¿Lo qué?
- Esto - dije señalándole el disco -: los cuernos. Descubrir un engaño.
- Bueno, menos de lo que parece. Por lo general se trata de malos entendidos, o de celos, y lo mas corriente, cuando sucede, es que ya se sepa del engaño y se acuda a un investigador privado en busca de pruebas que verifiquen el hecho... El hecho ante un mas que posible litigio judicial. Ya sabe, cosas de dinero.
Encontré la cartera en el otro bolsillo, en el izquierdo, y la coloqué sobre la mesa al lado mismo del disco.
- Entonces... soy un caso raro.
- No, tampoco es eso. Lo que le ha ocurrido a usted, también sucede. Tengo descubierto un buen número de casos similares. De eso puede estar seguro, solo que...
- ¿Qué? - inquirí ante su pausa.
- Sólo que, ya digo, no es lo más habitual.
Abrí la billetera y busqué los billetes en su interior.
Uno, dos, tres...
- ¿Las imágenes son muy... son...?
- Son nítidas - me respondió.
- ¿Y...?
- Fuertes. Son fuertes.
- ¿Cómo de fuertes? - pregunté.
La nuez del investigador privado volvió a hacer un recorrido relampagueante por el gaznate. El hombre quería cobrar de una vez y no le gustaba el cariz que estaba tomando la conversación en esos momentos.
- Usted mismo - me dijo señalando el disco.
Chasqueé la lengua dentro de mi boca en claro gesto de fastidio, prendí de malos modos la punta del cigarrillo, por una esquina, y miré en mi derredor, contemplando la clientela de la cafetería con tan poca fijación que la gente me parecían maniquíes sin rostro.
- Es que no quiero verlo - dije azorado.
- Pero...
- Si, ya se que es la prueba de la infidelidad, y que le ha costado mucho trabajo, pero... como comprenderá... Es muy doloroso para mí.
- ¿Entonces?
- Me gustaría fiarme de su palabra.
- Ah... - asintió nervioso el hombre, aunque no se si porque al final comprendía mi situación o, si al contrario, porque por un momento pensó en que quizás yo no tenía la intención de pagarle.
- Pues es verdad - dijo rápidamente -. Su mujer le engaña.
Saqué los seis mil euros de su refugio y se los entregué.
El tal López suspiró sin disimulo alguno. Sin duda, estaba necesitado de dinero. Se levantó con energía, como un tiro, y sin despedirse ni pagar el café que había tomado se largó de la cafetería.
Yo, por el contrario, me quedé un buen rato allí sentado, mirando el reflejo plateado del disco, escuchando el murmullo constante de las conversaciones, viendo como pasaban los coches por la avenida.
- Me cobra - le dije al camarero.
Me alcé de mi sitio sin muchos ánimos e hice el amago de dejar el disco allí mismo, sobre la mesa. Más, me pudo la razón y lo metí en el bolsillo con la intención de deshacerme del mismo mas adelante.
Salí a la calle y una suave brisa se encontró con mi rostro y con mi mente abotargada.
No puede ser, no puede ser, no puede ser, me decía por mis adentros, recorriendo todos y cada uno de los gestos de mi mujer en el retrato de mi memoria, analizando su inacabable multitud de proclamas de amor... recordando su sabor, su olor, su sonido.
No puede ser.
Abrí la tapadera de un contenedor y tiré el disco en su interior.
De camino a casa, lloré como un niño que se ha perdido entre la multitud, a borbotones.
Afligido, incrédulo, e indeciso... racionalmente muerto y con el corazón hecho trizas, caí en la cuenta de lo mucho que me dolía la situación y cuando llegué a casa no pude hacer lo que inicialmente tenía previsto: No pude mandarla a la mierda.
Ya lo haría mas tarde.
Pero no fue así. No lo hice. Ni al día siguiente ni al otro. Yo amaba con locura a mi mujer y solo hasta que cierto día, seis meses después, un correo electrónico con remite anónimo me llegó al buzón de mi ordenador, caí en la cuenta del engaño en el que estaba viviendo. El correo me indicaba una dirección de una página web en donde pude ver a mi mujer corriéndose como una perra en los brazos de otro hombre, sorbiendo una polla que no era la mía, refregándose y gozando lo indecible tal y como indicaban sus libidinosos gestos, ronroneando.... gritando de placer, pidiendo mas y mas y mas.
Ese día sufrí una especie de shock nervioso y mi relación matrimonial acabó para siempre. Las imágenes se clavaron como un machete afilado sobre mi cerebro y luego, durante un año, fui un zombie sin vendas ni destino sobre la faz de esta tierra.
Y ahora, que ya me empiezo a encontrar medianamente recuperado, aunque no tengo demasiado claro dicho destino, sigo sin comprender ciertas cosas de ese pasado... de quien me envió el correo, de quien colgó el video en internet... quizás el mismo investigador privado... Y sobre todo, de como pasé seis meses al lado de una mujer que me la estaba dando...
... me la estaba dando a conciencia.
Mi conciencia.
- ¿Está ahí? - pregunté.
El tipo asintió.
Miré con resignación el disco y busqué la billetera en mi chaqueta. Tenía que pagar por el trabajo realizado y lo iba a hacer incluso antes de haber visto el contenido.
El tipo, un tal López, se dio cuenta de que iba a cobrar los seis mil euros acordados y carraspeó nervioso, haciendo patinar la nuez sobre su cuello de arriba abajo y a una velocidad de vértigo.
No obstante, me equivoqué de bolsillo y eso me dio tiempo a alargar la conversación.
- ¿Es habitual?
- ¿Lo qué?
- Esto - dije señalándole el disco -: los cuernos. Descubrir un engaño.
- Bueno, menos de lo que parece. Por lo general se trata de malos entendidos, o de celos, y lo mas corriente, cuando sucede, es que ya se sepa del engaño y se acuda a un investigador privado en busca de pruebas que verifiquen el hecho... El hecho ante un mas que posible litigio judicial. Ya sabe, cosas de dinero.
Encontré la cartera en el otro bolsillo, en el izquierdo, y la coloqué sobre la mesa al lado mismo del disco.
- Entonces... soy un caso raro.
- No, tampoco es eso. Lo que le ha ocurrido a usted, también sucede. Tengo descubierto un buen número de casos similares. De eso puede estar seguro, solo que...
- ¿Qué? - inquirí ante su pausa.
- Sólo que, ya digo, no es lo más habitual.
Abrí la billetera y busqué los billetes en su interior.
Uno, dos, tres...
- ¿Las imágenes son muy... son...?
- Son nítidas - me respondió.
- ¿Y...?
- Fuertes. Son fuertes.
- ¿Cómo de fuertes? - pregunté.
La nuez del investigador privado volvió a hacer un recorrido relampagueante por el gaznate. El hombre quería cobrar de una vez y no le gustaba el cariz que estaba tomando la conversación en esos momentos.
- Usted mismo - me dijo señalando el disco.
Chasqueé la lengua dentro de mi boca en claro gesto de fastidio, prendí de malos modos la punta del cigarrillo, por una esquina, y miré en mi derredor, contemplando la clientela de la cafetería con tan poca fijación que la gente me parecían maniquíes sin rostro.
- Es que no quiero verlo - dije azorado.
- Pero...
- Si, ya se que es la prueba de la infidelidad, y que le ha costado mucho trabajo, pero... como comprenderá... Es muy doloroso para mí.
- ¿Entonces?
- Me gustaría fiarme de su palabra.
- Ah... - asintió nervioso el hombre, aunque no se si porque al final comprendía mi situación o, si al contrario, porque por un momento pensó en que quizás yo no tenía la intención de pagarle.
- Pues es verdad - dijo rápidamente -. Su mujer le engaña.
Saqué los seis mil euros de su refugio y se los entregué.
El tal López suspiró sin disimulo alguno. Sin duda, estaba necesitado de dinero. Se levantó con energía, como un tiro, y sin despedirse ni pagar el café que había tomado se largó de la cafetería.
Yo, por el contrario, me quedé un buen rato allí sentado, mirando el reflejo plateado del disco, escuchando el murmullo constante de las conversaciones, viendo como pasaban los coches por la avenida.
- Me cobra - le dije al camarero.
Me alcé de mi sitio sin muchos ánimos e hice el amago de dejar el disco allí mismo, sobre la mesa. Más, me pudo la razón y lo metí en el bolsillo con la intención de deshacerme del mismo mas adelante.
Salí a la calle y una suave brisa se encontró con mi rostro y con mi mente abotargada.
No puede ser, no puede ser, no puede ser, me decía por mis adentros, recorriendo todos y cada uno de los gestos de mi mujer en el retrato de mi memoria, analizando su inacabable multitud de proclamas de amor... recordando su sabor, su olor, su sonido.
No puede ser.
Abrí la tapadera de un contenedor y tiré el disco en su interior.
De camino a casa, lloré como un niño que se ha perdido entre la multitud, a borbotones.
Afligido, incrédulo, e indeciso... racionalmente muerto y con el corazón hecho trizas, caí en la cuenta de lo mucho que me dolía la situación y cuando llegué a casa no pude hacer lo que inicialmente tenía previsto: No pude mandarla a la mierda.
Ya lo haría mas tarde.
Pero no fue así. No lo hice. Ni al día siguiente ni al otro. Yo amaba con locura a mi mujer y solo hasta que cierto día, seis meses después, un correo electrónico con remite anónimo me llegó al buzón de mi ordenador, caí en la cuenta del engaño en el que estaba viviendo. El correo me indicaba una dirección de una página web en donde pude ver a mi mujer corriéndose como una perra en los brazos de otro hombre, sorbiendo una polla que no era la mía, refregándose y gozando lo indecible tal y como indicaban sus libidinosos gestos, ronroneando.... gritando de placer, pidiendo mas y mas y mas.
Ese día sufrí una especie de shock nervioso y mi relación matrimonial acabó para siempre. Las imágenes se clavaron como un machete afilado sobre mi cerebro y luego, durante un año, fui un zombie sin vendas ni destino sobre la faz de esta tierra.
Y ahora, que ya me empiezo a encontrar medianamente recuperado, aunque no tengo demasiado claro dicho destino, sigo sin comprender ciertas cosas de ese pasado... de quien me envió el correo, de quien colgó el video en internet... quizás el mismo investigador privado... Y sobre todo, de como pasé seis meses al lado de una mujer que me la estaba dando...
... me la estaba dando a conciencia.
Mi conciencia.
lunes, agosto 11, 2008
Sin reservas
Decidido a poner fin a mi pobre existencia, alquilé un buen traje con el que despedirme adecuadamente del mundo. Jamás me había vestido de etiqueta y esa era la ocasión perfecta para hacerlo. Además, me afeité la barba y dejé que la tez blanquecina de mi cara viera la luz por primera vez en cuatro años.
