lunes, agosto 11, 2008

Sin reservas



Decidido a poner fin a mi pobre existencia, alquilé un buen traje con el que despedirme adecuadamente del mundo. Jamás me había vestido de etiqueta y esa era la ocasión perfecta para hacerlo. Además, me afeité la barba y dejé que la tez blanquecina de mi cara viera la luz por primera vez en cuatro años.
Y una vez puestos…. ¿Porqué no?... me corté la larga melena de mis pelos, me duché, y me perfumé con una colonia de cincuenta euros el frasco.
- Que cachondo – me dije en cuanto me vi ante el espejo.
Si, y casi tuve pena de mi mismo, por lo que añadí en tono lamentoso:
- Menudo desperdicio.
Y es que tenía treinta años, estaba en el pleno apogeo de mis facultades físicas, también mentales, y al verme de pronto en el espejo, sin la inmundicia habitual, pues que me entró la morriña del pasado y un grupúsculo de lágrimas se reunieron en torno a mis pupilas.
Pero era un hombre de palabra y no me iba a volver atrás en la idea de acabar con mi persona.
No obstante, el final no tenía porque ser algo triste y dramático e iba a disfrutarlo hasta el último suspiro.
Salí a la calle. Hacía fresco pero no llovía. Empezaba a anochecer y la juventud corría a refugiarse entre la cerveza y el humo de sus propios cigarros.
- ¿Tiene hora, señora?
- Son las ocho.
- ¿Me permite hacerle una preguntita?
- Claro, joven.
La mujer detuvo su marcha por la acera, se colocó bien las gafas y apretó los ojillos con la intención de distinguir mis rasgos, quizás por si me conocía. Estaba más cerca de los setenta que de los sesenta y, por su amable disposición, no parecía muy apurada.
Era realmente curioso, pero estaba seguro de que esa misma disposición no sería posible un par de horas antes cuando mi aspecto de huraño y de vagabundo habría vuelto sorda toda su amabilidad.
- Verá… Si se fuera a morir muy pronto, ¿de cuanto tiempo necesitaría para despedirse correctamente de la vida?
La señora, que esperaba una pregunta más normal, sobre una dirección, una calle, abrió sus ojillos tras las lentes y tardó un buen rato en reaccionar.
- ¿Qué es… una encuesta?
- Claro, señora.
- Pero es que no entiendo muy bien la pregunta.
- Digamos que Dios le da un tiempo para dejar su conciencia tranquila.
- Esto… Yo…
- ¿Un día sería tiempo suficiente?
- Si, si – me respondió la señora mas por deshacerse de mi que por otra cosa.
- ¿Veinticuatro horas?
- Si, si.
- Gracias, señora.
Veinticuatro horas, decidí entonces. Ni un minuto más. Tenía veinticuatro horas hasta las ocho del día siguiente e iba a aprovechar cada segundo que me quedaba por vivir.
Porque el paso del tiempo no es una cuestión baladí: limita los movimientos posibles y hace que estos se tornen irreparables. Así, si quería que mis últimos actos de vida fuesen a tono con el traje que llevaba puesto no debía desperdiciar ni uno solo de mis movimientos, por lo que reparé en una pequeña lista de prioridades y me dispuse a realizarlas todas y hasta llegar a mi propia muerte.

