martes, abril 11, 2006

Marta


Desde que vivo solo he descubierto que el martes es un día ideal para realizar la compra... siempre y cuando no cuadre en primeros de mes. Dispones de todo el espacio del mundo para aparcar el coche y los pasillos del supermercado son amplios y holgados, como debieran ser cualquier día de la semana. Por ello, como otro martes mas, con una lista de productos en el fondo del bolsillo, me dispuse a cubrir mis necesidades básicas en el hiper de la zona, por lo que aparqué mi Renault lo más cerca posible de la entrada, junto a unas largas hileras de encastrados carros de la compra y, cuando me disponía a bajar del coche, me fijé en la mujer que había aparcado su vehículo junto al mío y se me fue el alma al suelo...
Miré de inmediato hacia otro lado y, como si me hubiera caído una cosa en la alfombrilla del co-piloto, me agaché para ocultarme de ella.
Se trataba de Marta, mi ex-mujer, más guapa que nunca y, para mí, tan odiada como siempre: la única culpable de mi calamitoso estado.
Hacía casi un año que había descubierto su engaño con él que consideraba mi mejor amigo: con Damián, y desde entonces, desde que los había pillado por casualidad en una cafe-bar de la ciudad vecina dándose un apasionado arrumaco, yo no había levantado cabeza. No era capaz de digerir su traición y aquella imagen, la de sus finas y hermosas manos trepando cariñosamente por la nuca de Damián mientras lo besaba, me hizo ver la cara de la locura de un modo muy cercano.
Abandoné entonces mi hogar con lo que llevaba puesto, dejé escrita una simple nota con las claves de la cuenta corriente de la que disponíamos en internet, y mas adelante acudí a un psiquiatra con la intención de levantar mis arrastrados ánimos. Me parecía imposible que aquello estuviera ocurriéndome a mí, que mi Marta tuviese unas necesidades ajenas a las que yo podía cubrir y, las sonrisas cómplices, los maravillosos momentos que había convivido con ella, se convirtieron en esperpénticos recuerdos llenos de falsedad, en forma de afiladas agujas del pasado. Quemé todas sus fotos con la esperanza de borrar su existencia, evité sus amistades, sus canciones preferidas, cualquier lugar común que me recordara algo de ella, y decidí no escuchar, ni visitar, ni siquiera vestir aquello que ella me había recomendado. Debía empezar de nuevo, sin la dolorosa rémora de su recuerdo, y me trasladé a vivir en el barrio de Santa Margarita... Si, el barrio que Marta siempre tachó de feo, impersonal, y odiosamente sibarita.
Por lo que, ese martes, cuando la vi después de todo lo que había pasado, el aliento comenzó a espesarse dentro de mis pulmones, el corazón latió encabritado, y la poca sangre caliente que me quedaba se agolpó toda sobre la superficie de mi rostro.
No obstante, el "trágame tierra" fue escuchado por el hacedor del destino y Marta ni se fijó en mí. Parecía demasiado ocupada organizando no se que cosas dentro de su coche y tardó un buen rato en abrir la puerta. Cuando por fin lo hizo y parecía que ya iba bajar, al tiempo que se me agotaba el oxígeno, vi como hacía un esfuerzo por salir y, patidifuso, con la boca abierta de oreja a oreja, contemplé como se colocaba encima de una silla de ruedas, cerraba después su coche y, rodando, se alejaba de donde yo estaba y se dirigía hacia la puerta del centro comercial.
Sin saber porqué, las piernas dejaron de temblarme, comenzaron sin embargo a silbarme los oídos mientras el mundo se detenía en una extraña secuencia digital, y un extraño sentimiento de culpabilidad comenzó a aflorar en la impertérrita seriedad que me había embargado...
¡Cuantas veces había llegado a desearle lo peor a Marta, incluso la muerte...! ¡Cuántas? Y ahora, al verla sobre aquella silla, ver toda su belleza postrada ante mí... se me vino encima un amargor tan fuerte y repentino que, finalmente, me hizo derramar unas lágrimas por quien había jurado mil veces que no lo volvería a hacer.
Giré la llave del contacto, obviando ya la idoneidad del martes para realizar la compra, y me dispuse para salir de allí. Sin embargo, la imagen que acababa de ver se convirtió en una fijación, en inesperada novedad capaz de despertar mi abotargado sentido de la curiosidad, y volví a apagar el Diesel del motor dispuesto a hacer la compra...

No eran las ofertas lo que precisamente buscaban mis inquietos ojos al entrar en el iluminado comercio. No... no eran las ofertas.
Como siempre, me había tocado el carrito más escandaloso del mundo, chirriante y con unas ruedas alineadas puñeteramente hacia la derecha, por lo que, ligeramente irritado, decidí abandonarlo entre una larga exposición de televisores panorámicos en los que David Bisbal retorcía en el aire sus kilométricos rizos y así el asa de una colorada cesta junto a una caja de cobro. Apurado, saludé a un compañero del trabajo y después me colé por entre la cacharrería de cocina hacia el pasillo central. Desde allí, recorriendo dicho pasillo, de lado a lado, empecé a ojear por todos los laterales del mismo con la intención de ver a Marta otra vez... Me podía más él deseo de verla que la sensata idea de no pensar siquiera en ella y, dejando atrás la totalidad de los productos que había venido a adquirir, llegué hasta los estantes de los tés, los cafés, y los cacaos.
Allí estaba Marta.... Marta.
Su oscura melena, inmaculada y lisa como siempre, delimitaba su bonito rostro: el fiel reflejo de Venus y tal y como estaba impreso en mi memoria, con sus ojos negros y profundos revertiendo sobre una delicada naricilla que parecía pedir perdón por existir, unos labios prietos y decididos y, todo ello, en una sedosa piel que se enmarcaba en un perfil ovalado hasta sucumbir en un mentón angelical.
Era... seguía siendo la preciosa Marta: la mujer más linda sobre la faz de la Tierra.
Sin embargo, algo fundamental había cambiado, y no solo en lo referente a sus piernas, sino también en lo personal, en su áurea, magnetismo... o aquello intangible que con tanta fuerza desprendía de sí y que ahora parecía un tanto desvaído, apagado.
No obstante, y como podía comprobar, continuaba siendo una cafetera empedernida, buscando como solía hacer cuando vivía conmigo su querida variedad de café nicaragüense... él que además de saber bien, ayudaba a una cooperativa a realizar sus labores humanitarias.
Pasé junto a ella, de largo.
No tenía ni el valor para decirle "hola" y corrí a refugiarme en el pasillo de al lado, entre las pastas, los dulces, y las galletas.
- ¡Hola Quique! - oí por detrás.
Me volví. Y, de inmediato, traté de ocultar el fastidio que implicaba para mí la visión de quien me había saludado, componiendo mi mejor sonrisa entre los labios. Ni en Martes se podía librar uno de los encuentros inoportunos.
Era Concha, mi psiquiatra, que era tan buena profesional que incluso fuera de la consulta continuaba con su labor pedagógica.
- Hola - respondí.
- ¿Qué tal...
- Bien - dije apurado, demasiado apurado y cortando su pregunta con excesiva rotundidad.
Se dio cuenta de mi nervioso estado de ansiedad y, echándome la mano por el hombro, dijo:
- ¿Te ocurre algo, Quique?
- No - respondí al mismo tiempo que veía como Marta, por detrás de Concha y en el pasillo central, pasaba de largo y desaparecía por una esquina.
Y Concha, como si hubiera visto a Marta reflejada en mis ojos, dijo:
- ¿Es ella? ¿Es ella otra vez? ¿Vuelves a estar obsesionado con tu ex-mujer?
- No....
- ¿...?
- Bueno... si. Sigo obsesionado con ella. Sigo enamorado.... sigo....
- Entonces las etapas que cruzamos... fueron... ¿Estabas mintiendo?
La miré compungido, tratando de ocultar mis labios en la boca y tras los mofletes, como el niño al que han descubierto todos sus secretos, y no supe que decirle.
- ¿Y ahora? ¿Porqué estás tan alterado?
- Por nada...
- ¿Qué? - dijo de forma autoritaria.
- ¡Mierda! - contesté sin pensar, harto de sus observaciones.
- Quique, reflexiona.
Cogí aliento, bajé la cabeza y, mientras aun resonaba la sórdida expresión que había soltado en el interior de mi cabeza, busque la calma donde no la había, hice un chasquido con la lengua en el paladar y me despedí de Concha sin abrir siquiera la boca.
- Pero.... - oí a mis espaldas mientras desaparecía de su visión.
Mi querida Marta estaba paseando sola y en una silla de ruedas y yo no tenía tiempo para explicar todo lo que dicha imagen me hacía sentir.
Volví a recorrer el pasillo central y sus afluentes laterales; me colé por todos los rincones del centro e incluso eché una ojeada por entre los abigarradas perchas de la ropa y los huecos de los probadores. Pero mi búsqueda no obtuvo resultado.
Seguro que Marta había terminado de hacer su compra y ya se hallaba fuera del hiper-mercado.
Las suposiciones sobre lo que le había sucedido para acabar sobre una silla de ruedas empezaron a divagar sobre mi mente mientras salía al aire libre, recordando lo orgullosa que era Marta, incapaz de pedir ayuda a nadie, y me la imaginé sola en el mundo, alejada de la vida social, y refugiada en el mundo de los libros y de la música clásica.
Marta era muy suya, independiente incluso de su propia familia y...acordándome de como era, se me hizo un nudo en la garganta y casi se me saltan las lágrimas.
¿Porqué diablos no me había llamado? ¿ Y Damián? Ese cerdo sin sentimientos.... ¿No había podido siquiera mandarle un mensaje? Seguro que el muy cabrón, después de tirarsela doscientas veces, se había evaporado en cuanto llegaron los problemas... el problema.
Los sentimientos se fueron amontonando todos juntos en la boca de mi estómago y, cuando llegué junto a mi Renault, contemplé extrañado que el coche de Marta seguía allí aparcado: debía seguir en el interior del centro e, incapaz de estarme quieto, volví por donde había venido.
Tenía que hablar con ella de una vez, saber lo que había pasado, y ofrecerme para lo que hiciera falta. Aun la quería y no podía seguir ocultándolo.

No obstante, cuando yo entraba por la puerta principal, vi que ella salía de la línea de cajas registradoras y no lo hacía sola: Alguien se había colocado a la par, en otra silla de ruedas, y los ojos de Marta brillaban, ahora sí, iluminados.
Yo me arrimé contra el escaparate de una zapatería, haciendo que observaba unos deportivos, y esperé a que Marta y su acompañante me sobrepasaran por detrás. Cuando así lo hicieron, me fijé en el reflejo del escaparate y vi que era Damián, él que había sido mi mejor amigo, el mismo que me había robado la vida, y que ahora, al parecer, había compartido la misma suerte que mi anhelada mujer.
Me volví hacia ellos, por detrás, y del mismo modo que los había visto hacía un año, contemplé como se daban un apasionado beso mientras se dirigían a un establecimiento de frutos secos y golosinas. Se rieron al tropezar con una columna y, alegres, continuaron rodando en su camino.
Durante un instante, unos segundos apenas, el tiempo se detuvo y me convertí en estatua. Un extraño silencio, casi sobrenatural, se apoderó de mí y, como bendecido por lo que acaba de ver, mi corazón empezó a encherse de satisfacción y, por un instante, fui el hombre mas dichoso del mundo.
Me di cuenta de cuan engañado había vivido hasta ese día y, el haber visto que Marta no estaba sola y que además era feliz, no provocó en mi ningún sentimiento encontrado, sino que me lleno el alma hasta los topes de tal forma que, cuando me crucé con Concha le di un beso en los labios y, ante su atónita mirada, le quité su carro de las manos para acompañarla durante el resto de esa tarde de martes.