Y una vez puestos…. ¿Porqué no?... me corté la larga melena de mis pelos, me duché, y me perfumé con una colonia de cincuenta euros el frasco.
- Que cachondo – me dije en cuanto me vi ante el espejo.
Si, y casi tuve pena de mi mismo, por lo que añadí en tono lamentoso:
- Menudo desperdicio.
Y es que tenía treinta años, estaba en el pleno apogeo de mis facultades físicas, también mentales, y al verme de pronto en el espejo, sin la inmundicia habitual, pues que me entró la morriña del pasado y un grupúsculo de lágrimas se reunieron en torno a mis pupilas.
Pero era un hombre de palabra y no me iba a volver atrás en la idea de acabar con mi persona.
No obstante, el final no tenía porque ser algo triste y dramático e iba a disfrutarlo hasta el último suspiro.
Salí a la calle. Hacía fresco pero no llovía. Empezaba a anochecer y la juventud corría a refugiarse entre la cerveza y el humo de sus propios cigarros.
- ¿Tiene hora, señora?
- Son las ocho.
- ¿Me permite hacerle una preguntita?
- Claro, joven.
La mujer detuvo su marcha por la acera, se colocó bien las gafas y apretó los ojillos con la intención de distinguir mis rasgos, quizás por si me conocía. Estaba más cerca de los setenta que de los sesenta y, por su amable disposición, no parecía muy apurada.
Era realmente curioso, pero estaba seguro de que esa misma disposición no sería posible un par de horas antes cuando mi aspecto de huraño y de vagabundo habría vuelto sorda toda su amabilidad.
- Verá… Si se fuera a morir muy pronto, ¿de cuanto tiempo necesitaría para despedirse correctamente de la vida?
La señora, que esperaba una pregunta más normal, sobre una dirección, una calle, abrió sus ojillos tras las lentes y tardó un buen rato en reaccionar.
- ¿Qué es… una encuesta?
- Claro, señora.
- Pero es que no entiendo muy bien la pregunta.
- Digamos que Dios le da un tiempo para dejar su conciencia tranquila.
- Esto… Yo…
- ¿Un día sería tiempo suficiente?
- Si, si – me respondió la señora mas por deshacerse de mi que por otra cosa.
- ¿Veinticuatro horas?
- Si, si.
- Gracias, señora.
Veinticuatro horas, decidí entonces. Ni un minuto más. Tenía veinticuatro horas hasta las ocho del día siguiente e iba a aprovechar cada segundo que me quedaba por vivir.
Porque el paso del tiempo no es una cuestión baladí: limita los movimientos posibles y hace que estos se tornen irreparables. Así, si quería que mis últimos actos de vida fuesen a tono con el traje que llevaba puesto no debía desperdiciar ni uno solo de mis movimientos, por lo que reparé en una pequeña lista de prioridades y me dispuse a realizarlas todas y hasta llegar a mi propia muerte.
Los amigos
Si, algún día tuve amigos…. Algún día.
En mi época de estudiante tenía mi pequeño grupo de supervivencia social y los lazos que me unían con Miguel, con Ramitos, con Rony, y con Berto, eran lo suficientemente fuertes como para no sentirme solo durante dicha etapa. Teníamos los mismos intereses u objetivos y nos unía una especie de marca juvenil que nos hacía ligeramente diferentes de los demás: La escalada. Nos encantaba trepar por cuanto acantilado se nos ponía por delante y éramos capaces de pasarnos todo el fin de semana por subirnos a una roca.
Sin embargo no estábamos lo suficientemente preparados y Rony, que era el referente principal de la pandilla, el mejor de todos, empezó a azuzarnos con sus bravuconadas, a buscar el más difícil todavía, y hasta meternos en una ladera inestable a la que nunca deberíamos haber ido.
Aun recuerdo la expresión de Berto mientras se caía hacia atrás desde una altura considerable, quizás cincuenta o sesenta metros; con sus ojos abiertos, su ceño fruncido, y sus manos intentando asirse en el vacío.
Yo no pude hacer nada por él. Estaba a mi lado, riéndose de mis resoplidos por alcanzar una vertiente, cuando vi como sus pies resbalaban en la roca hasta perder el apoyo. Al minuto siguiente, Berto estaba allá abajo, tirado sobre la gravilla de la cantera que hacía un rato estaba intentando coronar.
No pude hacer nada…. Sin embargo, tardé una temporada en comprenderlo. Me encerré en mi casa y no quise saber nada de ninguno de mis amigos. Se que Rony llegó a subir un ocho mil, que Ramitos abrió una clínica dental, y que Miguel, de su natural simpatía, acabó presentando un programa de variedades en una televisión comarcal… Por lo demás, todos intentaron sacarme de mi refugio durante un año o más, pero al final desistieron por cansancio.
- Hola Berto – le dije a mi amigo.
Su lápida sucia y enmohecida guardó silencio.
- Quizás no debería estar aquí – añadí -. Pronto, muy pronto, me voy a morir y, si es verdad que hay otra vida, pues seguramente acabaremos encontrándonos. Si…. Ya me enteré que quedaste amarrado a una silla de ruedas y que solo podías moverte del cuello para arriba… Y que todos te abandonaron: tus amigos, tu madre, que se murió de pena, y tus ganas de vivir, que finalmente desistieron de buscarte el aliento.
“ Ya ves. Como puede cambiar la vida en un minuto. Estabas riéndote, mofándote de mi, y después…. Después la nada.
Te preguntarás también porqué no fui a verte. Y la respuesta es bien sencilla: No quería verte… al menos así, postrado como un vegetal, y aun hoy, si estuvieras vivo, no te visitaría ni por todo el oro del mundo.
Se que lo comprendes, y aunque te duela y aunque me duela, lo comprendes.
En cuanto a mi vida, a lo que me queda de vida, ya ves que no voy a dejar que me pase lo que a ti. Yo voy a elegir el momento y el lugar. Yo voy a elegir cómo.
Ya, ya… Si pudieras hablar, me estarías reprendiendo, intentando convencerme de lo equivocado que estoy, de lo mucho que me queda por vivir… Pero no puedes.
Estás muerto, Berto. Y muy pronto, yo también lo estaré.
Chao Berto – me dije para los adentros dándole la espalda a la tumba -. Eras el peor escalador de todos… sin duda. Pero eras un tipo muy especial.
Chao.”
La familia
Timbré en el telefonillo del portal y me respondió una voz infantil y maravillosa.
- Abre cielo – le dije a mi hija.
Tras saludar a unos vecinos que estaban esperando el ascensor decidí subir por las escaleras. Sus miradas, acusadoras, me turbaron ligeramente y subí los escalones de dos en dos.
Tania estaba fuera, me esperaba descalza y encima de un ruedo en forma de Luna.
- Papi!!!!!!!!! – exclamó sorprendida al ver mi aspecto.
Saltó sobre mi regazo y empezó a comerme a besos. Supongo que no se acordaba de cómo sabían mis mejillas y decidió enjabonarlas con su saliva.
- ¿Y la barba?
- Me la robó un gnomo.
- ¿Y este vestido? – me preguntó tirando de la corbata.
- Se lo robé a un ogro.
- … zapatos?
- … a Homer Simpson.
- … colonia?
- A Blancanieves y sus siete porritos.
Mi hija era un saco de mimos y yo no iba a privarle de los míos. La veía muy de cuando en cuando, una vez al mes o cada dos, y si por algo me tenía en su memoria era precisamente debido a nuestras mutuas tonterías.
- ¿Quién es, Tania? – preguntó su madre desde el interior de lo que en algún tiempo había sido mi casa.
- Ya lo sabes, mamita, ya lo sabes.
- Claro que lo sabe – le dije a la niña pegando mi boca en su oreja y haciendo que se retorciera con las cosquillas.
- Pues dile que pase.
- No, gracias – le respondí a Rosa -. La última vez que me dejaste pasar por poco me matas con una esas tortillas tan sosas que haces.
Tania se río de mi pequeña maldad.
- ¿Entonces? – dijo Rosa.
- Solo quería ver a la niña.
Me senté allí mismo, encima del ruedo, y dejé que Tania se tirara encima mía desde la altura de tres o cuatro escalones.
- Me voy a morir – le dije de repente a la niña.
- ¿Ahora? – me preguntó sorprendida y como si fuera a presenciar mi defunción en ese mismo momento.
- No, dentro de unas pocas horas.
- ¿Tas enfermo?
- No hija, no. Estoy cansado, muy cansado.
- ¿De trabajar?
- De vivir. Estoy cansado de vivir. Ya he visto todo lo que tenía que ver y ya me sobra la vida.
- ¿Es qué nadie te quiere, papi?
- Que va!!!!!!! Soy el tipo mas afortunado del mundo – dije guiñándole un ojo -. Además de los perros vagabundos de la ciudad y del oso hormiguero del bosque, tengo una hija que me quiere demasiado.
- ¿Quieres ver los angelitos?
- Claro… quiero ver si tienen pilila.
Se río descaradamente y la abracé.
La abracé por ultima vez.
- Bueno, ya me voy – le dije.
- Chao papi – me dijo – Hasta pronto.
Se metió dentro, apurada, seguramente debido a alguna serie de dibujos que debían dar en la tele y yo bajé las escaleras del mismo modo que las había subido: de dos en dos y con el estómago hecho un nudo.
La luz
Me desplacé por todos los lugares que mi alma reconocía. Los rincones de la ciudad formaban parte de mi mismo y quise paladear dicha fotografía en vivo.
La calle Real y sus escaparates luminosos, el puesto de palomitas de la esquina, la tienda de discos del sótano, el adosado del suelo repleto de cáscaras de pipas, y la plaza de Rosalía al fondo, con su palmera gigante asomando por una de sus esquinas.
Los cantones, la zona de copas, el puerto, la estación de ferrocarril, mi viejo colegio, el cine.
Cerré los ojos y aspire un bocado del pasado.
¿Por qué diablos le tenía cariño a ese lugar tan decrépito? No reconocía ninguna de las voces que escuchaba a mí alrededor y, sin embargo, parecían las voces de siempre.
Abrí los ojos.
Allí estaba la taberna de Amparo, famosa por sus bocadillos de calamares, famosa por ser refugio de los trasnochadores y demás razas del mal vivir y, por supuesto, por Amparo, por su sempiterno mandil de cuadros y su….”ya me pagarás cuando puedas”.
- ¿Qué va a ser muchacho?