Los amigos

Si, algún día tuve amigos…. Algún día.
En mi época de estudiante tenía mi pequeño grupo de supervivencia social y los lazos que me unían con Miguel, con Ramitos, con Rony, y con Berto, eran lo suficientemente fuertes como para no sentirme solo durante dicha etapa. Teníamos los mismos intereses u objetivos y nos unía una especie de marca juvenil que nos hacía ligeramente diferentes de los demás: La escalada. Nos encantaba trepar por cuanto acantilado se nos ponía por delante y éramos capaces de pasarnos todo el fin de semana por subirnos a una roca.
Sin embargo no estábamos lo suficientemente preparados y Rony, que era el referente principal de la pandilla, el mejor de todos, empezó a azuzarnos con sus bravuconadas, a buscar el más difícil todavía, y hasta meternos en una ladera inestable a la que nunca deberíamos haber ido.
Aun recuerdo la expresión de Berto mientras se caía hacia atrás desde una altura considerable, quizás cincuenta o sesenta metros; con sus ojos abiertos, su ceño fruncido, y sus manos intentando asirse en el vacío.
Yo no pude hacer nada por él. Estaba a mi lado, riéndose de mis resoplidos por alcanzar una vertiente, cuando vi como sus pies resbalaban en la roca hasta perder el apoyo. Al minuto siguiente, Berto estaba allá abajo, tirado sobre la gravilla de la cantera que hacía un rato estaba intentando coronar.
No pude hacer nada…. Sin embargo, tardé una temporada en comprenderlo. Me encerré en mi casa y no quise saber nada de ninguno de mis amigos. Se que Rony llegó a subir un ocho mil, que Ramitos abrió una clínica dental, y que Miguel, de su natural simpatía, acabó presentando un programa de variedades en una televisión comarcal… Por lo demás, todos intentaron sacarme de mi refugio durante un año o más, pero al final desistieron por cansancio.
- Hola Berto – le dije a mi amigo.
Su lápida sucia y enmohecida guardó silencio.
- Quizás no debería estar aquí – añadí -. Pronto, muy pronto, me voy a morir y, si es verdad que hay otra vida, pues seguramente acabaremos encontrándonos. Si…. Ya me enteré que quedaste amarrado a una silla de ruedas y que solo podías moverte del cuello para arriba… Y que todos te abandonaron: tus amigos, tu madre, que se murió de pena, y tus ganas de vivir, que finalmente desistieron de buscarte el aliento.
“ Ya ves. Como puede cambiar la vida en un minuto. Estabas riéndote, mofándote de mi, y después…. Después la nada.
Te preguntarás también porqué no fui a verte. Y la respuesta es bien sencilla: No quería verte… al menos así, postrado como un vegetal, y aun hoy, si estuvieras vivo, no te visitaría ni por todo el oro del mundo.
Se que lo comprendes, y aunque te duela y aunque me duela, lo comprendes.
En cuanto a mi vida, a lo que me queda de vida, ya ves que no voy a dejar que me pase lo que a ti. Yo voy a elegir el momento y el lugar. Yo voy a elegir cómo.
Ya, ya… Si pudieras hablar, me estarías reprendiendo, intentando convencerme de lo equivocado que estoy, de lo mucho que me queda por vivir… Pero no puedes.
Estás muerto, Berto. Y muy pronto, yo también lo estaré.
Chao Berto – me dije para los adentros dándole la espalda a la tumba -. Eras el peor escalador de todos… sin duda. Pero eras un tipo muy especial.
Chao.”