Dillinger, el apoteósico

Dillinger, el apoteósico

Ya está.
Dillinger cerró el manuscrito con suma lentitud y de su boca salió un sentido suspiro de satisfacción.
Había concluido su alegato contra el mundo en él que le había tocado vivir y cerró sus ojillos durante un instante, embargado de placer y libre de todo remordimiento, incluso pena. Su carácter siempre había sido en exceso decidido y el motivo que alumbraba sus últimos días no inspiraba sobre sus actos ninguna clase de duda o vacilación. A pesar del desastre que se cernía sobre él, sabía que había un solo camino, sin diatribas ni contemplaciones, y lo iba a recorrer en ese mismo día.
Era el séptimo de quince hermanos. Una buena posición para quien cree en la suerte, aunque no era su caso. El sol que lo vio nacer descansaba (aun descansa) sobre las verdes praderas de Wisconsin, en una zona rural cuyo único rastro de la civilización son las enormes plantaciones de maíz y algún que otro carril nebuloso que dejan los reactores sobre el azul del cielo. En la tierna niñez ya vio claro que su destino estaba lejos de los suyos, que yacía lejos de aquel ambiente, puesto que sus aptitudes superaban claramente las preocupaciones por el día a día, y en su afán no estaba el desaprovecharlas. El extraordinario talento que demostró desde muy crío y su vocación por lo artístico hizo imposible que continuara viviendo en Wisconsin, por lo que abandonó su hogar en cuanto tuvo posibilidad, al pairo de su desarrollo, y cuando allí ya no había nada que lo retuviera.
Atravesó praderas y montañas, el mismo desierto del Colorado, y durmió sobre el heno e incluso a veces sobre el barro. Sufrió todo tipo de penalidades antes de llegar a su destino, en la soleada California, el mítico estado del Pacífico en plena época de sueños y soñadores, en los tiempos en que la fama y la riqueza eran tan palpables como el aire que se respiraba.
Dillinger sabía que aquel era su territorio natural y corrió apurado hacia sus propios designios: hacia Hollywood, la fábrica de las estrellas, la meca del séptimo arte.
Sin embargo, sus inicios fueron bastante complicados y tuvo que asumir que debía empezar su carrera desde el punto más bajo, subir los escalones de uno en uno. La competencia en la ciudad era feroz y, como él, miles de individuos suspiraban por alcanzar la misma meta, la estrecha y deslumbrante cúspide del cine. Así, trabajó en los oficios más dispares, como extra de mil películas, confundido casi siempre entre las multitudes y sin llegar a ser ni el reflejo de una cámara, sufriendo todo tipo de humillaciones y servilismos mientras iban surgiendo nuevas estrellas en el firmamento. Su optimismo empezó a nivelarse con una contenida rabia, un sentido amargor que se dolía de la evidencia de que nadie lo valoraba como debía, y el cielo empezó a oscurecerse y languidecer; hasta las deslumbrantes sonrisas de las vallas publicitarias que poblaban la ciudad le sonaron como burlas, recochineos dirigidos hacia su persona. Pero él no había hecho tan largo trayecto para nada y, además, el mundo no podía desperdiciar el inmenso talento que se atesoraba junto a sus mil virtudes. Si existía la justicia, Dillinger triunfaría muy pronto y su nombre, su rostro, permanecería entre los eternos más allá de lo simple y cotidiano.
Por fin, un día llegó su oportunidad. Corrían buenos tiempos para la industria cinematográfica y el carácter propagandístico y democrático de la época puso al uso los denominados castings. Se publicaba un anuncio en el periódico con las características personales que deseaban ciertos productores y los mil aspirantes a la fama corrían en la búsqueda del deseado papel. Comenzaba pues una primera selección a sobre vista, fijándose únicamente en el aspecto, y al final, después de unas cuantas pruebas más, seleccionaban a unos pocos finalistas.
Dillinger supo que estaba en el sitio preciso, ante la oportunidad de su vida, y durante una larga semana de abril fue superando a todos sus rivales hasta que, finalmente, solo se quedaron en la selección él y un tal Mick, un tipo de Nueva Orleáns cuyo sexo invertido, se decía, le había abierto muchas puertas, demasiadas en ese caso. A pesar de los favores que otorgaban dichas ventajas, Dillinger tenía claro que el elegido era él mismo, pues sus dotes teatrales interpretando hasta el mismo Hammlet habían provocado el aplauso de cuantos observaban dicho casting, y su rival solo había arrancado unas pocas risas gracias a su hilarante tono de voz, demasiado agudo, y a su aspecto vespertino, ágil y espabilado, y en ocasiones ridículo.
Pero, aciago el día, cuando solo hacía falta oír su nombre por boca del famoso productor de cine, Dillinger se sintió tan satisfecho consigo mismo, embargado totalmente por su egocentrismo, que incluso accedió a realizar una entrevista que lo apuntaba como una nueva y prometedora estrella.
Craso error por su parte.
El diario sensacionalista que público la entrevista se hizo eco de sus frases más inconcretas, aquellas cuyos flecos daban lugar a las peores conjeturas, y el titular de dicha entrevista dejó al descubierto ciertas interioridades del casting, sobre todo las del director y las del productor de la futura cinta:
FAVORES SEXUALES ENTRE BAMBALINAS
Y se acabó.
Dillinger fue expulsado del plató en donde se realizaban las pruebas y Mick, el mediocre, resultó elegido por unanimidad.
Se acabó de verdad. El sueño americano se vio truncado por culpa de un periodista que había tergiversado unas simples apreciaciones y todas las puertas de la ciudad de fueron cerrando para Dillinger, una tras otra, sin tener en cuenta su talento y sin escuchar las mil disculpas que arguyó con su pequeña boca.
En los años posteriores, Mick, el tipo de Nueva Orleáns, se convirtió en todo un fenómeno mundial, mediático y artístico, y Dillinger acabó actuando por los peores teatros del medio oeste americano, interpretando pequeños papeles en casposas comedias sin una gota de arte, y bajo la atenta mirada de los vulgares pueblerinos cuyo gusto por la farándula se mezclaba con el palillo que roían entre sus dientes.
La esperanza y la ilusión de Dillinger se convirtió en odio y rencor, incrementándose con el tiempo, y su juventud se fue apagando sin fulgor alguno.
Ya nada le importó de veras, ni el amor ni la riqueza. La vida perdió todo el valor para él y del más recóndito lugar de su mente surgió una tenebrosa idea que llegó a acaparar toda su existencia, el motivo por el que seguir luchando. Sobre su rostro se dibujo un rictus marcado con toda la acidez y amargura que lo embargaba y la palabra venganza se demostró plena ante todas las demás del vocabulario.
Tomó una decisión, la única que creía que podía tomar después de que la sociedad lo hubiera obligado a ello, y el impulso de su talento artístico se reconvirtió en una malvada maquinación que lo elevaría por encima de los demás mortales.
Dillinger triunfaría de un modo tan sutil que nadie lo olvidaría jamás.
Pero no se iba a precipitar con cualquier acto. Él no iba a despachar a quienes lo habían hundido en la miseria ni iba a hacer tristes alegatos de su desgraciada injusticia. Era mucho más inteligente que eso y, aunque su objetivo era oscuro, muy oscuro, la preclaridad de sus ideas discurrían de maravilla por su cerebro. Quienes se acordaran de él en el futuro lo harían con asombro y estupefacción.
Así, discurrió como vengarse del sueño americano y se detuvo sobre las alternativas que tenía para ello: destruir la estatua de la libertad, echar abajo el Empire State, asesinar al presidente y a toda su familia, contaminar la Coca-cola y a sus millones de clientes... ¿Armas biológicas o químicas? ...¿O un atentado en plena gala de entrega de los Oscar?....
Era complicada la elección. Cualquiera de sus pensamientos causaría la deseada conmoción que andaba buscando y, sin embargo, debía elegir una que fuera posible, realizable, pues su infraestructura destructiva se reducía sobre él mismo, con las citadas ideas como únicos medios, y era consciente de que no podía fracasar... de ninguna de las maneras.
Dillinger envejeció al mismo tiempo que su maquiavélico plan. Las articulaciones de su cuerpo perdieron toda su gracia y soltura, pero no así su determinación, que se asentó y maduró hasta fraguarse en definitiva. El plan dejó de ser un simple futurible y Dillinger abandonó California para llevar a cabo la indómita venganza para la que seguía viviendo, por lo que cruzó todo el país, de oeste a este, y se estableció en una región tan luminosa como la que había abandonado, en la Florida.
No obstante, antes de acabar la historia que él mismo protagonizaba, cayó en la cuenta de que debía darle forma: escribirla, firmarla, y hacer que la misma figurara en los estantes de la posteridad.
¿De qué valdría tanto trabajo y tanto sudor si nadie lo iba a valorar después?
¿Acaso el público no merecía tener la información apropiada sobre su persona?
Desde luego que sí.
Sobre unos folios en blanco empezó a escribir todos su anhelos y experiencias, aquello que el mundo había perdido al despreciarlo y, también, lo soliviantada que quedaría su alma después de tan demoníaca acción. Así, la carta de despedida creció en tamaño y tiempo, y después de varios meses de tinta y de literatura decidió que el gran manuscrito ya albergaba en su interior lo básico y lo fundamental de su periplo; la esencia que envolvía su ser.
No había más que decir: Sólo actuar.
Al acercarse al objetivo, Dillinger atravesó varios controles de seguridad sin contratiempo alguno, y se dispuso a abordarlo.
En su juventud no habría tenido ningún problema, pero los años le habían usurpado la mayor parte de la vitalidad y, consecuentemente, sus pasos eran lentos y breves; el camino, arduo e interminable. Cada escalón era como una gran montaña y, además, Dillinger debía estar muy atento ante el continuo trasiego de técnicos y científicos, pues una simple mirada sobre su figura y el fracaso volvería a teñirlo de gris, enterrarlo para siempre entre el olvido de los desgraciados; por lo que anduvo con sus cinco sentidos y, cada uno de dichos sentidos, despiertos sobre las ascuas de una gran concentración.
El lugar más complicado era en el acceso principal: una larga rampa que estaba bajo una continua vigilancia, con cien cámaras apuntándola sobre otros tantos monitores, tan descubierta como los atriles de los teatros por donde había vagabundeado, y que acabó por decidirlo en una larga espera.
El sol de justicia cedió el paso a la helada de la noche y Dillinger pensó que era el momento apropiado para cruzar la rampa. El camino estaba iluminado por varios focos deslumbrantes, unas sinuosas sombras sin sentido que eran provocadas por los cruces de la luz artificial, y Dillinger se apuró para aprovechar dichos resquicios de aparente oscuridad. Sin embargo, fue imposible. La puerta de la nave estaba cerrada y tuvo que volver sobre sus propios pasos.
Se ocultó detrás de un panel de dígitos cambiantes: cifras y números que informaban de la temperatura, la humedad y, por supuesto, de la hora del despegue, hasta que, pasadas las horas, amaneció un nuevo día y la impresionante visión de Cabo Cañaveral se adueño del moderno espectro del lugar.
El contraste entre la vespertina calma ambiental y su creciente intranquilidad era evidente, y tiritó de frío aun cuando por sus poros se destilaba un sudor espeso y pegajoso. No había demasiada piedad para con sus nervios y aquel primer y fallido intento sumió sobre su determinación una profunda grieta repleta de desconfianza. Nada avalaba ya el éxito que tanto había planificado y quizás debía ir encomendándose a la simple suerte. O desistir. Si, retroceder prudentemente y buscar una alternativa más plausible: una retirada a tiempo que garantizara cuando menos cualquier intento futuro y...
Pero no. Dillinger estaba demasiado entrado en edad como para seguir esperando y dudaba que tuviera fuerzas para empezar de nuevo. Además, ¡qué diantres!, de siempre había sabido que llegar a cumplimentar el plan no iba a resultar nada pero que nada fácil y, sin en algún momento se lo había parecido, simplemente es que se había equivocado. Por lo que Dillinger, en un desastroso estado emocional, se dijo que no había vuelta atrás y apretó los dientes tratando de aplacar su flácido tesón. El odio que fagocitaba por sus adentros debía prevalecer ante cualquier lúgubre pensamiento, sobre cualquier cobarde tentación, y se obligó desde su escondrijo ante la guardia de una mejor ocasión.
Así, a una hora muy determinada, a las ocho p.m., en la antesala de la rampa que llevaba hacia la nave, comenzó a arremolinarse un nutrido grupo de obreros especializados.
Las voces y las órdenes de trabajo se incrementaron a media mañana y unos cuantos periodistas se acercaron hasta el lugar. Algo importante estaba pasando y Dillinger, sin un sitio más seguro en donde esconderse, cerró los ojos y rezó para que la providencia lo resguardase de las miradas. Cuando abrió los ojos, vio como unos astronautas se despedían entre mil resplandores fotográficos, y el primero se dirigía ya hacia el trasbordador espacial.
Era el momento, entre la multitud y el frenesí, en medio de la algarabía de la despedida. Dillinger se confundió entre los técnicos que rodeaban a los astronautas y se introdujo en el oscuro interior de la nave.
Ya está. Suspiró tranquilo. De momento nadie había alertado de su presencia... de momento.
Se deslizó hasta la cabina de control antes de que llegaran los ocupantes oficiales de la nave y busco la esquina más retorcida del habitáculo, calibrando mientras los peligros que aun debía superar.
Las pesadas botas de los astronautas anunciaron la inminente llegada de los mismos y Dillinger reptó por debajo de una consola acribillada de luces, chivatos de mil colores que informaban del estado de las entrañas de la nave. Durante unos segundos perdió la visión y, cuando se habituó a la oscuridad del lugar, vio que estaba rodeado por un sin fin de apretados cables. Era un lugar incomodo, bastante claustrofóbico, pues apenas se podía mover, pero de momento parecía seguro; al menos, la voz tranquila de los astronautas no le demostraba que hubiera ningún problema en el desarrollo del despegue. Aunque no debía fiarse, pues, sin ser un entendido en la materia, sabía que estaba dentro de uno de los aparatos más sofisticados de la ciencia moderna y los datos y los parámetros que debían estar midiendo los ordenadores de Cabo Cañaveral informarían con absoluta precisión de cualquier anomalía.
Sin embargo, llegó la hora y la cuenta atrás se desnudó de sus valores más altos hasta figurarse como un solo dígito:
9,8,7...
Dillinger se acomodó lo mejor que pudo, contra una esquina de la consola.
... 6,5,4 ...
Respiró profundamente, tratando de retener los alocados latidos del corazón.
... 3,2,1 ...
El gigantesco trasbordador espacial hizo un amago, un último intento por amarrarse a la gravedad, y...
0.
Rugieron los motores, envolviendo de humo todos los recovecos del complejo aeronáutico, y el fuego lanzó sus llamaradas contra la base de lanzamiento y la nave espacial se levantó sin remisión sobre su peso, apuntando claramente hacia las alturas; hacia el cielo que, paciente, esperaba.
La atenazadora fuerza del despegue aplastó a Dillinger contra el suelo y solo después de unos segundos pudo concentrarse en lo que había venido a hacer: en su trabajo.
Así, sin dilación alguna, y presto de una sola voluntad, el pequeño Dillinger se apuró en arruinar, en destruir.
Como carecía de herramientas, utilizó las garras tratando de despellejar los cables que lo rodeaban. Pero fue totalmente imposible: era incapaz de causar daño alguno.
Se detuvo un instante, y una elocuente sonrisa se dibujó sobre su rostro.
No fracasaría. Desde luego que no.
Dillinger abrió la boca y mordió con rabia, cercenando un cable, otro cable, y otro más.
El trasbordador se desvió ligeramente de su trayectoria y el rozamiento incrementó en mil grados su calor. La estructura comenzó a ceder y, al cabo de una fatídica milésima, la nave estalló como la erupción de un volcán sobre los cielos. La estela vertical de los propulsores se transformó en una vorágine de humo que crecía más y más sobre sí misma, y devoró toda la materia en una tétrica imagen que se plasmaba en las alturas, la histórica foto para el mudo asombro de todos cuantos aquel día contemplaban el espectáculo.
Los astronautas murieron de inmediato y el sueño americano vivió un triste día de luto.
Dillinger, el pequeño ratón, también murió; pagó con su vida la inmensa frustración que arrastraba desde su juventud y ni siquiera Mick, aquel tipo de Nueva Orleáns que le había arrebatado la gloria, alcanzaría un final tan apoteósico como el suyo. Ni siquiera Mick... Mickey Mouse.