- Un quinto…. O sino, un tercio.
- Yo a ti te conozco.
- Claro, Amparo. Soy de la tropa… ya sabes.
- Si, ya se. Ver no veo mucho, pero solo de oír ciertas voces, ya caigo ya. Pero ya hace mucho tiempo de eso… ¿Verdad?
- Algunos años.
- ¿Y como te va?
- Bien.
- ¿Has dejado esa mierda?
Amparo me hablaba con toda la naturalidad del mundo. Era franca y directa y yo le respondía de la misma manera. A cualquier otra persona, con tanto atrevimiento, ya le habría dado puerta.
- Si, estuve a la muerte por culpa de una hepatitis y aproveche mi estancia en el hospital para desengancharme.
- Eso está muy bien.
- Claro… Aquello no era vida.
- ¿Trabajas?
- No.
- ¿Y qué piensas hacer?
- Me voy de aquí. He venido simplemente a despedirme y me voy…
- ¿Te has despedido de tu familia?
- Si, de mi hija, y de mi mejor amigo. Me he despedido de la ciudad.
Amparo abrió una cerveza para ella y bebió a morro de la misma, sin mucho estilo, pero como hacía siempre, limpiándose a continuación los labios con la mano.
- Estás invitado – me dijo.
- Gracias.
- En fin, - dijo acercando la boca de su botella a la mía, amagando un brindis – que tengas un buen viaje.
- Lo ha de ser, Amparo, lo ha de ser.
Y bebí hasta acabar con la cerveza.
La señora Amparo me miró con mucha pena, como si supiera el destino de mi viaje, y se metió a continuación en su pequeña cocina.
- Hasta luego – dije.
- Hasta luego.
La noche
Habían pasado veinticuatro horas desde el momento en que me había vestido para la ocasión. La barba volvía a asomar por encima de sus raíces y el traje empezaba a dibujar alguna que otra arruga un tanto caprichosa.
El sol se había ocultado por detrás de una nube, impidiéndome un atardecer de película, y un fino manto de lluvia se pulverizaba en el aire.
Estaba sereno, muy tranquilo, casi a mi pesar. Esperaba tener el pulso acelerado, la respiración entrecortada, pero no, nada de eso, sino todo lo contrario. Mis últimos minutos de vida estaban siendo demasiado normales.
Entré en una ferretería y pedí un paquete de presillas de plástico.
- ¿Así?
- No, más gruesas.
Salí de la ferretería y me dirigí hacia la ensenada, donde el mar giraba haciendo una curva que se comía la tierra y en donde las alcantarillas de toda la ciudad se juntaban para hacer la gran fiesta de los desperdicios. Cientos, miles de litros, se tiraban al mar sin control alguno, convirtiendo aquella ensenada en un lugar solo apto para las ratas y las lombrices.
Me introduje por la boca del gran tubo, entre los olores y las riadas de mierda, y tuve que encender el mechero para ver en la oscuridad. Mi intención era la de buscar algún lugar lo mas inaccesible posible y en donde, con suerte, las alimañas de las alcantarillas acabaran con mi cuerpo. No obstante, tras reptar cien metros por la corriente arriba, me encontré con una cerca de hierro, que me impedía seguir avanzando y, tras comprobar que no podía atravesarla, me apoyé contra ella y comprendí que aquel era el lugar.
Estaba encharcado. El traje, que había sido el orgullo del día, debía estar perdido, ribeteado con toda clase de detergentes, aceites, incluso excrementos. Menos mal que no había la luz suficiente para poder verlo…
Saqué las presillas de plástico del bolsillo de la chaqueta y me até a la verja de hierro oxidado: primero los pies, luego una mano, y al final, utilizando los dientes tiré de la presilla hasta inmovilizar mi otra mano.
Así, tal como si fuera el hombre de Vitruvio encadenado, me prendí para siempre y de forma que ya no podía soltarme. Si seguía lloviendo, seguramente moriría ahogado; si no lo hacía, si paraba de llover, moriría de hambre, devorado por las alimañas, y con el tiempo suficente para quizás lamentar mi decisión….
Porque era mi decisión y yo siempre había sido un hombre de palabra.
Siempre. Aunque eso, era algo que iba a quedar entre mi conciencia y la mierda que circulaba por entre mis piernas.
Adiós pues. Adiós apestoso mundo cruel.
sábado, junio 07, 2008
Trabajo temporal
- Verás: Durante cinco años he estudiado los perfiles psicológicos del suicida, desde él que avisa, al que no, él que lo hace por despecho, él que lo hace por cansancio, desgana... o por simples asuntos amorosos. En fin, por un sinfín de razones que me chapado a lo largo de dicho tiempo y para lo que me han contratado hace seis meses...
- ¡Qué dice...
- Digo que ya ves como he acabado: subido aquí, debajo de la cornisa de este edificio, contratado temporalmente por la policía nacional, y viendo como se arremolina la gente ahí abajo.
- Por mi se puede ir. No pienso cambiar de opinión.
- Ese es el problema. No me puedo ir de aquí. Si mi jefe ve como te abandono.... zas.... ya no me renuevan el contrato.
- Váyase a la mierda con su contrato!
- ¿En donde crees que estamos muchacho? ¿En una terraza de verano? Esto mismo... esto es la mierda.
- Entonces me tiraré cuanto antes y ya...
- Para, para, para... ¡Quieto ahí! ... Por favor.
- ¿¡Qué cojones te pasa ahora!?
- ¿¡Qué qué me pasa!? ¿¡Qué qué me pasa!? Pues que eres mi quinto caso de suicido; mi quinto caso de suicidio en seis meses... casi uno por mes.
- ¡¿Y qué?!
- Pues que los cuatro casos anteriores han sido un completo fracaso para mí.
- ¿Cómo?
- Que la han espichado. Muerto. Han convertido mi labor en inútil y soy el hazmerreir de la comisaría. Y, además, ya sabes, estoy a punto de renovar y no se si me pasarán por alto un fiambre más.
-¿?
- Si, no me mires así. En el fondo ,que la palmes o no, me importa un carajo. Cada perro se relame sus propios testículos y no voy a ser yo quien te diga lo equivocado que estás.
-....
- Es mas, a estas alturas de la vida casi te lo recomendaría, que te tiraras. La vida es una porquería, el amor de tu vida, esa chica perfecta, seguramente está poniéndote los cuernos en estos mismos momentos con tu mejor amigo, y por quererte ya no te quiere ni la puta de tu madre.
- ¡Oiga! ¡Sin faltar! ¡Si no quiere venirse conmigo para ahí abajo!
- No me amenaces capullo... ¡Tiene cojones! Perdiendo el tiempo con un mequetrefe como tú y aun tienes las santas narices de levantarme la mano.
- ¡Váyase por favor!
- No puedo. Ya te lo expliqué antes. Y no llores niñato, o quieres que vean un cadáver llorón, un cadáver mojigato lleno de lágrimas.... Total, vas a ser el único que vas a llorar en tu sepelio.
- Usted está loco.
- Loco si, pero con los pies en el suelo... ¿Sabes qué van a decir de ti despues de que tus sesos se desparramen por el asfalto.?
- ¿Qué....
- Que te faltaba una o dos herviduras, que siempre te lo notaron, lo majara que estabas, y que además eras muy debilucho de carácter... Un membrillo emocional.
- ¡Y a mi que me importa lo que digan!
- Nada, por supuesto. Pero lo dirán. Habrás paseado por la vida como un sonámbulo, sin pena ni gloria alguna, y dentro de cuatro días la gente tendrá problemas de memoria hasta para acordarse de tu nombre.
- Es que yo...
- ¿Tu qué?
- Es que nadie... Es que no tengo a nadie.... A nadie.
- ¿Y eso es un problema sin solución?
- A nadie.
- Pero no llores chaval.... no llores.... ¡ Por mis santos cojones! ¡Qué me estás poniendo triste!
- No tengo a nadie.
- Dame la mano...
- ¿Para qué?
- Ya sabes.
- ¿Para que te renueven el contrato?
- Por lo menos....
- Mierda, mierda, mierda....
- Ven aquí....
- Mierda...
- Gracias chaval, me has hecho un gran favor....
miércoles, junio 04, 2008
Vagainmundo
Apenas tengo recuerdos... Solo de mi padre, que me dijo que me parió la ventisca en una noche de invierno. Sin embargo aquí estoy, en tu pueblo, dispuesto a buscarte, dispuesto a encontrarte.
No sé como me llamo, no se de donde vengo, aunque sí se quien eres... El reclamo de mis intereses en esta vida.
Me llaman Vagainmundo. Tengo el pelo grasiento y largo, aunque cubierto casi siempre por un sombrero de ala ancha. Mis ojos son agudos, siniestros, cada cual de su color, y se reviran constantemente hacia los dos lados, buscándote. Soy alto, y mis piernas, de tanto andar, musculosas, muy robustas. Mi tez es oscura, quemada por los soles de cada día. El rostro, ancho, propio de un germano o un escandinavo... Y me llaman Vagainmundo.
- Identifíquese.
Es un policía municipal, a la entrada del pueblo, y situado justo al lado de una urbanización de lujo.
Me quito el sombrero, miro hacia el sol, volteo los ojos hasta ponerlos en blanco, y comienzo mi plegaria:
- Isis, madre de terrenal de los demonios, protégeme de la ira, de la sangre, y de todos cuantos pecadores hubiere por estas tierras...
El policía pierde parte de su firme compostura, me examina con una nueva impronta, la de su condescendencia, y me dice:
- Está bien, prosiga... Pero no se detenga en el pueblo.
Me pongo el sombrero en la cabeza, sorteó la moto del policía, y dejo que una sonrisa mane sobre la superficie de mi rostro.
- Isis, madre toda poderosa, alimenta mi demonio, engórdalo con la maldad.
Llego a la plaza del pueblo. Los cuatro chiquillos que juegan a la pelota detienen su partida. Demudados de su anterior alboroto, me observan en silencio. Le guiño el ojo al mas pequeño y éste corre asustado a los brazos de su madre.
Entro en una cafetería, y cesan las palabras. Sin conseguirlo, la docena larga de clientes tratan de identificar la extraña silueta que se recorta con la luz exterior y, como si no supieran de lo que estaban charlando hacía unos segundos, tardan un buen rato en reanudar sus peroratas.
- ¿Qué quiere? - me dice el camarero, con un tono excesivamente seco.
Antes de responder, me tomo todo el tiempo del mundo, asentando todas mis pertenencias junto a la barra, sentándome sobre un taburete, y contemplando las evasivas miradas de los demás clientes.
- Un vaso de agua.
- ¿Un botellín?