La familia

Timbré en el telefonillo del portal y me respondió una voz infantil y maravillosa.
- Abre cielo – le dije a mi hija.
Tras saludar a unos vecinos que estaban esperando el ascensor decidí subir por las escaleras. Sus miradas, acusadoras, me turbaron ligeramente y subí los escalones de dos en dos.
Tania estaba fuera, me esperaba descalza y encima de un ruedo en forma de Luna.
- Papi!!!!!!!!! – exclamó sorprendida al ver mi aspecto.
Saltó sobre mi regazo y empezó a comerme a besos. Supongo que no se acordaba de cómo sabían mis mejillas y decidió enjabonarlas con su saliva.
- ¿Y la barba?
- Me la robó un gnomo.
- ¿Y este vestido? – me preguntó tirando de la corbata.
- Se lo robé a un ogro.
- … zapatos?
- … a Homer Simpson.
- … colonia?
- A Blancanieves y sus siete porritos.
Mi hija era un saco de mimos y yo no iba a privarle de los míos. La veía muy de cuando en cuando, una vez al mes o cada dos, y si por algo me tenía en su memoria era precisamente debido a nuestras mutuas tonterías.
- ¿Quién es, Tania? – preguntó su madre desde el interior de lo que en algún tiempo había sido mi casa.
- Ya lo sabes, mamita, ya lo sabes.
- Claro que lo sabe – le dije a la niña pegando mi boca en su oreja y haciendo que se retorciera con las cosquillas.
- Pues dile que pase.
- No, gracias – le respondí a Rosa -. La última vez que me dejaste pasar por poco me matas con una esas tortillas tan sosas que haces.
Tania se río de mi pequeña maldad.
- ¿Entonces? – dijo Rosa.
- Solo quería ver a la niña.
Me senté allí mismo, encima del ruedo, y dejé que Tania se tirara encima mía desde la altura de tres o cuatro escalones.
- Me voy a morir – le dije de repente a la niña.
- ¿Ahora? – me preguntó sorprendida y como si fuera a presenciar mi defunción en ese mismo momento.
- No, dentro de unas pocas horas.
- ¿Tas enfermo?
- No hija, no. Estoy cansado, muy cansado.
- ¿De trabajar?
- De vivir. Estoy cansado de vivir. Ya he visto todo lo que tenía que ver y ya me sobra la vida.
- ¿Es qué nadie te quiere, papi?
- Que va!!!!!!! Soy el tipo mas afortunado del mundo – dije guiñándole un ojo -. Además de los perros vagabundos de la ciudad y del oso hormiguero del bosque, tengo una hija que me quiere demasiado.
- ¿Quieres ver los angelitos?
- Claro… quiero ver si tienen pilila.
Se río descaradamente y la abracé.
La abracé por ultima vez.
- Bueno, ya me voy – le dije.
- Chao papi – me dijo – Hasta pronto.
Se metió dentro, apurada, seguramente debido a alguna serie de dibujos que debían dar en la tele y yo bajé las escaleras del mismo modo que las había subido: de dos en dos y con el estómago hecho un nudo.

La luz

Me desplacé por todos los lugares que mi alma reconocía. Los rincones de la ciudad formaban parte de mi mismo y quise paladear dicha fotografía en vivo.
La calle Real y sus escaparates luminosos, el puesto de palomitas de la esquina, la tienda de discos del sótano, el adosado del suelo repleto de cáscaras de pipas, y la plaza de Rosalía al fondo, con su palmera gigante asomando por una de sus esquinas.
Los cantones, la zona de copas, el puerto, la estación de ferrocarril, mi viejo colegio, el cine.
Cerré los ojos y aspire un bocado del pasado.
¿Por qué diablos le tenía cariño a ese lugar tan decrépito? No reconocía ninguna de las voces que escuchaba a mí alrededor y, sin embargo, parecían las voces de siempre.
Abrí los ojos.
Allí estaba la taberna de Amparo, famosa por sus bocadillos de calamares, famosa por ser refugio de los trasnochadores y demás razas del mal vivir y, por supuesto, por Amparo, por su sempiterno mandil de cuadros y su….”ya me pagarás cuando puedas”.
- ¿Qué va a ser muchacho?
- Un quinto…. O sino, un tercio.
- Yo a ti te conozco.
- Claro, Amparo. Soy de la tropa… ya sabes.
- Si, ya se. Ver no veo mucho, pero solo de oír ciertas voces, ya caigo ya. Pero ya hace mucho tiempo de eso… ¿Verdad?
- Algunos años.
- ¿Y como te va?
- Bien.
- ¿Has dejado esa mierda?
Amparo me hablaba con toda la naturalidad del mundo. Era franca y directa y yo le respondía de la misma manera. A cualquier otra persona, con tanto atrevimiento, ya le habría dado puerta.
- Si, estuve a la muerte por culpa de una hepatitis y aproveche mi estancia en el hospital para desengancharme.
- Eso está muy bien.
- Claro… Aquello no era vida.
- ¿Trabajas?
- No.
- ¿Y qué piensas hacer?
- Me voy de aquí. He venido simplemente a despedirme y me voy…
- ¿Te has despedido de tu familia?
- Si, de mi hija, y de mi mejor amigo. Me he despedido de la ciudad.
Amparo abrió una cerveza para ella y bebió a morro de la misma, sin mucho estilo, pero como hacía siempre, limpiándose a continuación los labios con la mano.
- Estás invitado – me dijo.
- Gracias.
- En fin, - dijo acercando la boca de su botella a la mía, amagando un brindis – que tengas un buen viaje.
- Lo ha de ser, Amparo, lo ha de ser.
Y bebí hasta acabar con la cerveza.
La señora Amparo me miró con mucha pena, como si supiera el destino de mi viaje, y se metió a continuación en su pequeña cocina.
- Hasta luego – dije.
- Hasta luego.