Misterio originario


Bicicleta
Cábala
Gardenia
Quilombo
Tantalio


De la serie: los misterios de la vida, por el maestroTsu Min Tsao.
Misterio 105:
De los ojos rasgados

Como en otras ocasiones, su madre se había precipitado.
Cuando el vagón se detuvo del todo, el pequeño Lin Yong se bajó en el andén y se sentó en uno de los siete bancos vacíos de la estación de Xian-nan. Eran las dos de la madrugada, hacía un poco de frío, y estaba solo. Su madre, temerosa de que perdiera alguna de las enseñanzas sagradas, lo había enviado en una hora equivocada, medio día antes de lo que correspondía, y ahora tendría que esperar allí mismo, solo y aburrido.
Sin embargo, Lin Yong era un joven muy inquieto, conocía de sobras el camino hacia el templo de Ulua-Sur, y empezó a andar por entre los cerros que bordeaban Xian-nan. Serpenteó por el sendero, bosque arriba, pisando las desnudas losas del suelo y esquivando las ramas que la oscuridad no acababa de ocultar del todo. Con once años recién cumplidos, Lin Yong era un chico intrépido y decidido y en su caminar no hicieron ni asomo los miedos propios de su temprana edad. Así, una hora después de emprender la marcha, ya estaba a las puertas del templo de Ulua-Sur, el QUILOMBO de los templos de la enseñanza; el más lejano y el más atípico cuando menos, y se sentó sobre el pilón lateral del puente de piedra: un puente que atravesaba el estanque de la liberación del jardín exterior.
La puerta del templo estaba cerrada y Lin Yong decidió esperar allí mismo, quieto, sentado... escuchando a las ranas y a los grillos.
Por desgracia, el maestro Tsu Min Tsao era un poco dormilón y no abrió la pesada hoja de madera hasta bien entrado el mediodía, ocho horas después de la llegada de Lin Yong.
- ¡Pequeño Sumiki! - gritó su maestro al verlo, con un extraño alborozo.
El maestro salió muy apurado de su hogar, pasó junto al joven como una exhalación, levantó la falda de su durumagi, y se puso a hacer las necesidades lo más cerca posible de los nenúfares del estanque.
- Lin Yong, maestro - le replicó el joven, haciéndole saber quien era... una vez más.
- ¿Lin Yong....? - hizo un último esfuerzo de esfinter y añadió:- ¿El hijo de Sumiki?
El joven no respondió. Era completamente inútil discutir sobre su identidad con el maestro Lin Yong. Él era su único discípulo desde hacía dos años y acudía durante varios días al acabar la primavera y al comienzo del otoño. Aun así el viejo maestro seguía confundiéndolo con sus anteriores alumnos: los honorables miembros de la familia Sumiki que, aun no sabía porqué, habían abandonado las necesarias enseñanzas de la vida.
- ¿Y a qué se debe tan grande honor pequeño Sumiki? - le preguntó el anciano tras apretar el cinturón.
- El saber, maestro.
- Ahhhh.....
- Los misterios, maestro.
El anciano olisqueó el ambiente, cayó en la cuenta de cuan desagradables eran los aromas de sus propios excrementos, y dijo:
- Caminemos pues.
Con aire despistado, el maestro miró a su alrededor e invitó al joven a que lo siguiese por la senda que rodeaba el templo: el camino hacia el arroyo del bosque.
- Un día maravilloso.
- Lo es maestro... Pero....
- ¿Qué?
El ruido que hacían las tripas del muchacho era una respuesta mas que evidente: parecía que los intestinos se estuviesen matando entre sí , a punto de convertirse en serpientes antropófogas, clamando alborotadamente por un simple bocado. No obstante, el joven Lin Yong decidió silenciar de palabra su hambre y persiguió el lento paso de su maestro.
- ¿Cual fue nuestro último misterio, Sumiki?
- El del rabo, maestro.
- ¿Rabo?
- Si, maestro. De como los hombres se desprendieron de su retorcido rabo al cambiarlo por el morro del jabalí.
- ¿Jabalí?
- Si, maestro. Un enigma que solucionaba otro anterior: El porqué nuestros antepasados solo comían trufas.
- Ahh... ya recuerdo...
- Creo maestro pues, que ha llegado la hora de que me explique el misterio del amor.
El anciano Tsu Min Tsao se detuvo para coger aliento. Habían llegado junto al arroyo sagrado, junto al cual se encontraba el único lugar del bosque en donde los árboles desaparecían en un extenso claro: un prado en donde el sol inundó de luminosidad sus rostros.
- No estás preparado, Sumiki.
- Pero...
- Antes debes conocer todos los misterios originarios.
- Pero...
- ¿Acaso sabes porqué los occidentales tienen los ojos redondos como la luna llena?
- No - dijo el joven de mala gana, dispuesto ya a escuchar otra CÁBALA sin fundamento mientras su estómago proseguía aquejado de un vacío inquieto.
- Los occidentales no saben leer.
- ¿... ?
- Si. Descienden directamente del buey.
- ¿Y por eso no saben leer, maestro?
- Exacto. El buey es un animal que apenas levanta la cabeza del suelo. Está mirando continuamente el suelo en busca de alimento y abre los párpados hasta casi volcar las órbitas de sus ojos.
- Sigo sin comprender, maestro.
- Nosotros, sin embargo, somos los hijos del muflón.
- ¿Muflón? - preguntó el joven Lin Yong estupefacto, pues aun no hacía ni dos misterios que había descubierto que estaba emparentado con el águila real.
- Claro, Sumiki. De quien sino podíamos heredar la obstinación... la típica cabezonería del valiente pueblo de Corea.
El joven asintió sin convencimiento alguno. Estaba empezando a comprender el porque la familia Sumiki había abandonado las enseñanazas del anciano.
- ¿Porqué vive el muflón en la montaña?
- No lo sé, maestro.
- Para poder leer.
- ¿Leer qué, maestro?
- En el cielo, Sumiki. En el cielo. De ahí la fina belleza de nuestra mirada, que permite discernir claramente los enigmas escritos en el manto que cubre el día.
- Pero maestro - protestó Lin Yong -, yo no puedo leer en el cielo.
- ¿Cómo que no?
- No, maestro - respondió convencido, pero sin levantar mucho la voz.
- ¿Qué ves allí? - le preguntó el maestro señalando con su mano hacia arriba, en dirección a una algodonosa nube.
- Yo...
- Fíjate bien.
El joven comprendió el juego al que había sido abocado y dijo lo primero que se le ocurrió:
- Un cucurucho de helado.
- No.
- ¿Un árbol?
El maestro le dio un coscorrón en la cabeza y, enfadado, dijo:
- ¿Es qué no ves que se trata de una flor?
El joven miró hacia la nube, que rápida se desplazaba hacia el oeste, y dijo:
- Una.... rosa.
- ¡Rosa! ¡Pero tú no serás uno de esos cabezas cuadradas!
- ...amapola... ?
- ¡Idiota! - gritó el anciano, propinándole un segundo coscorrón - ¿ No ves acaso que se trata de una GARDENIA?
El joven Lin Yong abrió la boca como un idiota. Si su viejo maestro esperaba que acertará en alguna de sus elucubraciones... pues iba a cansarse de golpear sobre su cabecita.
- ¿Y aquello qué es?
El joven se volvió hacia el norte. La nube que ahora le señalaba estaba tan deshilachada que solo parecía lo que realmente era: una nube.
- No lo sé, maestro.
- Piensa un poco.
Inutilmente, pensó.
- No lo sé, maestro.
- ¡Eres el peor discípulo que he tenido a lo largo de toda mi vida!
El joven, apesarado, bajo la cabeza.
- Lo siento, maestr....
- ¿Es qué no ves la BICICLETA?
El alumno escudríñó con atención la citada bicicleta, pero le fue imposible ver nada.
El maestro, sin embargo, por su mirada, parecía ver hasta la marca de la misma, si tenía pinchada alguna rueda o no, e incluso si el cuadro era de aleación de titanio, de TANTALIO, o hecha con una vulgar caña de bambú.
- Tiene razón, maestro - mintió el joven alumno antes de recibir un nuevo golpe.
El maestro Tsu Min Tsao pareció entonces satisfecho de su enseñanza, sonrió ligeramente, y dijo:
- Es que nosotros, al igual que el muflón, sabemos leer en el cielo.... y de ahí nuestra bella mirada.
- Claro, maestro.
- Y ahora...
- ¿Si, maestro?
- ¿Quieres que te explique el misterio del amor?
El joven Lin Yong se sorprendió por la pregunta. La ceremonia del amor era el misterio mas esperado por cualquier joven . El enigma que resolvía él de la vida misma y que daba lugar a la existencia.
- Claro, maestro - respondió nervioso.
El maestro escuchó entonces el reconocible sonido de un estómago vacío: Qqqqrrrcrhhenchhhhhhhh....solo que esta vez esta vez era el suyo propio, claramente, y dijo:
- Pero bueno.... Ese es un asunto que ya aprenderás a su debido tiempo.
Y ambos, el maestro y su alumno, retornaron hacia el templo después de haber desvelado un misterio originario mas.
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El lamedor

Tiré de la puerta y subí al ascensor.
- Ah... Hola - dije al ver a mi vecina.
Esta sonrió sin más.
- Hace buen día - comenté para romper el hielo.
- Hace... - murmuró, siseó mas bien, de forma harto lasciva, acariciando sus cabellos como si estuviese en la misma cama.
Yo la miré sorprendido y me di cuenta de que sus senos me apuntaban sin reparo alguno y por encima, en sus húmedos labios, se entreabría un erotismo sin límite, descarado.
Me lancé. Estaba hermosa como nadie sobre la tierra y me olvidé de su estado civil y del mío. Siempre la había deseado y no iba a perder la oportunidad que ahora me brindaba.
La rodeé con mis brazos y quise besarla. Sin embargo, me lo impidió: Me puso sus afilados dedos sobre la cabeza e hizo fuerza con ellos hacia abajo, suave pero firmemente. Yo, un poco extrañado, obedecí sumiso y me agaché. No me había rechazado, de eso no tenía duda, pero aun no sabía de sus intenciones.
El ascensor se había detenido.
Mi vecina subió las faldas hasta la cintura con una mano y con la otra pulso un 9: el último piso, en donde los trasteros.
- Así, de rodillas - me dijo, con la voz más calenturienta que había oído en toda mi vida.
Y acabé por arrodillarme, dejando mis ojos a la altura de sus bragas: de un tanga negro incapaz de tapar toda la naturaleza que allí se escondía.
- Venga - me gritó impaciente.
Tiré hacia abajo con fuerza y dejé que un vello mas tupido que el amazonas rebosara inédito ante mi atónita mirada.
- Venga - volvió a gritar.
Miré hacia arriba, buscando sus ojos, pero los tenía entrecerrados, presos de erotismo. Con una mano se acariciaba los pechos y con la otra, cada vez más firme, me empujaba hacia su abultado coño.
Cedí sin ceder, pues no era quien de oponer ninguna resistencia, y, empalmado como un burro, clavé mi lengua en la espesura y empecé a explorar todos los recovecos de aquel tesoro de su feminidad.
Durante largos minutos, y entre suspiros, me dediqué en cuerpo y alma a lo que ella me había exigido... también ofrecido. Apretando con fuerza sus muslos logré arrancarle unos cuantos orgasmos... Prolongados y efímeros como en el mejor de mis sueños.
Llegado el momento, llevé la mano a mi bragueta y saqué mi desbocado pene de su prisión. Era hora de ensartarla contra el espejo del ascensor y me levanté decidido, dispuesto a hacerla mía.
Estaba preciosa. Tenía unos treinta años y era todo curvas. Sólo con ver aquellas facciones de mujer ya se veía lo que se podía esperar... El cielo.
- Te la voy a meter - dije relinchando como un caballo.
Ella abrió los ojos de repente. Me miró extrañada como si no me conociera y apurada, muy apurada, se vistió en un instante y salió disparada del ascensor, dejando que su hermosa estela se perdiera escaleras abajo.
Y yo, el tonto caballo relinchón, me quede allí quieto y sorprendido, con la picha al aire.
Un vacío muy sonoro se apropio de mí hasta que noté un escalofrío en mis desinfladas partes y me subí los pantalones.
Era lo más extraño que me había ocurrido con una mujer desde que se me rompiera el frenillo en una de mis tempranas relaciones de adolescencia y avergonzado por mi situación de casado, a la vez que enfadado por lo que no había llegado a suceder, pulsé el cuatro y regresé a mi casa.
- Manda carallo - me dije desde el espejo.



En si mismo, el prestigio es algo intangible; un etéreo lustre de la personalidad. Sin embargo, para el profesional, para el autónomo que depende del murmullo social, el prestigio es un sinónimo del beneficio, de los céntimos que al final acaban en el fondo de la caja registradora. No obstante, y ya hablo de mi caso en particular, yo no esperaba que tras el encuentro con la vecina mi prestigio de amante fuera a aumentar de forma tan considerable: Entre otras cosas, porque nunca lo había tenido y, sobre todo, porque suponía que aquella fugaz relación en el ascensor había sido un acto íntimo y personal. Ella era una señora, yo un “señor“, y no creo que a ninguno de los dos le interesase hacer públicos los locos traqueteos de mi revoltosa lengua sobre sus partes.
Nada más lejos de la realidad.
Yo era un poco ledo, confiaba ciegamente en el silencio de la vecina y, después de cruzarme un par de veces con ella y ver que se hacía la despistada, comencé a superar el agradable trauma del ascensor y lo di por finiquitado. Sin embargo, algunas miradas, algunos silencios, y algunos sonidos malintencionados por parte de varias vecinas, me pusieron a temblar como a una hoja en plena ventisca otoñal.
Pero era imposible. Debía ser mi calenturienta imaginación...
O no.
- Hola Adolfo - me saludó mi vecina Laura, una profesora de costura baja y regordeta cuyo atractivo sexual había quedado enfrascado en un tiempo ya pasado.
- Hola - contesté desconcertado tras subirme al ascensor. Era la primera vez que me dirigía la palabra e incluso su voz me sonaba extraña, como si nunca la hubiera oído.
- Yo me bajo antes - dije, pulsando mi dedo sobre el cuatro y volviéndole huidizamente la espalda, de golpe.
- Eres un guarrillo - oí por detrás.
- ¿Cómo?
- Guarrillo - volví a oír mientras una vespertina gota de sudor recorría veloz el canal formado por mi columna vertebral.
Cuarto piso.
Quise abrir la puerta pero su robusto brazo me lo impidió veloz.
La miré directamente a los ojos. Una sonrisa burlona recibió mi estupefacción.
- ¡¿Qué pasa ahora?! - protesté de la forma más airada que pude.
- Quiero que me lleves al noveno - me dijo con autoridad, con un tono firme, a la vez normal, y de tranquilidad absoluta.
- Pero...
- Igual que María - me cortó.
- Usted está loca - le dije, tratando de apartar su brazo.
Con gran habilidad y para mi sorpresa, me asió por los huevos como si estos fueran unos simples perucos de agosto, y , relamiendo cada palabra, me dijo:
- Vamos para arriba, moreno.
Y sin más, mientras yo contenía el aliento, conté como se sucedían los pisos hasta llegar al noveno.
- Váyase a la mierda - le espeté con bravura en cuanto me soltó los dos afligidos genitales.
- Vente... Hermosón - dijo la pequeña costurera haciendo caso omiso de mis palabras y bajándose rápidamente las bragas.
La miré con asco, tratando de ridiculizarla lo más posible, pero fue inútil. No era nada cohibida la señora y mi única escapatoria iba a consistir en una veloz huida.
No obstante, pareció adivinar mis intenciones y ,a la vez que me enseñaba los rizos de su chocho, con gran sorna me dijo:
- Como no me lo chupes.... Mando tu matrimonio al carajo.
La miré cariacontecido, con mucha pena, pues me estaban coaccionando, y pensé que ya era hora de despertar, de cortar con esa pesadilla tan absurda.
Pero allí estaba aquella mujer y.... ¿qué diablos podía hacer?
¿Qué debía hacer?
- ¿Qué hago? - musité para mis adentros.