- No. Un vaso de agua.
El camarero mira al que debe ser su jefe, el propietario, y éste asiente.
Me sirve el vaso de agua y yo ni lo toco.
Pasan los minutos, la hora, y el camarero se acerca a mi lado.
- ¿No hay sed, amigo?
- ¿Me conoce? - le respondo.
- Esto...
- ¿Porqué me considera entonces su amigo?
El camarero, un poco asustado, retrocede dentro de la barra, y busca algo que hacer.
Entonces, casualidad o no, entras tú, mi único objetivo.
Tú.
Un bonita chaqueta de cuero marrón cubre tu ropa de marca. El impecable peinado de tus melenas enmarcan la belleza de tu rostro, inmaculado como el de las mil mujeres que me sonríen desde las vallas publicitarias. Guapa como en la orla en la que te conocí.
Y ahora, al entrar, me eludes y te diriges al fondo de la barra.
Todos te saludan, todos te conocen, pues a todos habrás palpado con tus delicadas manos... señora doctora.
- ¿Lo de siempre Doña Amalia?
- Si Carlos, lo de siempre... el cortado.
Me levanto y todos los presentes alzan su mirada hacia mí. Tú no. Tú lees el periódico entretenida.
Y, en el pulcro silencio que nos rodea, me acerco hasta ti.
El camarero abre su boca para decir algo, me mira, y la cierra.
- Amalia - te digo, de pie y justo a tu lado, rozando tu hombro con la cremallera de mi pantalón.
Tomas un pequeño sorbo de la taza, acabas de leer el párrafo del periódico, y por fin me prestas atención:
- ¿¡Si?!
En tu rostro surge la extrañeza. No te habías fijado en mi hasta este momento.
- ¿Quién es usted? - me preguntas antes de que yo te diga algo.
- ¿No te acuerdas de mi?
Te apartas un poco, como si te sintieses amenazada.
- No - me respondes.
- ¿Seguro?
- ¡Deje en paz a la señora! - me dice el camarero.
Hago caso omiso de tal consejo e insisto:
- ¿No te acuerdas de mi?
Amalia.
Y dudas por primera vez. Algo se despierta en tu interior.
- Soy yo - digo asintiendo con la cabeza.
- No puede ser.
Me ha reconocido. Por fin.
- ¡Noooo....! - chilla desaforadamente, presa de un pánico repentino.
- Isis, madre terrenal de mil demonios....
Entonces, uno de los clientes del bar se abalanza sobre mi y me tira junto a una de las mesas del local.
Me levanto muy despacio. Recojo el sombrero del suelo y lo coloco en mi cabeza, ciñéndolo sobre la frente.
La expectación es máxima. Amalia, la joven doctora, respira alterada, fruto de su nerviosismo.
El cliente que me ha dado el empujón ha cogido una botella de detrás de la barra y la empuña como lo haría con su tranca un mamporrero.
- ¡Lárguese! - me grita.
Sonrío.
Mi misión ya ha sido cumplida.
- Solo quedáis tres - le digo a la joven doctora.
-... tress... - susurras entre los dientes.
- Si, Amalia.
- ... no puede ser.
- Tres por visitar. Tres de una docena de petulantes y orgullosos estudiantes de medicina jugando con el cadáver de un pobre vagabundo... jugando a cambiar sus vísceras de sitio, jugando a...
- .... no puede ser - dices con el rostro compuesto de terror.
- Es - grito, clavando mi mirada en la suya.
Y te desmayas. Te desvaneces y pierdes el sentido.
El tipo de la botella hace amago de golpearme, pero lo detengo con un solo gesto.
Me acerco hasta la barra de la cafetería, bebo el vaso de agua, y salgo del local hacia la plaza del pequeño pueblo.
El sol luce extraño en el exterior.
Y a todo esto, he de deciros que soy Vagainmundo, y aunque no se como me llamo, se que me quedan tres estudiantes, ahora médicos, por visitar. Tres medicuchos a los que asustar un poco... devolver la moneda por convertir el cadáver de mi padre, a quien tanto me parezco, en un guiñapo lleno de recortes y mutilaciones.
- Isis, madre terrenal de los demonios....
Llegué al atardecer, junto al gran río de agua salada... Saqué mi catalejo de pirata de la mochila y busqué en el horizonte los trapos de mi viejo velero bergantín.
En la arena, las gentes, semi-desnudas, me miraban con atención, y los niños me señalaban.
- Por Isis....
Una señora muy mayor, con su ajada piel repleta de pellejos, levantó sus anteojos y me preguntó si podía bañarse.
- Por mi puede ahogarse - le respondí sin perder de vista la línea que separaba el mar del cielo.
- Mal-educado...
Comencé a caminar por donde rompían las olas y observé con atención los restos que el mar había dejado durante la tarde... Ningún resto digno de ser nombrado: por lo que supuse que la batalla aun no había tenido lugar.
Poco a poco, fue oscureciendo, y las gentes, lentamente, despejando su presencia de mi lugar.
Junté unos pocos leños, matojos, y demás ramallaje venido con la marea, e hice una hoguera en medio de la playa.
- Isis, madre de todos los demonios....
Y al son de las llamas bailé en honor de mi madre hasta caer desfallecido, dejando que el vapor de mi sudor se deslizase con mi mirada hacia las estrellas.
De repente, cuando mi ser estaba empezando a viajar por mis adentros, surgió un ruido atronador de entre las dunas y un pequeño sol asomó de las mismas.... dos.... tres.... cuatro motos que empezaron a rodearme con sus sonidos desgarrados, girando como locas hasta hacerme tapar los oídos con la palma de las manos.
- ....
Apagaron los motores y se bajaron de la moto, a cuatro o cinco metros de donde yo estaba. Llevaban ropas oscuras y su tranquilo estar denotaba una total tranquilidad.
- Identifíquese - me dijo uno de los motoristas tras quitarse el casco.
Encogí el gaznate cuanto pude y con voz ridícula e infantil bramé tembloroso:
- Soy un pobre desgraciado... un pobre que no tiene donde dormir... que tiene hambre... y sueño.
El grupete sonrió divertido.
- Nombre... Diga su nombre.
- ¿Quienes son ustedessss?
- El Seprona.... Guardia civil.
Mentían. La motos eran de diferente marca y dos de ellos calzaban botines deportivos.
- Díganos su nombre - insistió el que llevaba la voz cantante mientras uno de ellos se ponía por detrás de mi, a mis espaldas.
- Déjenme en paz - lloriqueé -. Mi trabajo en este mundo ya se ha acabado.
- Trabajo... ¿Qué trabajo?
Me acordé de las divertidas visitas médicas que me habían llevado por toda la península durante los últimos años y dije:
- Soy sepulturero - bramé.
Se hizo un extraño silencio. No esperaban que mi voz cambiara de tono repentinamente y que la respuesta fuera tan anodina.
- Isis, madre de todos los demonios, engorda mi....
El que estaba a mis espaldas me dio una patada entre las paletillas y fui caer de bruces en la hoguera. Durante lo que parecieron unos interminables segundos, y mientras los cuatro motoristas se pasaban una botella de licor, saboreé el calor del fuego.
Cegado por las mil visiones que mi madre me había mostrado en ese pequeño infierno, olisqueé la bruma del mar y percibí la extraña presencia de mis enemigos.... de mis verdaderos enemigos.
- Perdonen - les dije a aquellos simpáticos muchachos -. Pero debo irme...
- Ehh...¡!
- Perdonen - gemí bobaliconamente y como si fuera una puta pendenciera lavando la herramienta del trabajo.
- ¿A donde crees que vas? - me dijo uno de ellos, que aun no había hablado y que ahora blandía en el aire unas cadenas.
- Al infierno...
- Espera - me gritaron al unísono cuando eché a andar por la playa.
Hice caso omiso de su advertencia. Ellos no se daban cuenta, pero en algún sitio muy cercano había sucedido un desembarco de rutilantes ángeles en busca de mi despiadada alma y yo debía buscar un refugio... Al menos, mientras no llegaran los míos.
Sentí el abrazo de las cadenas alrededor de mis piernas y visité de nuevo la arena, solo que esta vez no tenía mucho tiempo para charlar con mi madre y me levante con una repentina agilidad.
Saqué la catana de la base de la mochila y la hice silbar en el aire.
Primera advertencia.
- ¿Qué es? - dijo uno de los muchachos algo nervioso.
- No sé... Está muy oscuro - respondió otro.
Segunda advertencia.
- ¿Qué es? - insistió de nuevo. Pero ya no obtuvo respuesta.
En pie, solo quedaban tres.
- ¿Miguel....? ¿Qué te pasa Migue....
Tercera advertencia.
Dos.... solo dos.
- ¡Mierda! Yo me voy - gritó con cierta histeria el de las cadenitas antes de regalar su último soplo a este mundo.
Cuarta advertencia....
El último de los muchachos trataba de arrancar la moto con gran ahínco; parecía como si lo persiguiese el diablo. Sin embargo, que curioso, en ese preciso momento, cuando más necesitaba de su montura para alejarse del infierno, esta parecía reírse de él.....
Blogloglogloglo.....Blogloglogló....
- Ahogada - le dije socarronamente - Está ahogada.
Miré el terror de sus ojos. La Luna se reflejaba agónicamente en un iris empantanado por la certeza de quien sabe que va a morir.
- Isis, madre de todos los demonios...
Quinta.... última advertencia.
Y salí corriendo de allí para ocultarme en una pequeña gruta que había entre las rocas. Mis enemigos estaban muy cerca.... podía olerlos, y mi velero bergantín, muy lejos...
Contuve la respiración cuanto pude y recé durante toda la noche para que no me encontraran.
Al amanecer, cuando supe que Vagainmundo seguía siendo un hombre afortunado, me santigüé de abajo arriba y de izquierda a derecha hasta dibujar seis cruces.
Y salí hacia la playa.
En la arena no había restos de ninguna batalla... Solo cuatro desafortunados cuerpos que, descabezados, bailaban al son de las olas.
He renegado en tantas ocasiones del placer que ya solo disfruto con el dolor.
Los incólumes ángeles blancos me han apresado en plena travesía mesetaria cuando me dirigía hacia la capital y me llevan hacia el purgatorio.
Unas correas de cuero me sujetan sobre la camilla mientras el gota a gota se balancea sobre mis ojos.
En la parte trasera de la ambulancia en la que viajo me acompañan tres adoradores de la cruz roja que, hipócritas, fingen preocuparse por mí.