La noche

Habían pasado veinticuatro horas desde el momento en que me había vestido para la ocasión. La barba volvía a asomar por encima de sus raíces y el traje empezaba a dibujar alguna que otra arruga un tanto caprichosa.
El sol se había ocultado por detrás de una nube, impidiéndome un atardecer de película, y un fino manto de lluvia se pulverizaba en el aire.
Estaba sereno, muy tranquilo, casi a mi pesar. Esperaba tener el pulso acelerado, la respiración entrecortada, pero no, nada de eso, sino todo lo contrario. Mis últimos minutos de vida estaban siendo demasiado normales.
Entré en una ferretería y pedí un paquete de presillas de plástico.
- ¿Así?
- No, más gruesas.
Salí de la ferretería y me dirigí hacia la ensenada, donde el mar giraba haciendo una curva que se comía la tierra y en donde las alcantarillas de toda la ciudad se juntaban para hacer la gran fiesta de los desperdicios. Cientos, miles de litros, se tiraban al mar sin control alguno, convirtiendo aquella ensenada en un lugar solo apto para las ratas y las lombrices.
Me introduje por la boca del gran tubo, entre los olores y las riadas de mierda, y tuve que encender el mechero para ver en la oscuridad. Mi intención era la de buscar algún lugar lo mas inaccesible posible y en donde, con suerte, las alimañas de las alcantarillas acabaran con mi cuerpo. No obstante, tras reptar cien metros por la corriente arriba, me encontré con una cerca de hierro, que me impedía seguir avanzando y, tras comprobar que no podía atravesarla, me apoyé contra ella y comprendí que aquel era el lugar.
Estaba encharcado. El traje, que había sido el orgullo del día, debía estar perdido, ribeteado con toda clase de detergentes, aceites, incluso excrementos. Menos mal que no había la luz suficiente para poder verlo…
Saqué las presillas de plástico del bolsillo de la chaqueta y me até a la verja de hierro oxidado: primero los pies, luego una mano, y al final, utilizando los dientes tiré de la presilla hasta inmovilizar mi otra mano.
Así, tal como si fuera el hombre de Vitruvio encadenado, me prendí para siempre y de forma que ya no podía soltarme. Si seguía lloviendo, seguramente moriría ahogado; si no lo hacía, si paraba de llover, moriría de hambre, devorado por las alimañas, y con el tiempo suficente para quizás lamentar mi decisión….
Porque era mi decisión y yo siempre había sido un hombre de palabra.
Siempre. Aunque eso, era algo que iba a quedar entre mi conciencia y la mierda que circulaba por entre mis piernas.


Adiós pues. Adiós apestoso mundo cruel.

2 comentarios:

Doctor Krapp dijo...

Me encantó este texto y no puedo dejar de acordarme del hombre aquel que salió a pescar e O Portiño y murió sepultado bajo las toneladas de mierda que cayeron del vertedero de Bens.

Belén Peralta dijo...

Qué aluvión de textos brillantes y, sin duda, independientemente de su enorme calidad, hechos para reflexionar.

Muy bueno lo tuyo, Suso. :-))

Besos desde la otra punta del país,

B.