Aun siendo un tipo instintivo de los que se suelen guiar por el primer impulso, debo reconocer que contuve bastante bien la reverberante violencia que bullía bajo mi erizada piel y decidí cortar por lo sano.
- Haz lo que quieras - le dije a la pequeña costurera, con rabia, dándole a entender algo en lo que no creía: en que no me importaba su amenaza.
- ¿Cómo dices? - me preguntó insinuante, restregando con fuerza los labios de su sexo.
La empujé con fuerza hacia un lado y me dispuse a salir del ascensor.
Entonces... Se derrumbó. La pequeña urraca se desmayó sobre la goma del suelo y su cabeza batió contra una esquina. Las obsoletas gafas que portaba se desencajaron sobre su estirada nariz y la encorvada postura de su espalda hizo que la apretada blusa que llevaba reventara como un globo de aire.
¡Madre mía! ¡Qué imagen! Si a alguien se le ocurría abrir la puerta en ese instante y veía semejante escena, el hueco del ascensor no sería lo suficientemente profundo para tirarme de cabeza por él.
¿Se había desmayado o estaba fingiendo? ¿Y si estaba muerta? ¿Debía huir...?
No.
Estaba claro que era un gilipollas. Eso si: un gilipollas bastante considerado. Por lo que me agaché, comprobé que respiraba, y traté de espabilarla sentándola sobre sus posaderas aun desnudas, apoyando el cogote contra el mamparo del ascensor, y sacudiéndola suavemente hasta conseguir que volviera a este mundo: al de los despiertos.
- ¿Qué tal señora? - pregunté sin asomo alguno de amabilidad en el tono de mi voz.
Y se volvió a derrumbar. Pero esta vez no fue sobre el suelo sino sobre sí misma. De sus ojos saltaron infinitas lágrimas y su compungido pecho retembló entre lloros hasta casi desaparecer. Parecía a punto de sufrir una crisis nerviosa y al gilipollas que estaba a su lado no se le ocurrió otra cosa que echarle un brazo por encima y consolarla.
- ¡Qué vergüenza ! - gritaba como una plañidera.
- Tranquila señora - ¿Era mi voz?
- Yo...
- A veces sufrimos una especie de cortocircuito cerebral y... No sabemos lo que hacemos.
- Es que María me lo puso tan claro.
- Esa zorra - rumié por lo bajo.
- Debí suponerlo. Una vieja como podía... Como pude pensar en semejante aventura.
- No se martirice... Tampoco es tan mayor - ¿Era mi voz?
Por primera vez me fijé en sus ojillos, aun humedecidos por las lágrimas, y contemplé las perlas más brillantes y más bonitas de la Tierra. ¿Porqué ocultaba tanta hermosura tras aquellas aparatosas lentes?
- Lo siento - dijo muy triste, con gran sentimiento.
Tiré de su mentón hacia arriba...
Quería ver aquellos ojos. Todas las arrugas desaparecieron.
- Adolfo - susurró al ver mi atónita mirada.
- Yo...
Por supuesto, acabé sucumbiendo ante su irresistible encanto y, como supondréis, de rodillas.


Tras los inicios que todos ya conocéis, con el corre, ve, y dile, vino una época de desenfreno en la que comencé a apreciar la diferencia entre los diferentes tipos de vulva. Mi lengua se convirtió en un órgano casi independiente y pude saborear la plenitud de una mujer en el mejor de los sentidos.
Si, ya sé que en frío y sin en el juego erótico correspondiente puede parecer un poco fuerte mi labor sexual en el pequeño ascensor del edificio. Sin embargo, el morbo dichas situaciones superaba con creces cualquier reparo que pudiera tener y, al final, cuando concluía con cualquiera de mis vecinas, el rostro de satisfacción que se dibujaba sobre mis labios era similar al que tenía el día de mi primera comunión.
Chochos de veinte, de cuarenta... chochos gruesos, rasurados, generosos, recatados.... Clítoris escurridizos, empinados, pétreos.... Suspiros contenidos, explayados, entrecortados, prolongados, agudos....Piernas gruesas, finas, blancuzcas... Rodillas pronunciadas, redondas.... Caderas duras, amplias, escuálidas...
Todo cuanto estaba pasando me habría parecido inimaginable hacía unas semanas, fuera de toda razón. No obstante, estaba sucediéndome a mí y no hacía gala ni arresto alguno para parar el aluvión que se me estaba viniendo encima. Estaba claro que me gustaba y mi conciencia respiraba de momento tranquila. Extrañamente tranquila.
Era el nuevo Cupido de la vecindad y las vecinas de los portales adyacentes no tardaron mucho en venir a comprobar la feroz flecha que nacía de mi garganta. A veces, una en el día; otras dos. Pero hubo jornadas en que sorbí de las mieles de hasta cinco mujeres y el dolor de huevos con el que concluía la jornada era proporcional al tiempo que había estado a punto de reventar, pues... como si fuera un pacto implícito hecho por todas las mujeres, de mojar con la pluma... Nada de nada. Solo había sexo oral, debía conformarme con ello...y bueno, en fin: Adolfo se conformaba.

Cierto día, tras entrar en el portal, vislumbré una sombra en la claridad del ascensor. Estaba parado, con alguien dentro, y eso sólo podía significar una cosa. Silbé placenteramente una canción que ya no recuerdo y dispuse mi mejor sonrisa para responder a la amable espera.
Era mi mujer.
Me miró sorprendida y... Caí en la cuenta.
Recibí semejante ostia que aun es ahora cuando no comprendo de donde sacó la fuerza para plantar tan escocido recuerdo en mi memoria.
Me cerró la puerta en las narices y desapareció para siempre de mi vida.
Sin embargo, él que debía de ser uno de los días más grises de mi existencia, un día de lloros ,de flagelos y lamentaciones, se convirtió en uno mas y aunque fuera señalado, y no porque yo no quisiera a mi querida Teresa, que si la quería, y mucho, o porque estuviera deseando la libertad para seguir con lo que había empezado. No. La normalidad con que asumí el desenlace de mi matrimonio se correspondió con la cara de sorpresa que puso mi mujer en el ascensor. Estaba esperando ver otra cara, otro hombre que subiese sus barbas por entre sus piernas y que le lamiese aquel, él que era mi chochito y, seguramente, alguna vecina que, o no la quería mucho o la quería demasiado, por desgracia.... O gracia... En fin, la había mal informado o informado a medias.
Y sorpresa, sorpresa.
No me sentí pues como el chico malo de la película y supe que debía ir buscando una nueva casa, un nuevo piso y... un nuevo ascensor... O similar.


El divorcio fue el principio del fin. Mi situación económica empeoró considerablemente y comencé a aceptar alguna ayuda de mis queridas amigas: gran y grave error. Lo que en un principio fue algo desinteresado al cabo de un tiempo hizo que pasara del placer al negocio y acabé por convertirme en un puto: con lo que llegué a ser uno de esos dandys que ofrecen el paraíso en centímetros y desde la foto falsa en los anuncios de contactos del periódico. El dinero regresó a mis bolsillos y, consecuentemente, me creí un profesional del negocio.
En los primeros días fue todo sobre ruedas. Que más podía pedir si me pagaban a cambio de sexo. Pero más tarde, imbuido por la responsabilidad del oficio, comencé a aceptar cosas que ya no me gustaban tanto y... El cliente pagaba y, claro, podía exigir algún caprichito que se le había ocurrido viendo una película sadomasoquista o tras escuchar un comentario de lo más puerco al bruto de su marido: véanse lluvias doradas o algún que otro juego con las uñas más puntiagudas del mundo.
No obstante, Adolfo era todo un profesional. Tanto, que después de rodar por la cuesta abajo y ver como la redención de mi alma era del todo imposible, llegué a un punto en el que jamás pensé que estaría:
- El domingo vienes a mi casa y te presento a mi marido.
- ¿Cómo? - pregunté sorprendido.
- Tranquilo amor. Es un angelito y a estas alturas nada de lo que yo hago le sorprende.
- Pero no estarás pensando en...
Lucía, que así se llamaba aquella buena dama (hermosa hembra de enormes nalgas aunque carente de pecho), me puso la palma de su mano sobre mis labios y comprendí que se había acabado la discusión.

El Domingo acudí a la calle Sartaña, que es una de las zonas ricas de la ciudad, y me dispuse a hacer mi trabajo tal y como habíamos quedado.
El marido de Lucía me abrió la enorme puerta de madera y cristal de su palacete y con una sonrisa de oreja a oreja me invitó a pasar.
-¿Quién es, Leopoldo? - dijo Lucía desde algún lugar de la enorme vivienda.
El viejo (ya pasaba de los sesenta) hizo caso omiso de la pregunta y tras ubicarme en un salón tipo Versalles siglo XVIII me sirvió un brandy e hizo otro tanto para consigo.
Cuando apareció Lucía estuve a punto de meterme debajo del sillón. Venía en ropa interior, cubierta por finos encajes y la mejor bisutería, y con tanto perfume y maquillaje que parecía la auténtica Mata-hari. Estaba claro que en aquella pareja no funcionaba lo del recato de la intimidad y sólo me quedó apurar el brandy de la copa.
- ¿Le importa que mire? - me preguntó el viejo.
Yo, muy incómodo, pensé que si. Sin embargo, respondiendo a lo que me preguntaba, negué con mi cabeza.
Lucía empezó a juguetear con mi cabello, incluso se atrevió con un baile sacado de alguna historia de las mil y una noches y, cuando los calores empezaron a asomar bajo la suculenta capa de maquillaje de su rostro, decidió que era la hora de saciar todas sus necesidades y me pidió que le arrancara la diminuta braguita que portaba.
A todo esto, su marido seguía sentado a un par de metros, mirando la escena como si fuera el telediario de las nueve.
Empecé a relamerle las rodillas y fui subiendo poco a poco, acercándome a su flor, tomándome un tiempo por los alrededores. Rompí con los dientes la seda que envolvía mi objetivo y me zambullí en un chocho que, a pesar de pasar de los cuarenta, poseía un flujo extraordinario.
Lucía gozó como nunca durante esos largos y ardientes minutos e incluso estiró su brazo para coger la mano de su Leopoldo mientras se corría de gusto.
Sin embargo, cuando creí que todo había concluido, pues aquella mujer parecía no poder más, y quité mis narices de sus onerosos labios vaginales, me pasé la mano por la boca y me topé con una sorpresa:
Una polla.
Si, el viejo se había bajado los pantalones y, preso de una excitación feroz, había colocado su retorcido falo e escasos centímetros de mi rostro.
- Chúpala, bonito - dijo con la voz cascada.
Yo, alucinado, miré para su mujer y esta, para mi sorpresa, asintió, animándome a que lo hiciera, a que chupara aquel viejo apéndice masculino.
¿Qué...
Ella era mi mejor cliente y yo era un puto, un puto puto.
¿Debía..debía?
¿Qué debía hacer?



Abrí la boca y deje que la verga se introdujera.
- Aprieta bonito.
Apreté los labios y sentí como discurría la piel de un músculo alargado por entre mi saliva.
- Así... Así...así...

Un mes después de aquel trabajo yo era un experto...
Pero empezaba a tener alguna duda sobre mi mismo:
¿Quién era yo?¿Quién... era Adolfo?
¿La sombra que deambulaba de secreción en secreción, o el dandy del periódico: el sonriente superdotado de las medidas astronómicas?
¿Me había liberado de la rutina de mi vida anterior o, al contrario, había perdido la oportunidad de ser persona y de vivir como tal para convertirme en un ser vil y despreciable, esclavo de sus actos?
Las preguntas sin respuesta azotaban intermitentemente mi conciencia y no pasaba un día sin que retrocediera a mis orígenes, cuando todo estaba claro y discernía sin problema alguno entre lo que estaba bien y lo que no estaba... ¿O me lo parecía...?
Relativicé el mundo entero y me adapté a los demás, a aquellos que solo exigían de mi un mero acto sexual. Incluso, para no romperme la cabeza, llegue a argüir que el pene era un enorme clítoris con espasmódica sorpresa final y seguí chupando.
Probé todo tipo de pollas: pequeñas, gruesas, retorcidas para bajo, para arriba... Retorcidas, aguzadas, de luengo prepucio, cualquier color, cualquier edad... Pollas resistentes, muy duras; pollas que se corrían en diez segundos y otras que nunca lo hacía; pollas nerviosas, brutas, suaves y rítmicas, generosas de semen...
Perdí el norte sobre mi orientación sexual y saboreé un placer que hasta entonces creía denigrante. Bajé braguetas como nadie y el pegajoso aroma de la eyaculación ya no se desprendió de mi aliento ni tras mil refriegas.
Mi lengua recorrió largas millas de henchidos miembros y ni un solo hombre se quejó de mis habilidades.
Me establecí en un hotel de lujo y dejé de vagar de flor en flor. Había más mariconsón de lo que podía imaginar y me fui haciendo con una clientela sin problemas de dinero: ricos podres que cambiaban quinientos euros por una vulgar corrida... Eso si: sobre mi rostro.
El trabajo me llegó a parecer fácil. Aunque, surgió un inconveniente en esta etapa de mi vida: las clientes femeninas se fueron retrayendo poco a poco; unas por lo elevado de mi precio, pero la mayoría porque se enteraron de mi nueva faceta en el negocio y no soportaron muy bien que yo fuera un come pollas.


Mi faceta de lamedor comenzaba a languidecer.



Lo que nunca tuve en cuenta hasta entonces es que en todo negocio existe la competencia, y pronto supe de la existencia de otros que, como yo, se dedicaban a suministrar placer y, lo que es peor, que estaban representados por sus amantes, amigos o ,llamémosles por su nombre, por sus macarras.
Y no fui yo quien se topo con la citada competencia: Estaba demasiado ocupado contando billetes de quinientos y, cuando recibí la visita de Iván ,un fornido búlgaro que solo sonreía a través de su cínica mirada, supuse que era un cliente que necesitaba una rápida evacuación genital.
- Adolfo - me pregunto tras escrutarme de arriba a bajo.
- Si - contesté tras abrir la puerta de la habitación de mi hotel.
Iván ni me estrechó la mano, ni me saludó siquiera. Simplemente, me estampó contra la pared del recibidor y me puso una barbera oxidada en el gaznate. La puerta del pasillo se cerró sola y quedamos ambos en la semi-oscuridad del saloncete.
Con la mano que tenía libre, Iván me agarró los cojones y empezó a retorcer sádicamente. Si me movía, yo mismo me rajaba contra el filo de la navaja. De mis ojos manaron lágrimas a borbotones y en mis pulmones comenzó a faltar el aliento.
Los segundos se hicieron interminables y el tipo tardó una eternidad en aflojar.
- Dame dinero - me dijo cuando soltó mis doloridas partes.
Caí como un saco de patatas sobre el suelo y, aun doblado sobre mi mismo, le señalé una pequeña caja musical que estaba encima de mi pequeño televisor.
-¿Para quién trabajas? - preguntó mientras contaba el pequeño pero suculento fajo de billetes.
Yo, desde el suelo, no respondí. Sabía que la pregunta tenía mucha miga.
Me pegó una patada en el hígado y, cegado y cagado por el dolor, respondí con una verdad que me llevaba directamente al infierno:
- No trabajo para nadie - dije entrecortadamente, escupiendo con dolor cada palabra.
Iván se puso de cuclillas y me tiró de los pelos del cogote hasta dejar mi cara a la altura de la suya.
- Desde ahora trabajas para mí.
- ... - quise balbucir algo, aterrorizado, pero sin poder decir ni ay.
- ¡Ahora! - me gritó el energúmeno, a un palmo de mi rostro, invitándome así a que me levantara y me dispusiera a.. A eso: a trabajar para él.