No obstante, trato de sacar provecho de la obligada situación y disfruto de las diversas drogas que han emponzoñado la sangre de mis venas. Ya llegará la ocasión en que pueda abordar su irredenta bondad... en que pueda aprovechar las fisuras de su honesta perseverancia para poder regresar junto a los míos.
- Isis...
- ¿Quién es esa Isis? - dice la única mujer del grupo.
- Una diosa Egipcia - le responde un compañero.
La miro fijamente, sin parpadear.
Ella se da cuenta, pero lo disimula.
- ¿Y porqué la nombra continuamente?
- Es su madre...
- ¿Qué?
- El tipo es huérfano de madre y se ha inventado el rollo de Isis para suplir su falta.
- Curioso - dice ella.... por sus labios... sedosos.
- Puta - le susurro con cariño.
Un tanto ofendida, la mujer se acerca al gotero, abre un poco mas la espita del líquido, y un mar de sueño inunda todo mi cuerpo.
Maravilloso.
Es un buen momento para pelear con mis pesadillas:
Me arranco la camisa del cuerpo y delante de una imagen de la Virgen María empiezo a lacerar mi espalda hasta despertar a todos los vampiros sedientos de mi alma. El primero: mi padre, que veloz ha acudido a lamer los surcos que dibuja mi líquido vital.
- Hijo mío.... ¿En qué te has convertido?
- En tu peor imagen.
- Yo solo quería que fueras un vulgar ladronzuelo.
- Ellos no me han dejado.
- Ellos...
- Si, padre. Son Cristianos...
- Comprendo.
- Se inmiscuyen y abordan. Son conquistadores. Me han clasificado en el margen oscuro y quieren derrotarme.
- Ríndete, hijo.
- Ya me he rendido... Pero Isis no.... no deja que Vagainmundo desaparezca. Soy uno de los pocos que puede hacer resurgir la realidad... y un día, cuando nos reunamos...
Mi padre sonríe. Me fijo en las numerosas cicatrices que atraviesan su cara y me doy cuenta de que estoy hablando con un muerto.
- Adios padre.
Y la sonrisa de mi padre surge bajo el rostro de mi primer tutor... El tirano Dominico Aurelio que me adoptó como su criado.
- ¿Qué diantres haces miserable? ¿No tienes otra cosa que hacer?
Me encojo como un perrillo y espero a que me atice... pues siempre tengo la culpa.
- ¡Demonio! ¡Qué eres un demonio!
- Perdóneme...
- ¿Dónde está el queso y el pan? ¡Ya te los has comido, maldito!
- No... Pero....
- ¿Qué?
Y cuando se acerca, le beso la mejilla.
Recibo un guantazo que me arroja sobre las tablillas del suelo y susurro aquello que nunca quiere oír:
- Lo quiero... Yo lo amo padre Aurelio... Deseo mojarme con usted....
- ¡Cállate! ¡Demonio!
Y le enseño la carne de mi pene mientras susurra el nombre de su dios por encima de sus vetustas gafas.
- Fantástico - digo.
Y despierto en la ambulancia.
- ¿Qué es fantástico? - me pregunta el ángel que me cuida tras descuidar su lectura.
- Ser aborrecido por quien te ama.
Se queda un poco traspuesto con mis palabras y, quitándoles importancia, reanuda su viaje por las páginas de un estúpido libro.
- ¿Porqué tardamos tanto? - le pregunto.
- Están comiendo... Estamos en una estación de servicio y los demás están comiendo.
Sonrió. Mi ángel parece una buena persona.
Peor para él.
- ¿Podías ayudarme? - le digo educadamente.
- No - me responde con sequedad.
- Tengo llagas.... amigo...
- Ya te las curaran.
- ¿No sabes lo que es eso, verdad?
- Lo sé... pero cállese. Ya se las trataran en la clínica.
- ¿Clínica... ? Antes lo llamabais manicomio.
- Lo que tu quieras - me dice de mala gana.
Sin embargo, yo continuó hablando de mis llagas, de mis problemas estomacales.... incluso le cuento un chiste que le hace gracia.
- Si solo pudieras moverme un poquito - le digo finalmente.
El ángel suspira y niega mi petición con un cierto pesar.
Una lágrima recorre mi rostro hasta fundirse entre mis sucios cabellos.
Trato de hablar y no puedo.
- ¿Qué?
De repente me he quedado sin voz, completamente afónico.
Unos espasmos nerviosos sacuden mi cuerpo.
Se acerca y me agarra por los hombros. El movimiento es incontenible. La camilla está a punto de salirse de su sitio.
- Mierda - dice el ángel.
Y entonces, cuando está lo suficientemente cerca, le muerdo en el cuello con fuerza y un chorro de sangre caliente mancha mis labios.
El cerdo grita.
- Suéltame - le ordeno.
Y, despavorido, dando tumbos, sale corriendo de la ambulancia y deja las puertas traseras de la ambulancia abiertas.
Se que dispongo de muy pocos minutos.
- ¡Socorro! - grito -. ¡Socorro!
Un joven acude veloz a mi llamada.
- Ayúdeme.
- ¿Qué pasa? - pregunta extrañado, sin llegar a subirse a la ambulancia.
- Es una urgencia... Debe sacarme de aquí.
Duda. El joven duda demasiado y, cuando por fin accede al interior del vehículo, distingo las siluetas de los demás ángeles recortadas en el exterior.
Si hubiera dado con un niño... o con un anciano... quizás hubiera sido Vagainmundo otra vez.
- Lárgate capullo - le digo entonces al sorprendido joven.
Miró sonriente a mi ángel femenino, relamo la sangre que pinta mis labios, y espero tranquilo a que abra la espita de mis sueños.
- Venga puta, que tengo sueño.
El purgatorio es un lugar demasiado limpio. Todos los ángeles hacen hincapié en la limpieza y las únicas inmundicias que acabas mirando son los moradores del mismo: silenciosos policías que te espían desde la esquina, deportistas de élite que quiebran a los fantasmas, inquisidores de mil preguntas sin sentido, y peligrosos criminales que se esconden bajo la capa de la locura... Junto a ellos, pobres diablos de mirada encarnada a los que alguna enfermedad ha confinado lejos de sus familias.
Una pena, tanta inmundicia, tanta suciedad, pero los santos ángeles han puesto a nuestra disposición una jaula de oro en donde escondernos del resto de la humanidad y, con resignación, nos aprestamos para las curas.
De sobra saben que soy una buena persona. Apenas llevo aquí cien días y casi he borrado la mala imagen que provoqué el mismo día de mi ingreso, cuando mordí sin querer a aquel pobre ángel en la ambulancia. Los fármacos provocan toda clase de alucinaciones y yo mismo fui objeto de una de ellas...
- ¿Verdad, señor doctor?
- Claro, Eugenio, claro... Debes controlar tu alimentación y empezar con el deporte.
- ¿Me van a dejar salir al patio?
- Si....en el primer turno, a las diez de la mañana.
- Gracias, señor doctor. Dios se lo pague.
Y me levanto, ocultando una sonrisa...
Dios se lo pague, Dios se lo pague, Dios se lo pague....
Al salir de la consulta, un ángel me acompaña por los pasillos. Las visitas al jefe son todas guiadas y los demás enfermos me observan con curiosidad cada vez que hago tal viaje. Son conscientes de que escondo algo, aunque no saben que, y me miran de reojo. Vagainmundo es una gran incógnita dentro del purgatorio y, pobres diablos, sino me tuvieran tanto miedo, solo tendrían que preguntármelo.
- Bien-aventurado, el hombre que no anduvo en consejo de impíos, y en camino de pecadores no se paró, y en cátedra de pestilencia no se sentó.
- ¿Qué dices?
No le respondo. Es tan estúpido mi acompañante que no me merece el menor comentario.
Por la amplias cristaleras veo como las nubes ciñen el sol contra el cielo: los últimos avatares del invierno que luchan contra la llegada del buen tiempo, por lo que empiezo a calcular las posibles rutas de mi camino.
Me encierran en la cueva: una habitación acolchada y sin objetos; un lugar placentero para quien no tenga nada que hacer: silencioso, templado, con una luz tenue y amarilla que me convierte en el sano adorador de mi señora durante todas las horas del día.
Mi madre me visita continuamente. Está preocupada por mi tardanza entre los nuestros y no hace más que azuzar mi indolencia, reprochar mi falta de astucia al dejarme capturar por ellos....
Mi madre es muy buena, sabe como revolverme por dentro y hace que los resentimientos se desborden por encima de mis cabales... sino, como querría irme de este paraíso, de esta habitación acolchada en donde están convirtiéndome en un hombre.
No obstante, a la noche, apagan las luces y solo me oigo a mi mismo... el lento latido de mi corazón, el respirar profundo, y el miedo.... el pánico de saber quien soy. Por lo que solo me queda rezar.
Y ver.....
Un barco vikingo atravesando la niebla... Una sirena de ambulancia... Una mujer desnuda, corriendo... Un ejercito de muertos saliendo de una ciénaga....Todos mis enemigos rodeándome... El silencio, en el desierto...Y luego, una ciudad, repleta de vida, de hombres y mujeres esperando una respuesta que nunca llega, de almas en pena que se ahogan en la civilización cristiana... la maldita simiente que plantó Jesucristo en el mundo y que dividió a los hombres entre buenos y malos. El que puso el acento sobre el pecado, El que dio perspectiva del pasado, El que murió en la cruz para redimirnos de lo nuestro en pos de lo suyo: Un infierno terrenal hecho a su medida... repleto de ángeles que te señalan con el dedo:
- Ese es bueno, ese es malo, ese es bueno, ese es.... - susurran ellos, los que sujetan los pilares del cristianismo, el occidente magnánimo que se inmiscuye en la intimidad de las personas.
Y me hacen llorar. Su heredada terquedad me hace llorar.
- ...Os degollaré, os degollaré - susurro entre lágrimas.... -. Pronto.
Pronto.
Mis amigos están preparados. Son los habitantes del purgatorio y, aunque se comportan como si fueran mis siervos, prefiero considerarlos solo como amigos. Así, cuando los abandone, sufriré con gusto el dolor de mi traición.
Empezamos:
Beni es un gran actor y, sino fuera por una demencia paranoide que lo sume en una aguda esquizofrenia, estaría trabajando de titiritero en cualquier teatro. Le hago un simple gesto con la mano y cae fulminado en medio del patio.
Adan, el italiano, un repugnante violador al que le he prometido una joven virgencita, se acerca veloz junto a Beni y, alarmado, gritando como un poseso y de forma atronadora, dice que está muerto.
Por detrás, se produce un alboroto. Todos lamentan lo sucedido, echándose las manos a la cabeza.