Cuando se marchó y me recuperé de la paliza, intenté escapar de la nueva situación, huir de mi nuevo mentor, y cambié de hotel y de zona ese mismo día. Sin embargo, la organización a la que pertenecía el amigo Iván era de largo recorrido y, al cabo de tres o cuatro días de haberme establecido en el hotel Princesas, recibí una nueva paliza y un solo aviso: el último, me dijo.
Así, de la independencia solaz de la que hacía gala los primeros días de mi vida de lamedor, pasé a compartir hasta el último céntimo del trabajo. Recibí además una nueva remesa de clientes que, gentilmente, me envió mi mecenas búlgaro y, en vez de ser un prostituto liberal, fui un esclavo sexual con trabajos a destajo.
- A trabajar - me decía Iván cada vez que venía por lo suyo.

Desde su orilla

Las risas se fueron desvaneciendo poco a poco, perdiéndose con el transcurrir del tiempo, convirtiendo su alegre estar en un simple eco sin apenas resonancia. La adolescencia vivida llenó su cajón en mi recuerdo y me convertí en una mujer, de pies a cabeza. Todo había pasado tan de prisa y con tanta intensidad que con solo pensar en lo ya vivido acababa, sin remedio, estremeciéndome. El despertar de la vida fue más brusco de lo esperado y mis tempranos sentimientos de mocedad resultaron... contradictorios.
La vida no encajó sobre mi. Nada fue tal y como me lo habían contado y las historias fueron sólo eso: cuentos edulcorados por alegres leyendas de fantasía en las que el amor era una viga maestra que todo lo aguantaba.
Y yo, aquella pobre e inocente niña, que creía firmemente en la idea mitológica de la vida, quise descubrir las maravillas y los placeres de la misma cuando de mi cuerpo brotaron los mil sonidos reverberantes que en forma de voz a gritos me pedían una caricia, una llamada continua de mi renaciente sexo que me convirtió en lo que aun soy: en una atractiva hembra repleta de su propio ser.
La neutralidad de la niñez se desprendió de su inmaculada áurea y las curvas de mi cuerpo, el calor de mi piel, y las querencias reflejadas en la mirada, solo fueron el principal disfraz de mi despertar pues... el hambre femenina que llevaba dentro se ocupó de lo demás: de descubrir el mundo tal y como era.

Nunca quise... odiar. Sin embargo, me fue imposible contener los rencores que fui acumulando durante estos años.
Salvo ciertas catástrofes, considero que el hombre es el único responsable de los despropósitos de la vida y, en mi caso particular, de la quiebra de mis esperanzas. Como mujer, fui defraudada una y otra vez por ellos y ni la consideración mas caritativa los haría acreedores de mi perdón. El instinto masculino es carroñero de por sí y convierte a las presas más débiles en sus objetivos u objetos preferidos. Cambiar la voluntad de la mujer y convencerla de su amor verdadero, ablandar su corazón, y luego, cuando la felicidad debía ser el único premio, ya que no hay barreras entre los dos... manipularla psicológica y sexualmente, por completo.
La amabilidad del principio, las dulces y melosas palabras que se pegan en la boca, tan cariñosas ellas, dan paso a los caprichos, a los gestos desaprensivos del silencio y el desprecio, y el suave terciopelo de las caricias es cada vez más esporádico. Al final, cuando la confianza se muda en una total desatención, hasta el acto sexual se convierte en un mero trámite de su tan necesitada eyaculación.
Abrir entonces el alma es sinónimo de cerrar todas las puertas del cielo...
.Ningún hombre me ha hecho feliz después de entregarle mi ser, y solo en los prolegómenos, cuando mide todos sus actos y me mira como a una mujer, atisbo un destello de lo que ya se que será inalcanzable.

Cuando tenía dieciséis años y la mayoría de mis amigas hablaban ya sin reparos de los chicos y de sus dotes masculinas, me di cuenta de que era objeto de muchas miradas y comencé a explotar tan voluptuosa curiosidad.
Las ropas que vestía por entonces dejaban adivinar mas que enseñaban y sobre mi rostro, y gracias al maquillaje, definí los rasgos en los que consideré acentuar mi belleza.
Muchos fueron los chicos que comenzaron a arrimarse a mi orilla, como si yo fuera otra persona, como si anteriormente ni siquiera hubiera existido, y dispuse de muchas oportunidades. Sin embargo, mis compañeros no despertaron mis deseos y me fijé en aquellos a quien la edad había madurado.
La serenidad que yo necesitaba la encontré dibujada sobre unos ojos negros y profundos y, poco a poco, dejando que la mirada de dichos ojos se clavara más a menudo sobre mí, dejé que Manuel, el padre de mi mejor amiga, pasara de la amabilidad al coqueteo.

Yo era menor de edad. No obstante, y a pesar de tan importante detalle, debo decir que fui quien llevó la iniciativa. Manuel, el padre de Carla, trató de esquivar mis insinuaciones durante un tiempo, y solo cierto día, que estaba contento demás, accedió a charlar de tu a tu conmigo y, consecuentemente, a intimidar sobre ciertos asuntos personales que lo abocaron hacia su lado más lascivo. Junto a la barra de un bar, el roce suave de mis manos dio paso a una mirada penetrante y, finalmente, nuestros labios se prendieron en el oscuro refugio de un callejón. Seguidamente, se ofreció para acercarme hasta mi casa en su coche, un amplio mono-volumen muy acogedor, y a mitad de camino, al tiempo en que mi mano se posó sobre su rodilla, detuvo la marcha del vehículo y se echó sobre mi.
Sinceramente, debo decir que esa primera experiencia sexual fue muy agradable, para nada traumática. Se portó con un tacto exquisito y todos cuantos miedos podía tener sobre ese día tan importante se atenuaron gracias a su experiencia sexual. Estoy segura que de haber ocurrido con cualquier compañero o amigo, la pérdida de mi virginidad habría sido de modo más rudo e instintivo, peor sin duda.
Lo único malo de esa noche vino después, cuando comencé a vestirme: Manuel rompió a llorar como un crío, a balbucear entrecortadas palabras sobre lo mucho que quería a su esposa y a sus hijos, y los remordimientos lo hundieron después de haberse corrido encima de mi; por lo que acabé consolándolo en silencio, dejando su cabeza sobre mi regazo y entreverando sus cabellos con la yema de mis dedos. La alegría de hacía unos minutos invirtió su estado y el momento más esperado de mi vida paso a ser una especie de funeral de lo que, según él, no debía haber ocurrido.
Sin embargo... Cuento: puro teatro tratando de descargar su lastre sobre mí.
Tras aquel final tan triste pensé que mi historia con Manuel había durado lo justo y necesario para abrirme los ojos.
Supuse que se había arrepentido y, consecuentemente, no me extrañó que durante los siguientes días me evitara e incluso, cierto día, ni siquiera me saludara: Supongo que el verme al lado de su hija lo turbaba bastante.
Sin embargo, la personalidad masculina depende por completo de sus propios instintos y, a los quince días, detuvo el mono-volumen a mi altura, cuando yo venía de jugar un partido de voleibol, y me invitó a que subiera. Y sólo ver sus ojos ya supe lo que quería.
Y subí. Y todo cambió. De la dulzura del primer encuentro pasé a ser un objeto al servicio de las necesidades sexuales de aquel hombre y, como si se creyera mi maestro, pasó a mostrarme todo aquello que seguramente no se atrevía a hacer con su mujer: felaciones continuas, eyaculaciones sobre mi cara, coito anal, y jueguecitos con una cantidad de artilugios sacados de un inmenso catálogo sin fondo...
Dobló por completo mi voluntad y entre los dos sólo importó la suya. No había relación de pareja... era él solo.

Dos. Dos fueron los años en que fui la presa del padre de mi mejor amiga. Y aunque a veces me sentía bastante ahogada con la relación e incluso pensaba en descubrir lo nuestro a los ojos de Carla y de su madre, aguanté estoicamente durante todo ese tiempo y cuando cumplí los dieciocho años, como por arte de magia, y como si Manuel fuese mi progenitor en vez de mi amante, decidí independizarme y rompí con él. Me resultó más sencillo de lo que esperaba, pues no había sentimiento alguno entre los dos y, a la semana de haberle dicho que no lo quería ver más, lo ocurrido ya me parecía algo tan lejano, un suceso incluso ajeno, que miré esperanzada hacia delante y me dispuse a comer la porción de tarta del mundo que me correspondía. Sin embargo, reincorporarme a la vida juvenil fue una labor bastante complicada: Había perdido el contacto con los de mi edad y en cuanto intentaba abrirme camino en una pandilla siempre había alguien dispuesto a tratarme como a una intrusa; razón por la que siempre acababa retraída de mi empeño. Incluso Carla, como contagiada por un impulso familiar, comenzó a alejarse de mi y no tarde mucho en ver que estaba completamente sola. Tenía quizás demasiada prisa por ser yo misma y no me daba cuenta de la paciencia necesaria para cultivar una amistad; por lo cual, acabé siendo víctima de una depresión nerviosa y empecé a beber a solas.
Al principio, la ginebra, el ron, o el whisky, eran como tonificantes que me relajaban, ayudándome incluso con los pesados quehaceres de todos los días. Pero, tras pasar las semanas, dicha ayuda acabó embotando mis ganas de salir y, mientras había mercancía en el mueble bar de mi casa, me encerraba en el nido familiar y hacía de mi habitación un castillo.
Convencí a mis padres de la necesidad de comprar un ordenador y, amparada en unas falsas e inusitadas ganas de estudiar, empecé a navegar por los océanos de internet con el único propósito de comunicar mi maravillosa forma de ser. Tenía claro de que en mi ciudad nadie me comprendía y decidí utilizar aquel medio de la electrónica para saltar cualquier distancia que me atara al brusco carácter de quienes me habían rechazado. Solo tenía que entonarme un poco, decorar mi mente con la mejor sonrisa, y meterme en un chat.

Al principio fue como descubrir un nuevo mundo. Yo era la princesa encantada y en cualquier chat de los que entraba mi nombre era bombardeado con cientos de saludos y preguntas. La mayoría de los usuarios eran del género masculino y yo me convertí en una preciada presa.... pugna de grandilocuentes disputas. La amabilidad de algunos rozaba casi el absurdo, con bellas y hermosas palabras sacadas de un averno literario que siempre me daban la razón dijera lo que dijera; mientras otros, cuyas intenciones eran mas claras, entraban como el elefante de la cacharrería y, ocultos tras el antifaz de la red, intentaban desnudarme al primer soplo. Con todo, yo me divertía una barbaridad, pues el licor también hacía lo suyo, y logré crear un círculo de amigos en torno a mi nick que me mantenía ocupada durante las largas noches de invierno. No me faltaba la conversación; éstas llegaban hasta donde yo quería, y aquellos cinco o seis compañeros con los que charlaba estaban a mi total disposición. Sin embargo... es verdad.... me faltaba algo: las intimidades que había mostrado se habían topado con el límite del propio medio y, desde la soledad de mi habitación, mi alma romántica pedía más. Las fotos, las voces, y las palabras que había recibido me habían abierto aun mas el apetito de cariño y, en esto, apareció Ricardo, que por entonces corría por Mgest 27, y que, casualmente vivía en la ciudad de al lado.
Mgest 27 era un revolucionario: Su tema favorito era el de la política y sus palabras iban casi siempre dirigidas contra el sistema. No había partido político ni dirigente de tal que lo convenciera con su discurso y, el día en que el país llego a una cita electoral (creo que fueron unas municipales) y se enteró de mis simpatías políticas por boca de un compañero, empezó a atacarme sin descanso.
Al principio no le hacía mucho caso a Mgest 27, pensando que ya se cansaría; pero con el paso del tiempo, y viendo que el día de urnas se iba acercando, decidí cortar por lo sano.
YO: Cada uno vota lo que le da la gana.
MGEST 27: Desde luego. Pero reconoce que tu voto y él de los demás incide directamente en mi vida.
YO: Es el juego de la democracia.
MGEST 27: Y el juego incluye el proselitismo de la presión popular y de los medios y la manipulación demagógica del propio sistema.
YO: Yo estoy satisfecha con el sistema.
MGEST 27: Nadie puede estar satisfecho con un sistema tan poco igualitario, que desprecia a los débiles y favorece siempre a los más poderosos. Los dueños legales de la violencia se convierten así en verdugos de los miserables....
Y ásí continuamente; como si yo fuese la responsable política del partido al que iba votar y como si mi papeleta fuera a cambiar el rumbo de la humanidad. Mgest intentaba hacerme sentir culpable y yo, que por mi edad estrenaba titularidad como ciudadana, defendía mi independencia igual que a mi vida. Al fin y al cabo, yo era la princesa encantada y ningún resabido con nombre ramplón torcería mi decisión. Por mis ovarios que no. Como así fue: Yo voté lo que tenía pensado desde el principio pero, y sin embargo, debo confesar que lo único que me vino a la cabeza cuando vi como mi papeleta se posaba entre las demás fue... Mgest 27. Aquel día vencí, pero el resultado de los comicios fue lo de menos.


Un teclado, un monitor, el ratón.
Un vaso, la botella, el licor.
Él: MGEST 27, Ricardo, y yo... Todo junto, todo revuelto: la mezcla explosiva que me convirtió en lo que ahora soy....
¿Culpable o culpables?

MGEST 27 pasó de ser un divertimento, el feroz rival en el etéreo mundo del chat, a ser toda una obsesión. La sola aparición de las cinco letras y los dos números que ocultaban su verdadero nombre alteraban el latir de mi corazón. Era capaz de pasarme horas y horas esperando su llegada, calmando la espera bajo el caluroso abrigo del alcohol. Así, si un día MGEST 27 no aparecía, perdía por completo el hilo que retenía mis nervios y acababa insultando a todos y a todas en el chat. Me volvía ruin y miserable y el coro de amiguetes que antes me adoraba se silenciaba a mi alrededor.
- Perdón - acababa diciendo, apesarada por tal conducta -. No volverá a suceder.
Pero la hilarante situación se repetía y sólo él, MGEST 27, era capaz de templar semejantes escenas. Mi dependencia fue casi total y enfermiza y, boquiabierta, llorando o riendo delante del ordenador, pase a ser un mero apéndice de mi misma, con muy poca personalidad.
Intenté acapararlo por completo para mi, conversando de todo durante las incontables y largas horas de los mil privados que abrimos, rogándole siempre que no se fuera, que no me dejara sola, y llegué incluso a vigilarlo para que no departiera demasiado con los demás cuando estábamos en la sala del chat, celosa de que cualquiera arrebatara mi protagonismo y metiéndome por en medio cuando lo creía necesario.
Aunque, en esta relación tan poco saludable, no era solo yo la parte desquiciada: MGEST 27 era un individuo muy inteligente, afinado hasta el límite tanto en sus apreciaciones como en la comprensión de las mías, y empezó a jugar con mis sentimientos. De sobras sabía que yo estaba entregada a él en cuerpo y alma y me tentó poco a poco hacia su juego, con mucho tacto, descargándose de pequeñas y medidas dosis de afecto. Mis querencias por él superaban ya el ámbito natural del chat y quise saber mas de quien tantos ardores me provocaba.
-¿Cómo te llamas?
- ¿Por...
- Porfi.
Silencio.
- ricardo - escribió en minúsculas, después de un largo minuto de espera y como si fuese el alumbramiento de un ser extraordinario.
Ricardo, me dije a mi misma, hundiendo su pronunciación entre los tesoros mas preciados de mi alma. ¿Qué otro nombre podía tener.... verdad ? Ricardo.
Y así me sucedió con cualquier detalle sobre su verdadera vida, revelado a cuentagotas hacia mi ansiada curiosidad:
...que todas las tardes le gustaba dar una vuelta por el paseo marítimo... pues era cuando yo salía a caminar, fijándome en todos los transeúntes, en aquellos que mas se asemejaban a la preconcebida imagen que yo tenía de él, y deseando quedar prendida de alguna maravillosa mirada... la suya.
... que tenía una cita en el ambulatorio de la seguridad social... pues era el momento adecuado para solicitar una revisión médica anual y de paso echar una ojeada por las salas de espera... tan abarrotadas.
... que acababa de comprar un boxer... me desplazaba por los parques y las plazas públicas de la ciudad buscando un pequeño cachorro de can y a su dueño.
Pero era un busqueda infructuosa, difícil. Ricardo se decía tímido, con muy poca decisión, y se servía de evasivas para escudarse de mis preguntas más directas.
Con sinceridad, y cansada de juegos y adivinanzas, un día le confesé el afecto que le procesaba y él me devolvió el sentido discurso en forma de poemas y de amables dedicatorias, palabras huecas a las que yo, ridículamente, trataba de dar un sentido; al igual que cuando le envíe mi álbum personal y le pedí una foto y él me mandó una caricatura borrosa, que bien podía ser de cualquier animal e incluso cosa y él se cobijó bajo la disculpa de su viejo ordenador. Por lo que, ante tal cúmulo de despropósitos, desesperada, le dije que quería verlo, que ya no aguantaba más, que deseaba hablar cara a cara de una vez, a lo que Ricardo, enfadado como nunca había vislumbrado en sus letras, respondió con un rimbombante y estudiado correo en el que me amenazaba con cortar con lo nuestro si seguía apurándolo, que era un hombre que necesitaba de tiempo y no de mujeres apremiantes...
... y yo le di la razón: Estaba siendo una mujer demasiado apremiante... o eso creí, o quise creer, ya que no quería perderlo por nada del mundo: por nada... absolutamente nada.

Así, chateando y emborrachándome a solas, discurrió un largo invierno en el que yo me abrí a MGEST 27 por completo, con toda mi alma, y él, como si no fuera humano, se aprestó a envolverme de palabras y de más palabras.

Sin embargo, la calma y el carácter parsimonioso que me exigía Ricardo se mudó en una gran urgencia durante la noche de un viernes y tuve que cambiar la marcha de mi velocidad otra vez. Quería verme cuanto antes. Ahora tenía prisa. Me comentó que ya no podía aguantar más y me daba toda la razón en cuanto a la necesidad de un contacto personal.
- ¿Cuándo?
- Mañana - respondió MGEST 27 - ¿Puede ser...
Mi corazón dio un brinco y, apurada, escribí:
- Claro que puede.
- ¿Conoces el Bagdad Café?
- No.
- ¿La travesía de...
Me explicó en donde encontrarnos y arguyó que ambos deberíamos llevar algo identificativo con lo que reconocernos.
- Pero tu ya sabes como soy - le repliqué acordándome de la multitud de fotos que le había enviado.
- Cierto, pero podemos seguir jugando.
- Claro.
Comentamos e ideamos varias maneras para revelarnos por primera vez, desechando por ridículas la mayoría, y nos quedamos quizás con la más estúpida: A las cinco en punto de la tarde Ricardo me llamaría con su teléfono móvil y yo, naturalmente, tras dejarlo sonar unos segundos, lo descolgaría.
- ¿Vale?
- Vale.
- Hasta mañana guapa.
- Hasta mañana corazón.
Y el gozo y la dicha revertieron por encima de mi propio ser y suspiré varias y alocadas y prolongadas veces. Recuerdo que estaba tan contenta, tan ilusionada, que esa noche incluso me olvidé de la obligada dosis de tequila o ron y me fui a la cama con una gran sonrisa plasmada sobre mi rostro. Aquello que sentía se llamaba felicidad y ningún erudito sabelotodo podría hacer cambiar o dudar siquiera del significado de tal acepción.
Ese sábado me preparé para la ocasión; es decir, tardé varias horas en decidirme, acudí a la peluquería y, finalmente, vestí mis diecinueve añitos con el modelo más caro que mis bolsillos se pudieron permitir.

Cuando entré en la vieja cafetería Bagdag ya supuse que él me estaba viendo. Apenas había media docena de clientes y yo, si hubiera querido, habría podido estudiarlos a todos con una rápida mirada. Sin embargo, por continuar con el juego, entré a ciegas, buscando únicamente una mesa en donde sentarme, y pedí una manzanilla para redomar los nervios que atenazaban mi estómago.
Miré el reloj, vi que pasaban un par de minutos de la hora señalada, revolví el azúcar en el agua caliente, y sonó el alegre tono de mi teléfono móvil.
- ¿Si?
- ¿Ya me has reconocido?
Levanté mi vista. Examiné uno por uno a todos los clientes de la cafetería, esperando ver a alguno con el teléfono apoyado en la oreja, y dije:
- No. Aquí no estás.
- ¿Seguro?
Noté que un escalofrío recorría vértebra a vértebra el cauce de mi espalda y al llegar la helada presencia de este junto a la nuca supe que su mirada se había clavado justamente allí, donde también nacía mi sorpresa, en la base de mis pensamientos. Me volví de inmediato y lo vi por primera vez: Me acababa de servir una manzanilla y ni siquiera me había fijado en la espléndida sonrisa que ahora lucía.
- Ricardo - creo que dije.

De ojos saltones, rubio como un rayo de sol, y con una cintura de avispa que apretaba un nervioso cuerpo, no se me parecía en nada a la imagen que de él me había dibujado en mis ensoñaciones de todos los días. Era guapo, atractivo, y joven; es verdad, pero en esos breves instantes, me fue imposible acoplarlo sobre su nombre.
- Ricardo.
- Hola - dijo sin perder la sonrisa, agachándose junto a mi, y besando educadamente mi mejilla.
- Yo...
- Si - me interrumpió -. Soy uno de los dueños de este local y estoy esperando a mi socio, por Arturo, que me sustituirá dentro de unos minutos... ¿Diste bien con el sitio?
- Si. Un taxi me acercó hasta la esquina.
- Oye... Estás muy guapa.
Me sonrojé.
- De verdad. Muy guapa.
- Gracias - dije bajando la mirada.
De pronto, apareció un hombre, de su misma edad quizás, veinticinco, veintiseis años, me ojeó de arriba abajo, y a continuación se dirigió a Ricardo:
- ¿Así qué de marcha?
- Claro... Arturo, te presento a... Clara.
Dudó. Ricardo había dudado un instante para decir mi nombre y eso me dolió un poco.
- Encantado - dijo Arturo, estrechando mi mano y clavando sus profundos ojos negros en los míos.
- Lo mismo digo.
Tardó una décima de segundo demás en desprender su mano de la mía y fue entonces cuando caí en la cuenta del juego o el engaño que allí se estaba produciendo.
Fue una sensación, ni revelación ni otra cosa por el estilo. Sólo una sensación. Supe a ciencia cierta que estaba siendo vendida, que Ricardo era Arturo y Arturo....Ricardo... Y quise huir, escapar de allí en ese mismo instante.
- ¿A donde vas? - me retuvo la recia mano de Ricardo... de MGEST 27.
Volví a sentarme. Me estaba haciendo daño en la muñeca y empecé a tiritar de pánico.
Solo quedaba un cliente en una oscura esquina del local y parecía dormitar con la cabeza echada sobre la mesa.
- Quiero irme - logré balbucear.
- ¿No quieres un chupito? - me preguntó MGEST 27 con un sarcasmo tal como nunca se me habían dirigido antes.
- No - gemí. Seguía apretándome la muñeca y su rubio compañero sonreía divertido, mostrándome una dentadura que hasta hacía unos segundos me parecía atractiva.
- Cierra la puerta y trae una botella de vodka - le ordenó MGEST 27 a su compañero.
- ¿Y Peixoeiro? - dijo el rubio señalando a quien dormía en la esquina.
- Ese no se entera de nada. Lleva desde primera hora encañando y ya traía una buena moña.
- Déjame - supliqué yo entre el dolor.
Sin embargo, sin soltarme, MGEST 27 se sentó a mi lado, me refregó los pechos prosaicamente, y retiró un mechón que me caía sobre la frente para ver todo mi rostro.
- ¿Porqué te voy a dejar? ¿No era esto lo que buscabas? Una agradable fiesta... conocer la punta de mi polla... y amor.... un amor hasta darte por el culo...?
- Por favor. Quiero irme - lloré.
- Ponla ahí Turito - le dijo sobre la botella a su compañero -. Y busca en la cadena una poca música para encandilar a esta zorra.
La situación se estaba poniendo demasiado seria. No parecían nada nerviosos con los actos que estaban llevando a cabo, como si no fuera la primera vez, y la siniestra seguridad con la que parecían revolverse me hizo sospechar lo peor.
- Primero te iba a follar él - siguió hablando MGEST 27 -. Te llevaría a dar un paseo y, con la disculpa de cambiarse la ropa de trabajo, subirías a su casa y caerías como fruta madura en nuestro tiesto. Además, si me apetecía, hoy mismo, después de que bebieras un poco, yo mismo os haría una visita por la noche y como eres una hermosa hembra bien aguantarías de dos rabos... Eso, si me apetecía... Sino ya amañaríamos entre los tres....¿Verdad?
"Pero - prosiguió con una mueca de burla -, también eres muy zorra y te has puesto muy piripipí al descubrir el bonito juego que te teníamos preparado... el bonito juego de los nombres.... ¡Como en el chat! ¡Como en el chat, princesa! ¡Como en el chat, reina!"
Llenó de vodka un vaso grande de tubo y me lo puso en la mano.
- Anda, tomátelo... ¡Hummm, que rico!
Su compañero se bajó como en un tiro los pantalones y se puso a botar muy contento delante de mi.
- ¿Quieres coger el pajarito? ¿Quieres el pajarito? - decía el rubio apretando el bulto de sus calzoncillos.
Cerré los ojos, pues aquello no podía estar sucediendo, apreté con fuerza los dientes, y me puse a gritar con todas las fuerzas del mundo. Ipso facto, recibí un guantazo en la cara y perdí la noción de la realidad.

Cuando desperté, yacía desnuda sobre el suelo. A mi lado, los dos hombres dormían abrazados, también desnudos y con la satisfacción dibujada sobre sus relajados rostros. Me habían violado mientras estaba sin sentido y por mi cuerpo dolorido descubrí numerosos rasguños y cardenales que avalaban la violencia del acto.
Oí un ruido, me volví asustada hacia él, y vi al borracho que antes dormitaba sobre la mesa de la esquina. Solo que ahora estaba depie, relamiéndose los labios, mirándome asquerosamente, y meneando su pene de modo apurado.
Iba a gritar. Era lo que más deseaba hacer. Pero, un innato sentido de la supervivencia impidió que lo hiciera. Los dos individuos que me habían violado podían despertar de su letargo y yo, por supuesto, no quería que eso sucediese.
Me levanté muy despacio. El borracho acabó su trabajo, se subíó la cremallera del pantalón, se echó ligeramente hacia atrás y, ante mi confusión, recogió apurado la ropa que me habían quitado y me la ofreció extendiendo sus sucias manos.
Me vestí en silencio, sin perder de vista al borracho, olvidándome de la ropa interior, y me dirigí veloz hacia la puerta.
- Niña - me dijo entonces aquel el borracho al pasar por su lado.
Lo miré temerosa. Lo único que yo quería era salir de allí cuanto antes.
- ¿Te han pagado? - me preguntó con gran seriedad.
Abrí los ojos como nunca. El tipo suponía que yo era una puta que había satisfecho las insanas necesidades de aquellos dos individuos.
Me detuve.
- Esos perros... Esos perros me han violado - le susurré entre el mar de lágrimas que de repente descendió veloz por mis mejillas.
El hombre me miró con tristeza, bajó su mirada a la altura de las gastadas baldosas del suelo, donde yacían los dos y, finalmente, dijo:
- Entonces tienen que pagar.
Sacó una navaja del bolsillo, se agachó junto al rubio, le tapó la boca con la palma de su mano izquierda y con el afilado metal le rajó la garganta de un lado a otro, hasta oir su último y mudo estertor.
El borracho alzó lentamente su figura, mirando satisfecho el resultado de su trabajo, me miró de reojo, abrió su mano y me ofreció la navaja, manchada esta de la roja sangre de quien ya no vivía.
- Toma - me dijo.

Y tomé. Cogí la navaja y la hundí en el corazón del sorprendido cuerpo de MGEST 27.
Hasta el fondo.

lunes, abril 10, 2006

Un polvo difícil

Era como una obsesión enfermiza. Todo lo relacionado con ella se sobredimensionaba hasta elevarla en el trono más alto. Sus gestos, su pose, su voz: Todo me parecía maravilloso y no comprendía como aquella mujer no estaba desempeñando un trabajo mejor, pues era mi compañera y no merecía mi misma labor. ¿Es qué acaso nadie se daba cuenta de su enorme valía?
No podía mirarla de frente: Me derretía como un flan y luego pasaba el resto de la mañana pensando en si se habría dado cuenta de mi gran nerviosismo. Ponía las palabras en el sitio exacto, como si el castellano fuera un puzzle de piezas de uso exclusivo que resonaba en mis oídos como la gloria del cielo.
A su lado, ninguna mujer podía denominarse como tal; solo ella cubría por completo la acepción de la palabra. Las demás, podían darse por satisfechas con admirarla y, sobre todo, por aprender y contagiarse de su estilo.

Elena estaba casada con un gilipollas. Si. No tenía otra forma para denominar a quien fuera tocado con tan grande suerte. Yo estaba seguro de que aquel tarugo era incapaz de hacerla feliz y uno de mis deseos más enfermizos era en que le tocara en suerte algún buen leñazo en la carretera, o un infarto de miocardio, o algo parecido, y que mi querida compañera enviudara de vez: Yo estaría dispuesto a consolarla, arroparla... Y casarme con ella y hacerme cargo de sus dos niñas... Y lo que hiciera falta... sería la mayor suerte del mundo.
En mis sueños más oníricos, me veía a su lado, compartiendo toda su vida, sus cosas y su aliento. Con solo pensar en que podía subirle la falda un par de centímetros, ya me corría sin remisión, llorando desconsolado al darme cuenta de cuan solitaria eran las masturbaciones en las que ella era la protagonista.
Mi obsesión llegaba al extremo que no había Audi rojo al que no mirara la matrícula cuando paseaba por la calle; pues podía ser ella con sus gafas de sol, su melena al viento... y yo me ponía rígido como una tabla: igual que cuando iba por su barrio y pensaba que me iba a ver desde su ventana, o cuando el ascensor del trabajo se retrasaba desde las plantas superiores y...podía llegar ella y compartir su aroma conmigo y.... Yo tenía un feroz miedo al ridículo... y supongo que ella no pensaba en mi para nada o solo suponía que era un poco tonto, pues, al fin y al cabo, ¿quién era él que aquí lo cuenta a su lado, al lado de ella?
Daba entonces el amor por imposible y trataba de desechar el sentimiento no correspondido... Era inútil que siguiera haciéndome ilusiones.
Y así desde hacía tres largos años, algo más, en que ella aterrizó en mi ofician, hasta que en una cena de empresa....