Mientras, Dumbo se sube encima de Kubala, arrimándose contra la pared, y cubre la cámara de vigilancia del patio con una camiseta de los Sex Pistols. Después, saca del bolsillo un pequeño mechero que yo mismo le he robado al jefe y dirige la llama hacia el pitorro de un detector de humos situado en la misma entrada.
Salta la alarma.
A los dos minutos, tres ángeles y un guardia de seguridad pasan como un suspiro por mi lado y se dirigen hacia el centro del patio, en donde se encuentra Beni. Un segundo guardia se asoma desde la azotea, contemplando toda la escena con gran diligencia, comentando la situación por un teléfono móvil.
A lo lejos, se oyen las sirenas de los bomberos.
- Capullito - grito con mi voz mas aguda, mirando hacia el cielo... hacia las insinuantes y algodonosas nubes que lo decoran.
Beni escucha la clave que habíamos acordado, deja de hacer el muerto, y se levanta como si nada, sacudiéndose las hierbas secas del pantalón y como si unos segundos antes estuviera echando una siesta, tranquilamente.
Los tres ángeles y el guardia se ven sorprendidos por lo que acaba de hacer Beni y, tras la estupefacción inicial, sonríen sin mucha gracia, su tensión se relaja hasta hacerles bajar la guardia y, sin darse mucha cuenta de lo que sucede, mientras aun desaprueban la actitud de Beni, se encuentran completamente rodeados.
- Ahora - digo.
Y los quince o dieciseis enfermos mentales a los que he embaucado con mis patrañas se desinhiben de todos sus complejos y, como si fuera una cura en una sesión de psicoterapia, empiezan a golpear a sus carceleros con saña, resarciéndose quizás de los malos tragos que les han hecho pasar.
- Baje por favor. Los van a matar - le digo entonces al guardia de la terraza, con un tono apremiante, para que no piense demasiado, pues no vaya a ser que por su cabeza se cruce una idea lúcida, precavida.
Y el muy idiota baja, atraviesa la puerta como un cohete y se topa conmigo.
- Estás muerto - le digo un segundo antes de confirmar mis dos palabras.
Gracilmente, le rompo el cuello, sin que apenas se dea cuenta, y anoto tal detalle en mi cabeza, como si fuera un favor personal mientras cae... muerto.
Un poco más adelante, los tres ángeles y el guardia reposan sin sentido sobre la hierba del patio. Mis amigos tienen más decisión de lo que piensa el jefe y así me lo han demostrado. Estoy verdaderamente orgulloso de todos ellos, de la asquerosa inmundicia que representan allí unidos.
- Desnudad a ese - le digo a Dumbo y a Kubala, señalando a uno de los ángeles caidos que, mas o menos, tiene mi misma estatura.
Cinco minutos después, cuando entran los bomberos en el recinto, yo personalmente, con mis ropas de ángel, les abro un par de puertas y les señalo el posible lugar del inexistente incendio.
El jefe, el gran doctor, contempla todo el ajetreo desde su despacho y no se siquiera si responde al saludo que le lanzo desde el aparcamiento del purgatorio antes de subirme al volante de una furgoneta de la cruz roja.... seguro que no: Es un hombre muy atareado, quizás muy poco dado a las despedidas.
Evidentemente, no me he acordado de que me firmaran el alta, aunque estoy complentamente seguro que de allí salgo recuperado del todo, completamente rehabilitado, y supongo que eso es lo único importante.
- Isis....
Los vientos me son favorables.
He estado fuera de este país durante seis largos meses, disfrutando de las peculiaridades de los seguidores de Alá, envíando a alguno que otro a disfrutar de su erótico harén celestial, y mostrando al desierto cuan desagradable puede ser la recia pisada de un demonio.
Aunque no es empeño de mi voluntad regresar a la tierra de mi padre y empezaba a integrarme en la sociedad de los almuedanos, la llamada de quien dirige mi destino me hizo cruzar el estrecho de Gibraltar y desembarcar a la postre entre los hijos de esa prostituta llamada Europa.
Mi aspecto es ahora saludable. Dispongo de una piel tan curtida como la del buey y mi cabello es largo y seco, a prueba de cualquier picadura de insecto. Mi rostro vuelve a asemejarse al de mi difunto progenitor y los pulcros hombres occidentales, quizás por mi buen olor, se sienten incómodos a mi lado.
Todo sigue igual, o parecido, por lo que, a pesar de Alá, ya siento nostalgia de todo lo que queda detrás de mi, en la inagotable tierra amarilla de la madre Africa.
Aquí hay más alfalto sobre los caminos, más vehículos sobre el asfalto, y el movimiento es una exagerada ley de obligado cumplimiento
- ¿Te acerco?
Lo miro. Es un hombre de mediana edad, con un rostro bonachón que irradia una cierta alegría en sus sonrosadas y prominentes mejillas.
- ¿A donde vas?
Yo no le he pedido nada, ni siquiera hacía de autoestopista. Sin embargo, ha detenido su camión del reparto a mi lado.
Me subo.
- ¿De donde eres? - pregunta.
En el interior suena una ópera; no logro distinguir cual... y apagó la radio o le bajo la voz, no se; pongo las sudorosas botas llenas de polvo encima de la guantera del salpicadero, echo el sombrero encima de mis cansados ojos, y me dispongo a descansar.
- ¡Oiga...
Y duermo, a pesar de su airada protesta, con ganas.
- Oiga - me sacude el hombre una hora mas tarde.
Y me despierto.
- Hasta aquí llego por hoy, amigo. Debe bajarse - me dice diligentemente, con suavidad, sin apurarme.
Lo contemplo por el rabillo del ojo, sin asustarlo demasiado, y veo como una gota de sudor le resbala desde la frente hasta la rolliza papada.
- ¿Qué reparte? - le pregunto.
- Patatas.
- ¿Nada más?
- Llevo un par de sacos de pan para la tienda del pueblo.
- Pan y patatas - me digo en voz alta.
- Si quiere... coja una barra - me dice el hombre, que está deseando que me baje y, seguramente, jurando y perjurando por sus adentros que no le va a parar a nadie nunca mas.
- Gracias - le digo -. Es usted muy amable.
Y tras coger una barra de pan tan gruesa como el brazo de un hombre, me bajo, le extiendo la mano al buen hombre y se la estrecho como caballero que soy.
- Sálvese - le digo desde el arcén del camino.
- Claro - me responde al mismo tiempo en que le da un buen acelerón a su vehículo.
Pan y patatas, pan y patatas, pan y patatas...
El camino es largo y duro, y no hay como un buen estribillo para suavizar el recorrido.
Miró hacia la sierra montañosa que viste el norte y cojo un sendero que, zizagueante, se dirige hacia ella. Se que los ángeles no gustan de la naturaleza salvaje y, si tengo suerte, podré reunirme con alguno de los míos. Mientras, arranco la miga del interior de la barra y me como la corteza sobrante a la salud de todos cuantos por mi se han marchado de este mundo.
Siento una extraña felicidad al caminar por entre las zarzas y empiezo a presentir sucesos futuros que me rediman de la agónica soledad en la que vivo.
Necesito de alguien a mi lado. Quizás una mujer sin demasiados escrúpulos, una mala arpía que sonría por la mañana mientras sujeta una daga entre los dientes... una mujer que comprenda la situación en que me encuentro y que, como yo, adore a mi madre... En fin, una de las mías, capaz de verter la sangre por encima de cualquier inocente antes de fornicar con cualquier demonio.
En fin...
Al caer la noche se me agudizan los sentidos. Mi alma es nocturna desde que era un crío, cuando vivía con el tirano Dominico Aurelio, y disfruto como las alimañas del manto oscuro y protector.
Por eso, cerca de un risco empinado y rocoso, olisqueo una extraña presencia en el ambiente y dejo que mis instintos me guíen hasta dicha anormalidad.
Se trata de un campamento. Una extraña tribu urbana que no se como catalogar hace sonar sus istrumentos alrededor de una hoguera y, entre gritos y sonrisas, beben exageradamente de dos o tres botellas. El calor los invita a estar desnudos y, desde el parapeto en donde me coloco, contemplo maravillado los dibujos que estampaban la piel de esos individuos: Cruces diábolicas apoyadas sobre dos puntos, los seises del diablo pintados de rojo, espinas que rodean los biceps de los hombres, serpientes que reptan por los torsos de una mujer.... y en los brazos, en el cuello, y como adornos de todos ellos, colmillos atravesados por un cuero sin curtir... Se trata sin duda de auténticos apócrifos de la civilización, renegados como yo de la sociedad, y solo me falta saber si son de los míos.
Son ocho. Están borrachos. Uno de ellos no se tiene en pie y, tras alcanzar la verticalidad, cae de nuevo al suelo. Tres son mujeres, y las tres son bellas. Tienen instaladas dos tiendas de campaña y de una a otra han tirado un cable para tender sus trapos. Los macutos, cantimploras, y demás enseres, se apoyan contra una balsa neumática que está medio desinchada, dada de vuelta sobre la hierba. Clavados en un cepo, un par de machetes, y encima del mismo cepo, una pequeña pistola que parece de aire comprimido.
Están muy confiados y en fiesta y, si son de los míos, no se si mereceran mi saludo. De todas formas, después del recato y del pudor africano, se me van los ojos hacia los pechos de las tres mujeres y acabo bajando los pantalones.... Encuentro el bicho entre las piernas y, poco a poco, empiezo a estrujarlo con la mano. Tarda un buen rato en endurecerse pero, cuando se empina, pierdo noción de donde estoy y empiezo a caminar hacia el campamento como un sonámbulo.
Supongo que asusto a los presentes y, cuando salgo del trance, después de mojar la tierra con mi semen, me veo rodeado por los machos de la pequeña tribu.
- ¡Es un puto vagabundo! - dice uno de ellos.
La simple descripción de lo que soy por parte del que ha hablado parece tranquilizar a todos los demás y una de las chicas incluso suelta una risita.
- ¡Se la estaba meneando el hijo de la gran puta!
- Señores, tengan piedad de este pobre hombre - digo con mi voz trágica, la que utilizan los niños para disculparse.
- Dejad que se vaya - oigo por detrás de mi de una de las féminas.
Me vuelvo. Es toda una hembra, de grandes mamas y amplias caderas. Tiene la cabeza afeitada y la cara llena de remaches.
- Gracias señora - digo anticipándome a cualquier decisión, dando por buenas sus palabras, y echando a andar.
- Eh - me gritan los demás, obligando a detener mi marcha.
- ¡Quieto ahí gusano!
Quizas acaban de sentenciarse.
Me miro las palmas de las manos y las elevo hacia el cielo, realizando una ofrenda espiritual.