Todos los años, en ciertas fechas, y como la mayoría de las empresas, se celebra una cena en un restaurante o similar y las dos únicas premisas son las de pagar al contado después del café e ir solo, sin tu compañía habitual: y eso vale tanto para los casados, como para los arrimados, como para los libertino-sexuales. En el caso de mis compañeros, en las ocasiones en que se arrejuntaron matrimonios y o demás parejas, se había echado en falta la chispa habitual y solo con recordar la cortesía y los buenos modales allí vividos, a mas de uno se le podía indigestar la comida varios días antes de haberla probado siquiera.
En esa fecha, era una despedida de vacaciones. El que más o el que menos tenía los petates de viaje preparados y sólo había que bautizar el merecido descanso estival con los buenos deseos de los compañeros y amigos.
La cena era a las once en punto, yo mismo había buscado el local, y esta nimiedad, este último detalle, me había puesto un pelín nervioso. Si... ya se que el responsable o responsables del fracaso o el éxito de la velada no era yo ni dependía en su totalidad de mi, pero me sentía un poco como si fuera un auténtico anfitrión de festejos y, para calmarme, empecé demasiado pronto con la cervecita. Así, cuando llegó la hora de la cena tenía la camisa más arrugada que una uva pasa y, sin ser fumador, llevaba una pequeña faria de Gijón prendida de los labios.
- Por ahí - farfullé junto a la barra del bar, indicando el fondo de un pasillo que nos llevaría hasta el comedor.
- ¡Cómo te brillan los ojos Manolín! - me dijo Cecilia, la graciosilla de siempre, tirándome de los mofletes.
Haciéndome el serio, conté cuantos éramos: Cuarenta y uno conmigo.
- ¡ Qué puntualidad! Ya estamos todos - dije.
- Para comer siempre hay prisa - apuntó alguno mientras entrábamos en el comedor.
El salón era amplio y había además otro par de cenas en plena acción gustativa: Una de enfermeras del Hospital Público y otra de la liga de aficionados, amateurs, o de futboleros que ya visten canas.
Aun con tal amplitud, el ambiente ya estaba cargado, espeso, y fuimos recibidos con una sonora pita que nos hizo levantar alegremente los brazos, tal si fueramos estrellas de la NBA en campo ajeno.
- ¿Dejaríais algo no? - le dije a una rubicunda enfermera que había estado especialmente escandalosa.
- Para ti las sobras pelo de paja - respondió divertida.
Relamí los labios lascivamente, tal y como una ramera buscando clientes en su callejón, y recibí en la cara el golpe de una escuchimizada pinza de nécora. La carcajadas fueron épicas y yo emprendí una acelerada huida hacia nuestra mesa.
Esperé de pie a que todos mis compañeros se sentaran y busqué un sitio lo más alejado posible de Elena. No quería que se me cortase el ligero puntillo que llevaba encima y, con el miedo al ridículo que ella me provocaba, seguro que así sería.
La suerte (la buena o la mala) hizo que quedara colocado entre Higinio y Merce, dos auténticos abrevaderos vivientes del buen beber, y ya estábamos saboreando el dulce y aromático albariño antes de que colocaran la primera fuente de cigalas.
La que me esperaba...

Estaban acabando de servir el primer plato cuando me atreví a fijarme en ella por primera vez: Estaba radiante, espléndida, había alisado la melena para la ocasión y un pequeño pedrusco colgaba de su precioso cuello. Su busto, principesco, acababa sobre un vestido negro y ajustado que dejaba ver los hombros al completo; sus manos eran las extremidades mas finas y delicadas que vi en mujer alguna y con un vaivén gracil y melódico acompañaban la conversación que mantenía en ese momento. Estaba situada en el extremo opuesto de la mesa y mi mirada quedo prendida sobre ella entre las copas, las botellas, y las fuentes de la comida.
- ¿... tienes huevos a hacerlo? - oí que me decían Higinio y después Merce.
Había perdido el hilo de la conversación pero, naturalmente, respondí que si; que me sobraban huevos.
- Pues venga - me animó Merce.
- Pero...¡qué? - respondí airado ante el empujón que me propino Higinio desde su silla.
- Hazte el despistado, hazte.
Me senté correctamente y mis dos compañeros pusieron la indignación sobre sus morros.
- ¿... ? - me encogí de hombros, aun no sabía de que iban.
Merce puso su airado índice enfrente de mis narices y, amenazante, siseó:
- O bailas esa cancioncilla tal y como lo hiciste el año pasado en el Tropezón o hago que el jefe te descuente todas las quedadas.
Tragué saliva. Mis quedadas, tal y como denominaba ella a mis llegadas tarde al trabajo, podían significar tranquilamente sobre seiscientos euros. La otra opción.... Y me acordé del antro nocturno que llamaban el Tropezón y de mi baile a ritmo de Zorba el griego a primeras horas ya de la mañana. Miré a mi alrededor:
¿Había llegado ya la hora de los escandalosos?
- Pero...
-No hay pero que valga. Ya sabes que ahora llevo las nóminas.
De sobras sabían que no hacía falta amenazarme.... aunque, en esta ocasión estaba Elena y... ¿que iba a pensar de mí? ¿qué que tonterías hacía el tonto cuando se emborrachaba!
- Esperar un poco - dije divertido.
- No - dijeron mis dos compañeros al unísono.
Higinio le dió un toque al camarero (siempre hay un camarero amigo) y empezó a sonar la melodía....
Me acordé entonces de mi teoría particular; esa que me decía que para ver una figura geométrica desde la misma hay que observarla desde una de las aristas. Teoría que me aplicaba a todos los asuntos de la vida; tanto cuando tenía un problema, tanteando dichos problemas incluso desde el lado equivocado, como con las conversaciones con los amigos, llevando mis opiniones al punto más extremo... Una forma de ver la vida que solía traerme más problemas que ventajas pero que consideraba enriquecedora desde el punto de vista intelectual.
Lo mismo me sucedía en las fiestas: Cuando notaba cierta relajación festiva entre quienes me acompañaban, se me aparecía un angelito con cuernos muy cerca de la mejilla y me decía (ordenaba mas bien):
- A hacer el payaso.
- ¿Cómo? - preguntaba por preguntar a mi lado sensato, pero ya sabía la respuesta.
- A montar el número del idiota.
Y yo solía obedecer. Eso sí , ayudado por mister Alcohol y sus efervescencias. Y, la verdad es que me encantaba.
Y ese día no iba a ser menos.
Así, sin llamar mucho la atención me acerqué hasta la única mesa libre del local y me subí encima de ella. La música de Zorba el griego, lenta y melodiosa al principio, apenas lograba apagar el murmullo y el ajetreo formado por las tres cenas.
Una de las enfermeras se dio cuenta de mi lento balanceo sobre el mantel y me señalo divertida a sus compañeras de mesa.
- ¿Bailando la jota "pelo de paja"? - me gritó la lanzadora de pinzas de nécora.
El volumen de la música se elevó de repente y el ritmo se hizo más rápido. Mis brazos colocados al principio en jarras fingieron abrazar entonces a unos cuantos amigos griegos y las palmas, con la paradiña típica a la que invitaba la melodía, comenzaron a sonar con alegría entre el público. Incluso los mas glotones se olvidaron del rodaballo que estaban bendiciendo y se volvieron hacia mí.
- ¡Venga Manolín!
Y yo, entusiasmado, cegado por mi enorme sonrisa, meneaba el cuerpo cada vez mas rápido, de forma vertiginosa.
- ¡Venga!
Había roto a sudar como un descosido y unos enormes lamparones adornaban los sobacos de lo que quedaba de mi camisa nueva.
Así, en el momento cumbre, cuando mi éxito estaba asegurado incluso entre los camareros del local, y la noche estaba prendida de mi frenética figura, me acordé otra vez de la consabida teoría de la arista y decidí aplicarla en su límite máximo: es decir, al límite físico; por lo que llevé el traqueteó de mis pies hasta el borde de la mesa y...
....perdí el equilibrio y me pegué una ostia digna de ser descrita por un sismógrafo.
- OOhhhhhhhhhhhh........


Cuando desperté, estaba recostado en el asiento trasero de un coche y la inercia de las curvas me hacía balancear contra los costados del coche. Una música suave y relajada sonaba muy bajita desde los altavoces de la bandeja del maletero y un olor a perfume, perfume femenino, inundaba el ambiente.
-... y si se nos muere... - oí a lo lejos, como si quien hablara estuviera a cien metros de distancia.
- ... le iremos al entierro - resolvía otra voz, con desdén.
- Pudimos haber llamado una ambulancia - decía de nuevo la voz más preocupada.
- Y perderme esta oportunidad.
Silencio. Solo sonaba el ruido del motor, muy bajo, y la música, muy baja también.
- Sáltatelo - ordenaba la voz más arisca y autoritaria.
- ¿Y exponerme a una multa?
- Tranquila mujer. Llevamos la disculpa ahí atrás.
Me fijé por entre los respaldos de los dos asientos delanteros y a la derecha, en el asiento del copiloto, vi un par de piernas realmente hermosas .... que podían ser de... Pero no, aquellas piernas no eran las de Elena.
De repente, se me desentaponaron los oídos y el mundanal ruido inundó las cavernas de los mismos.
- ¿Voy por ahí? - preguntó quien conducía con toda la voz y la claridad del mundo.
Si. Esa era la voz de Ella.
Mi corazón despertó de su letargo y bombeó la sangre con más brío por entre las costillas.
- Si - respondió la otra voz, la voz autoritaria y que ahora si reconocí: Era Mayte (¡vaya piernas! La verdad es que nunca me había fijado), la jefa de personal, el coco de la oficina.
- En cuanto dejemos el paquete te vienes para mi casa - añadió -. El zoquete de mi marido está de viaje....ya no se si por Lisboa o por Porto... es igual.
- ¿Y los niños? - preguntó Elena.
- Con mis padres.
Vaya - pensé compungido -. Esto me empieza a oler a tortilla.
- Será idiota este Manolo - dijo Mayte.
- Pues a mi no me cae tan mal...
Ufff, suspiré por dentro.
- ... aunque tampoco lo conozco de nada... quizá tengas razón - añadió Elena, y a modo de estocada.
- No te pierdes nada. Si está soltero será por algo. Yo creo que no hay dios que lo aguante.
- A lo mejor es...
No vi los gestos que concluían la frase, pero la aseveración que implicaba el silencio, aun sin tener nada en contra de los gays, me dolió en lo más profundo. Estaba convencido de poseer una cierta fama de don Juan allende incluso de mi propio ambiente y el que las dos mujeres más atractivas de la oficina dudasen de mi virilidad masculina me hizo dudar de mi propia existencia.
- En fin - dijo Mayte -. Gracias a él nos escapamos de la cena, y ahora tenemos todo el tiempo para nosotras.
- Si - asintió Elena, soltando la palanca de marchas y colocando su mano sobre la rodilla de nuestra jefa de personal.
Mis ojos se abrieron como platos, el brío del corazón perdió fuelle y, sin saber porqué, si fue a causa de lo que estaba viendo o por pura casualidad, se me revolvió la cerveza y el albariño que llevaba dentro y vomité lo que quedaba de media docena de cigalas a la plancha.

- Mierda.
Nunca había comprendido tan bien y de forma tan resumida lo que significaba cometer un sacrilegio. Aquella palabra tan inculta en boca de Elena me convirtió en un blasfemo y a su coche en un gran templo sagrado.
- Perdón... - pude decir, con la voz ahogada y con un acento de lo más bobalicon.
El Audi en el que viajaba frenó su carrera y ambas mujeres se volvieron hacia mi con cara de desagrado.
- Lo siento... - musité de nuevo.
Las dos se cruzaron una mirada durante unas décimas de segundo y Mayte se hizo finalmente con la iniciativa:
- Abajo - ordenó.
- Pero...
- Ni pero ni ostias - me replicó al instante, apretando los dientes -. A pasear la mona por ahí.
Me incorporé y me senté correctamente. Tomé aliento y miré a través de la ventana, a la oscura noche. Al ver unos viejos edificios de la obra social del movimiento comprendí que estaba en el extrarradio de la ciudad. Palpé luego los bolsillos de la cazadora... la camisa... y comprendí que había perdido el teléfono móvil.
Me hice a la idea de lo que tendría que andar si me bajaba del coche y dije:
- No.
- ¿¡Cómo!?
- Qué no - repetí, de forma mofletuda y limpiándome después los labios -. No me bajo.
Silencio.
- Esto... - dije al cabo de un rato - Podéis acercarme hasta el centro.
Elena, finalmente, hizo el amago de encender el coche, pero su compañera la detuvo.
- ¿Quién cojones te crees que eres? - me dijo Mayte volviéndose hacia mi, mirándome de frente.
Me encogí de hombros. Ni sabía la respuesta y, si la supiera, ante tanto desprecio, me la callaría.
- Elena - dije pues -. Para en la primera gasolinera que veas y ya te limpiare todo esto -. Miré hacia bajo tratando de ver los deshechos de mi estómago, pero la oscuridad me lo impidió.
- Sal del coche - insistió la pelotuda.
- Elena ... - supliqué, viendo el silencio de quien conducía.
La autoridad de su compañera no debía de hacerla dudar demasiado y yo, que comprendí que quizás la estaba metiendo en un compromiso, eché la mano sobre la manilla de la puerta y me dispuse para la caminata, olvidándome incluso de pedirles que llamaran por un taxi.
Sin embargo, y para mi sorpresa, Elena levantó su gracil mano y, mirándome por el retrovisor, dijo:
- ¿Estás bien?
- Si - contesté.
- Durante el número de baile que montaste en la cena te caíste de espaldas sobre el suelo, te quedaste sin sentido, y ahora te llevábamos para Urgencias.
- Comprendo.
- ¿De verdad que te encuentras bien?
Que atención, pensé.
- Si - y añadí considerado - : Gracias Elena.
- ¿ A donde te llevo?
- A...
No pude concluir la frase. Mayte, cuya acentuada respiración había ido en aumento mientras Elena se interesaba por mi salud, se quitó el cinturón de seguridad en un acceso de rabia, se bajó del coche abatiendo la puerta con todas sus fuerzas, y con su apretado vestido de noche y con los elevados tacones que calzaban sus zapatos echó a andar por entre la oscuridad y sobre la derruida acera de ese viejo barrio.
Elena, extrañamente tranquila, la contempló en silencio mientras se alejaba.
Impaciente, esperé a que hiciera algo; arrancara el coche y tratara de alcanzarla... O cuando menos, que bajara la ventanilla y que le rogara a Mayte que volviera. El lugar, digamos, no era el más adecuado para que una señora paseara solitaria a esas horas de la noche y, sin embargo, a su compañera, no parecía importarle demasiado.
- Vamos a por ella - dije finalmente.
- ¿Porqué?
No podía ver el rostro de Elena. Sin embargo, el tono de su voz, el extraño tono de su voz, me hizo comprender que estaba disfrutando.



No entendía la situación: Mayte ya había sido absorbida por la oscura noche y su compañera permanecía inalterada e impertérrita ante el acontecimiento.
- Voy a por ella - dije entonces.
- Espera - me detuvo Elena.
- ¿Qué?
- Ya hace tiempo que nos conocemos... ¿verdad?
- Si - asentí extrañado, confuso por su nuevo tono acaramelado y cariñoso.
- Veras... Manolo... Tengo un problema.
- ¿...?
- ¿Estarías dispuesto a ayudarme?
- Claro - respondí como un idiota, sin preocuparme de cual sería el problema.
Apagó el equipo de música, dejó de mirar por el retrovisor, y volvió su rostro angelical hacia atrás, hacia mi, sonriendo levemente.
- Eres cojonudo.
- ¿ Y...
- Atractivo... muy divertido.
Estaba coqueteando; engatusándome y, sin gran dificultad, convenciéndome de que tenía una oportunidad.
- Tu si que eres guapa - dije entre babas, sintiendo un despertar entre las piernas y olvidándome por completo de Mayte.
Me acarició entonces la mejilla con tal suavidad y dulzura que no pude menos que pensar en que por fin había alcanzado la gloria. Me convertí por un instante en una antorcha humana presa del mayor alumbramiento y ella, mi diosa y mi reina, el único objeto la vida.
Me abalancé hacia delante para besarla pero ella me detuvo cuando ya casi sentía sus labios.
Elena se puso a gimotear.
- ¿Qué te pasa ? - le pregunté.
- Estoy metida en un lío.
Se me encogió el corazón. No podía verla sufrir.
- ¿Qué lío?
- Necesito que te deshagas de los planos originales de la turbina del reactor chino.
Me quedé frito. Esperaba cualquier cosa menos eso.
- ¿Sabes que yo fui la encargada por Mitsubishi de pasar las pulgadas al sistema métrico?
Asentí. La dichosa conversión de medidas ocupaba el ochenta por ciento del trabajo de la oficina.
- Pues bien - continuó Elena -. Han surgido problemas con la caldera principal del reactor y quieren cargar el muerto en el origen, en los planos que recibieron de nosotros.
- ¿Con razón? - pregunté.
Elena, con pesar, bajó la cabeza.
- Mierda - dije, sin pesar ni un momento en lo zopenca que era y tratando de disculparla -. Eso nos pasa por trabajar con los chinos. En cualquier otro país se habrían dado cuenta del error en el banco de pruebas... Pero ahí nada... ¡Tienen prisa!
- Te necesito - dijo.
La cagada era monumental, pensé. Paralizar la construcción de un reactor nuclear por culpa de una turbina defectuosa eran palabras mayores. Mi empresa lo pagaría caro, muy caro: El director echaría más de una cagadita con la noticia y, finalmente, el perito o la perita que había realizado el trabajo de conversión podía dar por finiquitado su puesto.
- Pero... ¿para qué quieres los originales?
- Para destruirlos - me respondió Elena, tajante.
- Pero todo el mundo sabe que tu llevaste ese trabajo... Es inútil que intentes ocultarlo.
- Si, pero si intentan ponerme de patitas en la calle necesitan esos originales... Un juez nunca avalará un despido sin esos papeles.
Quise silbar, pero me salio un poco de aire. Mi admirada doncella era toda una señora pécora.
Señalé hacia el fondal, por donde se había alejado Mayte, y dije:
- ¿Entonces ella...
- Si - respondió Elena -. Ella tiene las llaves de la oficina del director y, además, es una de las tres personas que conoce la combinación de la caja.
Me bajé del coche. Necesitaba estirar las piernas.
La noche no estaba saliedo tal y como había esperado.
Elena también se bajó.
- Ayúdame Manolo - suplicó.
- ¿Estabas dispuesta a acostarte con Mayte para conseguir la combinación?
Se pegó a mi cuerpo, enfundándome como si fuera una cortina a la que el viento empujaba sobre mí, y, al oído, me musito:
- Estaba... Pero tu..
Y me mordió el lóbulo de la oreja con tal arte que alteró por completo la nula defensa de mi líbido.
La besé. La besé con ganas. Era lo que más deseaba desde el día en que me fijé en ella y no iba a desperdiciar esa ocasión.
- Ayúdame.
¿Cómo no iba ayudarla? Era imposible negarme. Su fuerza era muy superior a mi propia conciencia y me ofrecía mucho más de lo que me proponía cualquier resquemor (nada prudentes, por cierto).
-¿Cómo? - pregunté al fin.
Tensó su rostro al instante, sus labios se contrajeron hasta convertir el rictus de su boca en una fría linea de hielo, y dijo:
- Inflar de coca a esa estúpida.

Dos horas más tarde, y estaba enfrente de la casa de Mayte. Elena se hallaba dentro, con ella, y no quería ni imaginarme lo que podía estar pasando entre las paredes del pequeño chalet. No obstante, era imposible abstraerme del todo y algún que otro pensamiento me trasladaba la imagen de dos mujeres desnudas en pleno acto amoroso. Aunque, extrañamente, en dicho abrazo lesbico, no era capaz de retratar el rostro de Elena, como si ya solo me perteneciera a mi.
Cuando por fin se abrió la puerta y vi a Elena, vestida con una larga y abrigosa bata verde, salí de detrás de un exhuberante rododendro y fui a su encuentro.
Nos metimos dentro, en el recibidor, y me dio un maravilloso regalo con su húmeda boca en forma de beso. Después, cuando se separó de mi, recobré el aliento y atisbé nervioso un ambiente cargado de olores, revestido por la psicodelia de un sonido extraño y lujurioso, música étnica quizás, que provenía de una de las puertas que pude ver desde donde estaba.
Quise saber de lo que había sucedido entre Mayte y Elena, pero esta última, al ver que me dirigía hacia el salón, me detuvo.
- Pero...
- Déjala, está durmiendo la mona.
- ¿Y las llaves de la oficina? - pregunté, intranquilo.
Sacó de uno de los bolsillos de la bata un manojo de llaves y dijo:
- Esta - y señaló una Tesa: una llave de seguridad -, es la del director. Esta otra - dijo sobre una más pequeña -, es muy importante... y desactiva las cámaras de seguridad.
Me dio otro beso, más apasionado aun si cabe, y continuó:
- La caja es la principal; ya sabes cual te digo: la que está detrás del cuadro del presidente, y la combinación está escrita en este papel.
Me pasó el papelito, lo guardé en la cartera, y cuando me dirigía hacia la salida, dispuesto a hacer el trabajo, me volví y le pedí que me dejara su coche.
Elena dudó: se lo pensó durante un segundo y dijo:
- Espera.
Desapareció en el interior de la casa y tres o cuatro minutos después regresó apurada.
- Toma - dijo dándome la tarjeta de un Renault -. Llévate el de Mayte. Ahora mismo no le hace falta.
Cogí la tarjeta y salí de la casa, hacia el garaje. Sin embargo, tuve suerte y encontré el Scenic fuera de su madriguera, dispuesto ya en la dirección de la calle. Encendí el diesel al primer intento y tres o cuatro kilómetros después lo aparqué en la parte trasera del edificio en el que yo trabajaba..
Eran casi las tres de la madrugada y todos mis compañeros debían disfrutar en esos momentos del punto más álgido de la fiesta.
Con mi pase personal abrí la puerta de la entrada. Me dirigí hacia el panel de alarmas y desactivé cualquier chivato cojonero que pudiera molestarme; ya fuera el anti-incendios o, más arriba, en la zona de seguridad, las anti-robo. En otro panel, oculto en un pequeño cuartucho situado en el mismo pasillo, desconecté las cámaras de vigilancia y me hice con la cinta que había grabado mi entrada en el edificio.
El resto del trabajo fue de una rotunda sencillez e incluso tuve la paciencia necesaria para hojear entre los papeles de la caja fuerte cual iba a ser mi ocupación y mi trabajo durante los próximos meses: El ajuste del diseño de una reductora para un ferry británico.
- Vaya por dios - musité para mis adentros, aburrido ya antes incluso de empezar con dicha tarea.
Tras comprobar que no había nadie por los alrededores del edificio, salí a la calle con los planos debajo del brazo y me dirigí al trote hacia el Renault Scenic.
Aun estaba colcándome sobre el asiento cuando las luces de un coche me deslumbraron por completo y tuve que colocar el envés de la mano sobre los ojos.
Era un Audi rojo.
- ¿Los tienes? - me preguntó Elena, tras colocarse a mi altura y después de bajar la ventanilla.
Asentí.
- Dámelos - dijo -. Yo me encargo de destruirlos.
Y le pasé el manojo de papeles.
Exhultante, Elena me guiño un ojo. Estaba muy contenta.
- ¿Y el coche de Mayte? - pregunté.
No me respondió. Estaba hojeando los planos.
- Eh... - la avisé, urgiendo a que me respondiera.
Se volvió hacia mi, sonrió de nuevo, y, provocadora, muy provocadora, dijo:
- ¿A qué no soy un polvo fácil?
- ....
- Llévale el coche - me ordenó entonces - .Ya iré por ti dentro de un momento.
Y tan idiotizado estaba con esa mujer que ni siquiera me paré a pensar para que diantres había venido hasta junto mía. Así, regresé a casa de Mayte, aparqué el coche donde lo había cogido y cuando ya me iba hacia la acera en donde debía esperar a Elena me picó la curiosidad sobre lo que había pasado dentro y, tras encontrar la puerta abierta, me deslicé por el interior del chalecito.
Lo que encontré por culpa del curioso picor fue tan anodino que tardé un buen rato en acercarme junto a Mayte y comprobar si respiraba. Nervioso, traté de atisbar si latía su pulso, noté el frío del cuerpo desnudo de mi jefa,y tropecé con una mesa de cristal sobre la que había canutillos de cartón y algunos restos de cocaína. Busqué como un loco un teléfono con la intención de llamar al 061 de emergencias pero...
No hizo falta. Una pareja de la policía entró a saco aun no se por donde y, cuando quise abrir la boca, recibí un golpe en la cabeza que me dejó sin sentido.


Pocas veces en la vida se mezclan los sueños con la realidad. Muy pocas. Sin embargo, sucedió en esa memorable ocasión y el fin de mis anhelos se sobrepasó por completo.
Ella estaba allí, encima de mi, cabalgando sobre mi polla, y mi mente, omnibulada a todos los efectos, tiritaba de puro placer. Los dos éramos uno solo y ella, mi amor y mi reina, gozaba hasta absorverme, diluirme... alienarme por completo en sus calenturientas carnes.
El miedo y la impaciencia que se había instalado sobre mi persona al saber que ella me iba a visitar eclosionó en un brutal abrazo de cariño cuando la vi atravesar aquella puerta y, después, desnudos y en medio del más placentero coito que vivió hombre alguno, sonreía como un crío y dejaba que una solitaria lágrima rodara satisfecha por la mejilla abajo.
Era feliz.
Un único y solitario orgasmo compartido refulgió sobre nuestros cuerpos en el culmen de nuestro agónico encuentro y despacio, muy despacio, nos separamos y quedamos tendidos el uno junto del otro, agarrados de la mano y con la vista perdida sobre el desconchado blanco del techo.
Los pulmones, ajetreados por el derroche, reponían su aliento a la par que unas finas gotas de sudor perlaban nuestros torsos y los latidos del corazón acabaron por acompasarse al ritmo habitual del reposo. Por fin, por primera vez, me atreví a hablar:
- ¿Porqué llamaste a la policía?
Elena se revolvió inquieta y miró en su derredor, ojeando por completo la aseptica habitación.
- Tranquila - le dije -. Esto está limpio de micrófonos.
Se acurrucó entonces a mi lado y, al oído, me dijo:
- Yo no lo hice.
Mentía. O al menos eso supuse. No tenía forma de comprobarlo.
- Sabes - continué -. Los iraníes van muy avanzados con su central nuclear.
- .... Ah !
- ¿Cuánto te pagaron por los planos de la turbina "defectuosos"? - le pregunté remarcando irónicamente la última palabra.
- Por la secuencia completa... dos millones y medio de francos suizos - me respondió, esta vez sí, abiertamente.
- ¿Y Mayte? ¿Había necesidad de acabar con ella?
- Fue un desgraciado accidente - dijo sin mucha convicción.
- El forense que la examinó no pensaba lo mismo - le repliqué.
Se hizo un silencio: muy corto; aunque sí lo suficientemente largo como para que me entrara un cierto pánico al pensar que Elena podía irse de mi lado. Sin embargo, no se movió, y dijo:
- Gracias por no citar mi nombre durante el juicio.
Abrí la boca.. y la cerré. Iba a decirle que si no la había implicado era porque no había ningún tipo de prueba en contra de ella y a mi, el imbécil que acababa de metérsela, lo habían cogido en casa ajena, junto al muerto, y con una cinta de video en el bolsillo que evidenciaba el movil del robo y... del crimen. Solo con la confesión podía rebajar la pena, y eso fue lo que hice: confesar su delito en mi nombre.
- Gracias - insistió.
Me las guardé, y dije:
- A pesar de que no contabas conmigo al principio de la noche, y que incluso tuviste que improvisar, te salió todo perfecto... Aun mejor si cabe.
- No te creas - dijo con gracia -. Tuve que limpiar yo misma los restos de tu cena.
Sonreí. Me era imposible catalogarla: Fría...no, no era nada fría; distante....bueno.... ¡me estaba comiendo la oreja!; inteligente... si, muy inteligente, y guapa, y....
- ¡Jefa de personal! - exclamé de repente , tras atar un último cabo no se donde, y como si descubriera un nuevo continente.
- Por supuesto, Manolo - respondió Elena erguiéndose en toda su altura, plena, empezando a vestirse.
La contemplé embobado, tal cual fuera ella fuera una aparición divina y, cabizbajo y muy triste, le pregunté:
- ¿Vas a volver a visitarme?
Me abordó como una loba a su presa, tirándo de mi cabellera sin compasión, y me dio un apasionado beso al que me abandoné entre temblores.
Luego, como había llegado, se fue.

Sin embargo, regresó otra vez, y otra, y otra. Cada quince días se acercaba hasta la carcel de Nanclares de la Oca y allí tenía lugar el bis a bis más apasionado del centro... Tanto, que hasta considero que era el único preso que no llevaba cuenta de los días que me restaban para cumplir la condena.
Y es que estaba tan enamorado de la mujer que cambió mi historia y mi geografía que hasta el significado de la palabra libertad feneció ahogándose en el brillo de sus maravillosos ojos.