No obstante, no tengo aun muy clara la decisión; si mandarlos al infierno directamente o estudiar antes su atrevimiento.
Finalmente, pospongo el derramamiento de sangre para mas adelante.
- ¿Qué quereis? - pregunto amenazante, susurrando entre los dientes y alzando el mentón como si este fuese un baluarte.
No recibo una respuesta... inmediata. Extrañados por mi nueva aptitud, desafiante, se impone el silencio en el grupo. Contemplo sus rostros, alterados por el reflejo de las llamas, y veo que son más jóvenes de lo que creía, con ropas que solo disfrazan sus cuerpos.
- ¿Qué quereis? - repito divertido, dando un paso hacia adelante, hacia ellos.
Las brasas, crepitando donde la hoguera.
- Puede contarnos una historia - dice la chica sin pelo, inteligentemente, rompiendo el silencio y un poco nerviosa.
Me gusta. Esa chica me gusta.
- ¿Cómo te llamas? - le pregunto.
- Irene - me responde, bajando la mirada... su tierna mirada.
- Paz - musito.
Me acerco a su lado y noto una cierta tensión en el resto del grupo. Quizás alguno tiene demasiada prisa en morir.
- ¿Qué quieres que te cuente, Irene?
- ¿De donde vienes... donde has estado?
Coloco los dedos índice y corazón delante de mi cara y, como si fuera a pasar la página de un periódico, mojo ambas llemas con la punta de la lengua, cruzo las piernas como un alfeñique, tal si fuera un muñeco arlequín, y me siento en el suelo sobre mis posaderas.
- Sentaos - ordeno.
Y obedecen... Alguno entre risas y alguno, debido a cuanto licor llevaba ingerido, con gran pesadez. Ella, Irene, sin embargo, suspira, como si supiese que su vida se acaba de alargar cuando menos unos minutos.
Empiezo:
- Cristo, redentor de todos los pecados, causante del mal. Cristo: el problema, la enfermedad, el fin de la humanidad y de todos sus individuos... Un faro situado al borde del abismo, embelesando la historia con la piedad, y plantando su simiente en occidente para extenderla de norte a sur y de este a oeste. Cautivador del destino... Vosotros sois la prueba: mismos miedos, mismos deseos, mismos sentimientos de culpa o remordimientos. Una conciencia única clavada con la cruz de ese impostor.
Los miro. Veo que escuchan mis palabras, aunque no creo que las comprendan.
- Isis, madre de todos los demonios, creadora del infierno y de todas sus puertas... Si pudiérais ver lo que yo veo: un mundo encadenado, rígido, yermo de hombres y mujeres, que viven como autómatas... vidas enteras desperdiciadas en pos de la nada... Si pudiérais ver lo que yo veo, mancharíais la tierra con la sangre liberadora de vuestros prójimos hasta empantanar el mundo de dolor... el dolor redentor de todas las miserias.
Me levanto. Los miro, uno a uno, y me miran.
No merecen morir. Son tan jóvenes y han sido tan educados conmigo.
Sin embargo, me puede el deber. Saco la catana de la mochila y le rebano el cuello a los dos jóvenes que considero mas enteros... de hombría, también de sobriedad.
Dos menos.
Aullo como un lobo, se produce el alboroto, sucede el despertar, y una de las chicas grita histéricamente... por poco tiempo.
Quedan cinco.
Y así, de un modo extremadamente sencillo, despueblo la pequeña tribu. El miedo, el alcohol, y la sorpresa, paralizan cualquier reacción defensiva por su parte y apenas tengo oposición o lucha.
No obstante, cuando no escucho otro aliento que el mío, hago un rápido repaso visual sobre los cadáveres allí amontonados y caigo en la cuenta de que me falta uno... él de Irene.
- Bonita, bonita, bonita - le susurro a la Luna, ahora como un lobezno.
Me fijo en el cepo y veo que falta uno de los machetes.
Sonrío. Mas que preocupado, me siento bien, muy bien, complacido por su intrépida evasión
- Bonita, bonita, bonita. Auuuuuuuu.....Ven con papaito, ven bonita.
El bosque es un punto de origen primigenio, el lugar ancestral. Enaltecidos, los sentidos renacen de su adormilado letargo y por eso los cristianos huyen de tanta espesura, buscando luz, grandes claros en donde ninguna sombra amilana sus almas temerosas... cobardes.
El bosque es mi amigo, por lo que, enfundado con la tranquilidad que me inspira su compañía, decido dar una oportunidad a la superviviente, a Irene: Con los ojos cerrados, me coloco enfrente a la hoguera, orino sobre la misma, y espero allí mismo, a que sea valiente y atrevida. A la luz de la lumbre, me convierto en un blanco perfecto: si ella está cerca, no va a tener otra oportunidad igual para clavarme el machete. Mientras tanto, recorro en mi imaginación su insinuante figura, la suavidad de la blanca piel desnuda; cuento sus curvas, sus gestos, todos los remaches que atraviesan su rostro, y percibo el miedo irracional que debe estar padeciendo, sabiéndose muy cerca de un demonio, desamparada en medio de la nada y con la imagen de sus difuntos amigos plasmada en rojo sobre su retina.
Con la ceniza aun húmeda por la orina, pinto tres cruces en mi cara: una en cada mejilla y otra, un poco más grande, en la cara. Miro al cielo y atisbo la llegada de un nuevo amanecer en el incipiente resplandor del horizonte.
Me dispongo pues para la captura.
Ella tiene dos posibilidades evidentes: O ascender por las abruptas rocas de la sierra, en cuyo caso, indefectiblemente, acabará en mis manos; o elegir el camino del descenso por donde yo mismo he llegado, hacia la meseta: un lugar despoblado de vegetación y en donde su bonita figura sería lo más destacable en varios kilómetros a la redonda.
Puede, también, quedarse quieta, intentando pasar desapercibida entre unos matorrales y esperando que, hastiado, abandone su busqueda... Pero no es tan tonta, o eso creo: Irene captó desde el primer momento el brillo de mis ojos y por nada del mundo quiere estar cerca de Vagainmundo... Por nada.
No obstante, de repente, hay algo que no me cuadra, que no coincide con todo lo que llevo articulado en torno a la huida de Irene... Me fijo en la balsa medio desinflada que tengo delante y...
Grito como un animal.
Amanece.
Maldita mi estampa.
Subo por la empinada ladera de un cúmulo rocoso, apurando el paso y dejando abajo, muy abajo, el desolado campamento en donde he pasado la noche. Debo llegar cuanto antes a la cumbre, cuanto antes, y no dejo ni un respiro entre las profundas bocanadas de aire que, con su fuerza, hieren mis pulmones.
Así, cuando estoy en lo mas alto, me arrodillo sobre el granito del suelo y miro hacia el horizonte:
A mi pesar, veo un río en la lotananza.
Me humillo mil veces y de mil maneras por la estúpida confianza de la que he sido cautivo durante la noche y caigo en la cuenta de que esa astuta mujer se me puede ir de las manos. He perdido unas horas valiosas regocijándome de mi superioridad y el río, raudo y veloz, desliza sus aguas lejos... lejos de mi.
Estoy cerca. Lo presiento. Estoy cerca de tí... Irene.
Han pasado dos años desde el día en que te conocí, allá en medio de la verde naturaleza, cuando estabas con tus amigos junto al caudaloso río por el que lograste evadirte de mí.
Fuiste una chica lista, muy lista, y tuve que huir luego, antes de que llegaran los malvados guardianes de la ley quizás por tierra y por aire, no los llegué a ver, y antes de ser atrapado como una miserable alimaña.
Busqué refugio entre la humanidad... ¿Dónde sino se podía ocultar mejor Vagainmundo? ¿Donde sino en la capital de España, entre personajes tan grotescos y extraordinarios como yo... por el metro, por los sucios suburbios de las afueras, junto al gran basurero municipal...?
Pero ahora estoy cerca.
Antes de huir del campamento en donde te conocí, tuve la paciencia necesaria para registrar las pertenencias de los muchachos y obtuve como un gran regalo el documento nacional de identidad... de ti, querida Irene.
Así, desde hace dos años habitas entre mis pesadillas y, según pasa el tiempo, mirando ese DNI, tus ojos me miran miserablemente, de forma obsesiva, pidiéndome a gritos que te aniquile de una puñetera vez. Menos mal que suelo hacer bien los deberes y ya estoy en el pueblo en el que nacistes Irene: Se llama Piedrahita y pertenece a la provincia de Avila. Tiene cuatro o cinco mil habitantes, está situado junto a la sierra de Gredos, y en esta época del año, época de semana santa, tan cristiana y devota por la resurreción de Cristo, el pueblo se llena con todos los parientes venidos, como yo, de Madrid.
Son las doce de la noche.
- ¿La casa de los Silva? - le pregunto al tabernero.
Este me mira de reojo, desconfiado.
- Vengo a trabajar para ellos - explico.
- Aquí hay muchos Silva, señor. Además... - me señala el oscuro exterior, y añade -: Es muy tarde para presentarse en casa de nadie.
Eres idiota, pienso, aunque no te lo digo.
- ¿Lorenzo Silva? - pregunto de nuevo, acordándome del nombre del padre de Irene.
Un cliente que está a mi lado, tomando un vaso de vino con gaseosa, detiene el vidrio en el aire y me dice:
- ¿ El Lorenzo... el encargado de la finca de la Diócesis?
Asiento, aunque no estoy seguro.
- ¿Y vienes a trabajar en esa finca?
Asiento de nuevo.
- Trabajo hay.... joer... si hay... Pues aun te queda un buen rato hasta allí.
- ¿Luego?
- La finca está pegada a Zaperdiel de la Cañada, a unos doce o trece kilómetros de aqui.
- ¿Hacia Avila?
- No, pal norte. Hacia Peñaranda de Bracamonte.
- Gracias - digo solemnemente, quitando el sombrero de la cabeza, y saliendo de la ajetreada tarbena en la que me encuentro.
Dos horas de caminata después entro en un pequeño pueblo. Carece de alumbrado público, las casas son en mayoría de planta baja, y sus habitantes dormitan tranquilamente. A la entrada misma del pueblo me siento sobre una roca desnuda, contemplo el firmamento, y veo tu rostro, madre, dibujado en las estrellas. Estás tan satisfecha de mi persistencia, brillas tanto esta noche, que por seguro esperas que, en sacrificio, te ofrezca hasta la última gota de sangre de esa chica.
Amanece. Es la hora.
Sin embargo, noto algo extraño. No oigo ruido alguno, y hasta en las cuardras, el ganado permanece en silencio. Golpeo suavemente sobre una vieja puerta de madera y nadie me responde. Repito lo mismo en la siguiente casa.... y nada.... y en la siguiente.... nada. Una gastada puerta de aluminio, decorada con una docena de pegatinas de las diferentes marcas de helados, de pipas, de golosinas, me dice que estoy ante la tienda-taberna del pueblo. Empujo la puerta, pero no, también está cerrada.
Empiezo a desconfiar.
Recorro las empedradas calles del pueblo, algunas de auténtica roca viva, y entro en la plaza principal del pueblo, situada junto a la Iglesia.
Miro a mi alrededor, y tiemblo.
Un ligero sonido, apenas perceptible, comienza a resonar por entre las calles que confluyen hacia la plaza en la que me encuentro. Es como un retemblar, ligero, muy tenue, pero que va aumentando en intensidad.
De repente, apareces tú.
¿Qué está pasando?
Apareces vestida con un simple camisón, un camisón largo, blanco, rasgado a la altura de tus costillas.
Irene.
Y detrás, golpeando unos bastones, golpeando los mangos de las azadas, de los aperos de la labranza, contra la dura roca del suelo, aparecen hombres, mujeres, ancianos y niños. Golpean una y otra vez en el suelo y se acercan a la plaza, por todo mi derredor,en muchedumbre. Golpean y golpean. De sus cuellos prenden unas largas cadenas y van descalzos.
Al frente de todos ellos, un viejo cura sin crucifijo porta en sus brazos el cuerpo de un cordero muerto y degollado.
Caigo en la cuenta de que me estabais esperando, que no estoy en una procesión de semana santa, y se que estoy llegando al fin.
En vuestros ojos, tan tranquilos, solo veo una determinación:
Enviarme al infierno.
Me veo rodeado. Saco la catana de la mochila y, antes de que ésta atraviese cuerpo alguno, recibo mil bastonazos.....
Cuando recupero el sentido veo el atardecer: enrojecido, fugaz, demasiado rápido.
Miro hacia el suelo, hacia mis pies sangrientos, y te veo querida Irene.
- Hola - digo.
- Hola - me respondes.
Sonrío. Sonrío desde la cruz en la que me han clavado. Sonrío, y tu compartes mi sonrisa.
- Por fin.... Por fin te encuentro - digo, con la voz quebrada por la emoción.
- Si.
- Pensé que nunca os encontraría.... Sois de los míos.... Sois los míos.
- Bienvenido - me dices, con dulzura.
Soy feliz. Por fin estoy entre los míos.
Coges una hoz, apoyas el filo de su aguda punta en la boca de mi vientre, y clavas con fuerza.
Siento el frío metal en mi interior.
Tiras de la hoz hacia abajo y abres mi barriga en dos, despanzurrando mis entrañas con violencia y hasta que estas, sin sujección alguna, caen en el sucio suelo, junto a la base de la cruz.
Miro al cielo, noto ya que me sobra todo el aliento, y recito tu nombre por última vez:
- Isis, madre de todos los demonios....
Fin....
domingo, abril 20, 2008
El mensajero de Venecia
Disculpen mi mala letra; esos borrones que se disipan por toda la página, e incluso la torcida horizontalidad de los renglones…. Disculpen. Pero no puedo sino escribir desde la grupa de mi caballo y no siempre el pulso de mi mano se acompasa con él de la bestia que me traslada. Llevo varias semanas persiguiendo el amanecer y quizás lo persiga durante el resto de mi vida.
Y todo por culpa de unas palabras, de un escrito que quizás nunca debí leer, pues en tan curiosa hora se me ocurrió echar por tierra mí trabajo al posar mis ojos sobre el canto de una sirena:
Yo era un hombre feliz, afortunado con la cómoda dicha que me había tocado vivir. Y aunque era un simple mozo al servicio del Archiduque de Venecia, destinado en el correo entre los distintos estados de Italia, mi juventud y gallardía, y los cuatro ducados que portaba, me hacían sentir como un príncipe viajero cada vez que entraba bajo los arcos de una posada o de un palacio. Las criadas estaban pendientes de mis largas zancadas, de mi ligero porte reverencial, o de mi voz juvenil anunciando el correo, y no tenía ninguna otra ambición que superase tan pequeñas idolatrías, por lo que, con eso, con la mirada atenta de las muchachas y con una buena cama donde echar a descansar mi osamenta, era suficiente para mí.
No obstante, mi duquesa, la señora Enriqueta, la más bella de las princesas de Palermo, enfermó repentinamente de la cabeza, o eso me dijeron, y se le dio por escribir cartas de amor…. Docenas de misivas de amor dirigidas hacia un destino que aun hoy desconozco.
Evidentemente, Andrea, el archiduque, no consintió que ni una de esas cartas saliese de palacio, dando una orden estricta al respeto a todos sus vasallos, y el problema pareció zanjado con tal precaución. Y digo pareció, porque al cabo de unos días la duquesa se hizo con una excelente compra de cristallos, de vidrio Lombardo, mucho mejor incluso que el que provenía de la isla de Murano, y cuando todos creíamos que aquella cristalería descansaría junto el gran capital de la señora, donde los metales y las telas, ésta empezó a utilizar los recipientes de cristal como si fueran los mensajeros de sus cartas, tirando dichos recipientes sobre las suaves olas del mar de Venecia y a modo de pequeños barcos que navegaban sin destino desde la vera de palacio.
Cuando el duque se enteró de tal faena, siendo consciente de que le iba a ser muy difícil frenar la astucia y las argucias de su mujer, consideró que no debía reprenderla ni con palabras ni con hechos y me encargó la extraña tarea de recuperar todas cuantas botellas tirase su esposa a las mojadas fauces del mar. Así pues, puse mis cinco sentidos sobre tal tarea y a veces, la mayoría, logré recuperar las cartas con una gran facilidad. Mi señora solía lanzar la botella cuando oscurecía, se quedaba un rato contemplando como ésta se alejaba de palacio y, cuando la perdía de vista, se retiraba a sus aposentos. Yo salía entonces con mi caballo, como si fuera a repartir el correo, y en el otro lado de la ensenada, antes incluso de que la botella cruzare el puente de San Bartolomé, solía encontrar el pequeño objeto marino. No obstante, con la luna llena, las mareas eran mucho más grandes, con corrientes raudas y veloces, y alguna que otra botella se perdía por boca de la ensenada tras cruzar el puente, por lo que mi caballo y yo nos debíamos emplear a fondo por las playas colindantes de la costa, en ocasiones durante todo el día, en ocasiones incluso durante dos. Pero cumplía con mi trabajo y rara era la semana en que no llevase una botella a las manos de mi señor, el archiduque de Venecia.
Ahora bien, cierto día en que las mareas y el viento lograron alejar mi trabajo a varias millas de palacio, ocurrió algo que cambió mi destino: Al alba, desde primeras horas de la mañana, perseguí con la vista y a lomos de mi caballo el pequeño recipiente de cristal, y aunque a veces parecía venir hacia mí, hacia la orilla de la playa, al final acababa alejándose hacia la línea del horizonte y volvía a subirme al caballo para tener una mejor visión de lo que allí buscaba. Nunca hasta ese día había perdido una botella y pensé que quizás esa iba a ser mi primera vez. Era lo normal… que sucediera tal menester, que se alejara por en medio del mar y que ni mi vista ni la de mi caballo volvieran a ver el brillo destellante del dichoso vidrio. No obstante, ese contratiempo no tuvo lugar ese día, ni ningún otro. La botella acabó en medio de unas rocas, golpeando su panza contra los oscuros mejillones que vivían apostados a ambos lados de una pequeña grieta, y yo subí y baje por los resbaladizos peñascos del acantilado hasta llegar junto a las espumosas olas que abatían la botella y la carta que ésta llevaba dentro.
Jugándome la vida, con más suerte que pericia, logré hacerme con el objeto, y cuando salí de la encrespada orilla rocosa, rascado en piernas y brazos y húmedo como un pescado, resbalé como un idiota sobre un pequeño montón de algas y la botella fue a caer justo encima de la única piedra que había en esa esquina de la playa.
Crasss…
Rompió. La botella rompió en cuatro o cinco pedazos y el pergamino, enrollado sobre sí mismo, perdió el sello de cera que lo sujetaba y el papel se abrió para regocijo del viento que con fuerza soplaba, por lo que tuve que correr como un diablo, subir y bajar por las dunas de la playa, atravesar junqueras, barrizales, y pequeñas pozas repletas de verdín y de ranas, y hasta llegar junto a una enorme higuera que, como un guardia celestial, detuvo el papel entre sus hojas antes de que se perdiera en los confines del mundo conocido.
Empapado otra vez, pero de sudor, conseguí hacerme con el papel, y me derrumbé a los pies del majestuoso árbol perdiendo incluso el sentido y la conciencia, y mi caballo, que vino detrás de mi y que debía pensar que estaba un poco loco, me dio unos lengüetazos en el rostro y acabó por despertarme unos minutos después.
Así, abrí los ojos, sentí el papel que mi mano apretaba sobre el pecho sudoroso y, distraído por mi azarosa peripecia, me atreví a leer lo que ponía la tinta negra del pergamino:
Que tristeza me embarga
Ante el conocimiento perpetuo
De que quien vive bajo tu sombra
De convivir ha siempre con la negrura….
No era una carta de amor, sino de desesperanza. Aquellas palabras, tan amargas, encogieron mi corazón y mi alma.
Mi señora, mi bella señora, gritaba su desamor desde su hogar y nadie la escuchaba.
Seguí leyendo, contagiándome del espíritu que la mala suerte se había ocupado de romper contra una pequeña piedra. Cada estrofa era más bella, y a la vez más terrible. Me di cuenta de que quizás yo era el primero en leer tales lamentos y no pude reprimir una sentida lágrima.
Volví a leer de nuevo toda la carta, todo el contenido…
Y volví a hacerlo, como si no pudiera despegar mis ojos de aquellas letras y hasta que aprendí el mensaje de memoria, tiñéndome con toda aquella amargura. Por primera vez en mi vida no me sentí satisfecho con el trabajo, pues era un fiel colaborador de tal desesperanza, responsable también de su dolor, y como embargado por el embrujo de un profundo desahogo me decidí por buscar un tesoro de luz y color para mi señora….
Es un decir… por supuesto. Ahora bien, gracias a aquella lectura abandoné mi trabajo en palacio, pues jamás de los jamases habría podido retener otra botella más, y me dediqué a otros menesteres menos sencillos en la ruta de la seda con Nicolás Polo, mi padre, y con mi tío Mateo… Buscando, quizás, un tesoro de luz y color.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)